Pocas cosas quedan ya -de las de verdad, al menos- que no se haya llevado consigo, aún, el maldito coronavirus. El papel higiénico, la tranquilidad, nuestras cinco o seis piezas de fruta diarias: todo ha sucumbido. Sin embargo, hay otras cosas que, creyéndolas incorruptibles, se colocan ante nosotros y nos dicen: «No sé por qué os sorprendéis tanto, si ya estábamos extintas». Así ocurre con las aspirinas, por ejemplo, que antes tomábamos para cualquier enfermedad y que ahora han sido sustituidas, sin sentimentalismos, por el paracetamol y el ibuprofeno. O con los besos, que en periodos de cuarentena y reclusión domiciliaria están prohibidos, pero que, en realidad, hacía ya tiempo que habían empezado a perder su emoción. Lo dejó escrito Miguel Delibes en ‘Cinco horas con Mario’ (Destino, 1981), refiriéndose a los besos que recibía Carmen Sotillo -la viuda de Mario Díez- en el velorio de su difunto marido: «las dos mujeres cruzaban las cabezas, primero del lado izquierdo, luego, del lado derecho, y besaban, al aire, al vacío, tal vez a algún cabello suelto, de manera que ambas sintieran el efluvio de los besos pero no su calor». Porque así llevamos veinte años por lo menos: sintiendo el efluvio de los besos, pero no su calor.
Para esto, como para todo, hay que tener siempre en cuenta el caso de los niños, que, cuando empiezan a saludarse con dos besos entre sí, al principio les da vergüenza y les entra la timidez. Creen que es cosa de adultos; y, como todos los niños, creen que es algo que hacen sin razón. Luego, cuando crecen, se ven forzados a imitarlos, en una especie de rito adolescente para ser aceptados por la pubertad, pero siguen siendo vergonzosos. Al fin y al cabo, ni siquiera los adultos están cómodos con ello; pero vete tú a decirle a los más jóvenes que dejen de intentar cualquier tipo de contacto personal, aunque éste sea un simple formalismo. Porque, muchas veces, los besos los damos sin pensar, automáticamente; y pierden, así, todo su esplendor.
En ‘El príncipe negro’ (Lumen, 2019), Iris Murdoch sienta las bases de lo que un buen arrumaco tiene y no tiene que ser: «Un beso serio puede alterar el mundo y no debería darse sólo porque la escena quedaría desfigurada sin él. Sin duda que a los jóvenes tales consideraciones les parecerán inefablemente puritanas y remilgadas. Pero precisamente por ser jóvenes no comprenden que todos los actos tienen sus consecuencias». Y es consternador comprobar cómo, estos días, Murdoch tenía razón; y cómo las consecuencias de un acto tan sencillo como besarse, toser o saludarse con un simple apretón de manos han podido causar tantos estragos a nuestro alrededor, y cómo los jóvenes seguimos sin entenderlo. Desde luego, el avance del coronavirus nos está enfrentado a nosotros mismos. No en un sentido apocalíptico del término, está claro -aunque la guerra por el papel higiénico así lo sugiera-, pero sí que está sacando a relucir nuestros propios demonios internos: la histeria colectiva, la imprudencia y las ganas frustradas de besar. Porque, realmente, seguimos siendo todos unos tímidos amorales, y nos asusta pensar en un futuro sin besos ni alegrías ni libertad. Nos parecemos a esos bárbaros que, según Octave Mirbeau, saquearon Francia en el siglo XIX y mancillaron toda su gloria.
En concreto, el periodista y escritor galo publicó, en 1883, un artículo dedicado a la epidemia de cólera que se cernía sobre Europa en aquellos días; y en él, además de darle la bienvenida, el autor le suplica «a la peste que, puesta a eliminar gente; elimine a determinadas personas, cuyos nombres cita y explica, además, las causas por las que él creía que no debían seguir vivas», tal y como cuenta el también escritor Julio C. Acerete en el prólogo de otra de las obras del francés, ‘Diario de una camarera’ (Bruguera, 1974). En esa ‘Oda al cólera‘, que es como el propio autor la tituló, Mirbeau le dice a la enfermedad: «Tu misión es sublime y debes realizar tareas excelentes. Mira: estamos abandonados», y le pide que recaiga, firmemente, sobre aquellos que «atacaron a los hombres, a sus creencias y al respeto a lo sagrado», que se atiborraban «diciendo que no tenían nada que temer (…) y que el espectro vengativo de las próximas venganzas no vendría a interrumpirles la orgía». A día de hoy, creo que Mirbeau nos querría a todos muertos. Pero quienes han muerto -además de nuestros seres queridos-, estos días, son los besos; aunque ya llevaban varios años convaleciendo.
Sea como sea, las crisis existen -¡gracias a Dios!- para ser superadas. Y si logramos controlar el maldito coronavirus, ¿quién será capaz de negarnos el derecho a celebrarlo con abrazos, risas y besos? Tal vez, así, vuelva su calor a nuestras mejillas, y no sólo sintamos su fragancia. No en balde, nos ha tocado resistir en casa durante estos últimos días de invierno, que se alargan a pesar de haber cambiado de estación; pero, cuando salgamos, volverá a ser primavera. Y os lo aseguro: volveremos a alterar el mundo.