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Bibliotecarios malvados/ 3 (Borges)

 

Borges se figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca, pero, eso sí, siempre que no hubiera que clasificar, catalogar, tejuelar y servir los libros. Como es sabido fue bibliotecario en su juventud y durante 18 años director de la Biblioteca Nacional de Argentina, cargo al que accedió casi ciego, lo que no impidió su labor a pesar de que a muchos extrañó el nombramiento, pero también podría sorprender un director de una Biblioteca Nacional que no hubiera publicado nunca un libro, y no es ninguna novedad.

 

Hace unos meses se descubrió un manuscrito inédito con la inconfundible letra minúscula de Borges en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional de Argentina –entre las páginas del número 112 de la revista Sur– en el que apuntaba  otro final para el cuento “Tema del traidor y del héroe”, incluido en la primera edición de Ficciones (1944). Los investigadores se afanan buscando otros textos o anotaciones que pudiera haber dejado. Se trata de un gran hallazgo para la historia de la literatura, pero de un pobre ejemplo para la abnegada labor del bibliotecario, que ni puede ni debe entretener su jornada en menesteres semejantes. Hay que recordar al bibliotecario de Robert Musil en El hombre sin atributos, que afirma: “¿Desea saber cómo me las arreglo para conocer todos los libros? Se lo puedo comunicar ahora mismo: ¡no leyendo ninguno!”

 

En 1937, y debido a las dificultades económicas por las que atravesaba la familia, Borges se dispuso a trabajar por primera vez en su vida –tenía 39 años– y accedió como auxiliar primero a la Biblioteca Municipal Miguel Cané, situada en el barrio bonaerense de Almagro, por recomendación del padre de Adolfo Bioy Casares. “En la biblioteca trabajábamos poco. Éramos unos cincuenta empleados realizando tareas que fácilmente hubieran podido llevar a cabo quince personas”. El sueldo era exiguo, casi miserable, y su labor consistía en clasificar y catalogar los volúmenes. El primer día clasificó cuatrocientos y sus compañeros le llamaron a capítulo. Si continuaba a ese ritmo peligraba el trabajo de todos, por lo que le aconsejaron no superar el centenar.

 

Borges confesó que los años que pasó allí encerrado fueron de “profunda infelicidad”, rodeado de funcionarios que no sentían ninguna curiosidad por los libros con los que trabajaban y sólo les interesaban el fútbol y los chistes obscenos. En su soledad, escribía febrilmente en el sótano o, cuando hacía calor, en la azotea. Fruto literario de esta experiencia es el relato “La biblioteca de Babel”, “versión magnificada” de la biblioteca Miguel Cané: “Los innumerables libros y estanterías que aparecen en el cuento eran literalmente los que tenía bajo mi codo”.

 

Siento devoción, sin embargo, por otro relato de esta época, algo posterior, “El Sur” (recogido en  Ficciones), que describe la huida de un bibliotecario, trasunto del autor, que sufre también un accidente fortuito que pone en riesgo su vida. Juan Dahlmann viaja con el ejemplar descabalado de las Mil y una noches de Weil y pugna entre leer o mirar por la ventanilla del tren el paisaje de la ciudad que va dejando atrás, en una de esas imágenes literarias para mí inmarcesibles. “Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir”.

 

Transformar la realidad hostil “en horas robadas” es lo que se propone el malvado bibliotecario, ascendido con el tiempo a oficial tercero: “Esos nueve años son sólo una tarde monstruosa en cuyo curso clasifiqué un número infinito de libros y el Reich devoró Francia…” La llegada al poder del general Perón y su singular Reich argentino, le despojó en 1946 de su plaza en la biblioteca y fue transferido al puesto de inspector de pollos, gallinas y conejos en los mercados municipales, nombramiento que Borges siempre achacó directamente al peculiar sentido del humor de Perón. Cuando fue a preguntar el motivo de su traslado, obtuvo un argumento “que no tenía réplica”: “Usted estaba de parte de los aliados ¿qué esperaba?”

 

Borges sale de la biblioteca, a los rumores de la plaza. Son años de intensa actividad en los que, venciendo su timidez e introversión, dicta conferencias, dirige revistas, traduce y publica prólogos, antologías y El Aleph. Se deja vivir. Tras la revolución militar de septiembre de 1955, que expulsó del poder a Perón, le ofrecen el cargo de director de la Biblioteca Nacional, aunque era ya prácticamente ciego. “Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche”, escribió en un su célebre “Poema de los dones”. Para asistirlo, se nombró subdirector a un bibliotecario, José Edmundo Clemente, con quien ya había colaborado en la edición del primer tomo de Obras completas para la editorial Emecé. “Borges, mire”, le dijo, “usted es la metáfora de la Biblioteca. Déjeme a mi ser simplemente la prosa”.

 

Una larga conversación (a finales de 1998) entre Clemente y Óscar Sbarra, entonces director de la Biblioteca Nacional, nos permite sumergirnos en el devenir de la biblioteca borgiana. Vivía a unas diez cuadras y llegaba sobre las cuatro de la tarde al palacete de la calle México 564 –hoy Centro Nacional de Música y Danza– del brazo de Fanny, la mucama. A Borges le servían un té y a Clemente, café. Chismorreaban un rato de política o de literatura. El director se refería, por ejemplo, a su cuñado, Guillermo de Torre, algo duro de oído: “Por suerte yo no lo veo y él no me oye”. Un verano, con las ventanas abiertas, llegaban las notas repetidas del bandoneón. “¡Qué lindo tango!”, decía Borges, “¡Ojalá no lo aprenda nunca a tocar, así sigue siempre probando!”

 

La aparición de Norma, la secretaria, que hablaba y escribía inglés correctamente, interrumpía sus divagaciones, en las que rara vez se trataban asuntos de la Biblioteca. Norma preguntaba si iban a trabajar esa tarde y Borges le pedía que le leyera de tal a tal página de un libro o le dictaba, y pasaban luego horas corrigiendo. “Estaba tardes enteras dictándole un poema o un cuento”, recuerda Clemente, que para entonces ya se había retirado a sus labores, siempre con la bendición del director: “El bibliotecario es usted, haga lo que quiera, yo le apoyo en todo”.

 

Con frecuencia “Adolfito” (Bioy Casares) o en su defecto alguien de la Biblioteca, acompañaba a Borges de regreso a casa, a eso de las siete y media o un poco más tarde. A medida que crecía la proyección internacional del autor de El hacedor (el fruto literario de aquellas tardes, publicado bajo el cuidado de Clemente) el despacho del director se fue poblando de lectores y admiradores, a los que recibía sin remilgos ni protocolos y con los que mantenía animadas charlas sobre lo divino y lo humano. Alguno de ellos ha recordado la amabilidad y disposición del subdirector.

 

Cuando Clemente llegó al edificio de la calle México, que había sido diseñado para albergar el organismo de la Lotería Nacional, encontró un panorama pavoroso. Libros por el suelo, muchas veces a la intemperie, y los sótanos, un nido de ratas. Había que dar unas palmadas antes de entrar para dispersarlas porque, advierte, “la rata asustada lo puede atacar”. Fue su empeño buscar una sede moderna y digna, dotada de sistemas de seguridad –se hablaba del robo constante de libros–, pero Borges se oponía, quería que permaneciera en el sur. “¿Pensaba que la Biblioteca debía estar en el barrio sur?”, pregunta Óscar Sbarra en la conversación. “No. Él, quería estar él en el barrio sur”, subraya Clemente. Tampoco le preocupaban las adquisiciones ni las novedades bibliográficas: “En la Biblioteca organizada por Groussac no faltaba nada de lo que quería Borges. Estaba todo. Todos los libros clásicos en su idioma original”.

 

El francés Paul Groussac, director de la Biblioteca desde 1885 hasta su muerte, 44 años después, convirtió a la institución en punto de referencia de la cultura argentina. Con fama de intratable y conocido por su sarcasmo despiadado, Borges analizó sus insultos en un memorable artículo de la revista Sur (“El arte de injuriar”, 1933). También terminó ciego. “¿Cuál de los dos escribe este poema/ de un yo plural y de una sola sombra?”, leemos en el “Poema de los dones”. A Borges le gustaba pasearse por la sala principal de lectura recitando de memoria o puliendo una tentativa poética, tras los pasos de su “maestro”.

 

La “acción cultural” –como hoy se diría– que desarrollaron se limitaba a las sesiones de los sábados, en los que se alternaban director y subdirector invitando a algún amigo o escritor eminente de paso por Buenos Aires, con el que charlaban extensamente en el salón principal. La revista La Biblioteca, heredera de una iniciativa de Groussac, logró publicar cinco números (entre 1957 y 1961) y fue, en manos de Borges, una revista literaria y “una de sus alegrías”. Clemente afirma que en los diferentes avatares políticos que vivieron, acudían en alguna ocasión emisarios del Gobierno que querían revisar la bibliografía de algún tema sensible o reorganizar la estructura administrativa. “¡Acá no tocan nada, esto es la Biblioteca Nacional!”, les despachaba Borges.

 

Salvo alguna disputa literaria (Clemente era muy orteguiano y Borges no soportaba a Ortega, no sabemos si después de leer el ensayo Misión del bibliotecario), el único desacuerdo que tuvieron, recuerda el subdirector, fue a costa del proyecto de la nueva sede. “Déjese de embromar, estamos acá en el sur, mire qué lindo es esto, el acordeón que tocan enfrente”, comentaba Borges. Mientras el subdirector redoblaba los contactos políticos para conseguir que se construyera el nuevo edificio, el director hacía declaraciones explosivas a la prensa: “Parece una máquina de coser”. La actual ubicación de la Biblioteca Nacional de Argentina, en la calle Agüero –en el barrio de Recoleta–, fue inaugurada después de muchos avatares en 1992.

 

En 1973, al volver de nuevo el peronismo al poder, Borges fue invitado a pedir la jubilación como director de la Biblioteca Nacional, lo que aceptó de buen grado. Clemente siguió un par de años más y siempre afirmó que, aunque no le interesaba el proyecto de la nueva sede (“ni usted ni yo lo veremos”), tampoco se opuso, más allá de las declaraciones irónicas que no solía contener y, en definitiva, le dejó hacer. Borges honró a su fiel colaborador con la gloria literaria ya que juntos firman un libro que recoge ensayos de ambos: El lenguaje de Buenos Aires.

 

José Edmundo Clemente falleció el pasado 25 de junio, a los 94 años de edad. Quince días antes había sido inaugurada una estatua de Borges –sedente, con bastón y unos libros– en los jardines de la Biblioteca Nacional, que no era la suya: “De esta ciudad de libros hizo dueños/ a unos ojos sin luz, que sólo pueden/ leer en las bibliotecas de los sueños”.

 

Jorge Luis Borges y José Edmundo Clemente en el despacho de la Biblioteca Nacional de la calle México. La mesa circular fue diseñada por Paul Groussac cuando se estaba quedando ciego.

 

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