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Bibliotecas con fronteras

 

En un viaje reciente descubrí una librería de la isla de Skye, en el oeste de Escocia, que tenía por frontera la de las islas; quiero decir que todos los libros habían sido escritos por autores británicos, o se referían a temas británicos. Como ya hace unos cuantos años que descubrí las bibliotecas de sólo mujeres, en Londres (en este caso escritas sólo por mujeres), no me extrañó demasiado. Pero sí consiguieron sorprenderme cuando, al continuar mi paseo por la librería, descubrí que la siguiente habitación versaba sobre Escocia, con libros escritos por autores escoceses. En la siguiente se exhibían libros y autores de la isla de Skye, donde nos encontrábamos… y la siguiente, claro está, de la población donde se encontraba la librería, y cuyo nombre imperdonablemente no recuerdo. No vi otra habitación pero me imagino que, en pura lógica, de haber existido debiera haber sido una habitación con las paredes forradas de espejo y con un cuaderno en blanco con una pluma sobre una mesita para comenzar ahí mismo un diario.

 

Imagino que a cualquier viajero por Escocia le sonará esta anécdota, pues abundan los pequeños y también tranquilos altares de exaltación nacionalista, o de simple testimonio de amor al terruño, como sucede también en Irlanda o en Gales, por no salir de las islas. Lo que ya resulta más llamativo es comprobar hasta qué punto esta visión, que llamaré con fronteras, se ha ido instalando en la realidad europea, de modo que las tensiones interiores belgas, las de Chequia con Eslovaquia, o los exabruptos fáciles de escuchar en los Balcanes respecto al vecino más próximo no sólo son frecuentes sino aceptados como normales. No pretendo que no lo sean, ni negar una inercia que viene de muy atrás, en un continente en el que, al menos en las bibliotecas de Francia o de Italia que he visitado, sigue primando el universalismo. Lo que me parece extraordinario es que, entre gente medianamente leída o viajada, estas barreras mentales y en cierto modo étnicas sean aceptadas con la impasibilidad de lo normal. ¡Si hasta en los países escandinavos los daneses bromean sobre la seriedad de los noruegos y el estiramiento de los suecos como si fuese una realidad ontológica! Esto es, como si existiera tal cosa como un modo escocés de acercarse a los libros… sobre todo si estos tratan de Escocia. De existir ese modo nacionalista, ¿significaría que Stevenson, uno de los santos de la generosa literatura escocesa (y también de la mundial), no podría haber escrito sobre los mares del sur, donde se refugió al final de su vida, y donde, como Gauguin, pareció encontrar una suerte de refugio?

 

Mi historia en la librería de la isla de Skye resalta más si la comparo con lo que me sucedió, un par de años antes, en la mejor librería de Taipei, en Taiwán, que –dicho sea de paso- al igual que otras muchas abre veinticuatro horas al día.

 

Un viajero acude la primera vez con algunas prevenciones a una librería en país lejano y con idioma enigmático. ¿Para qué esa visita? Parece que es como pedir un cuchillo de carne en un restaurante vegetariano. Pero eso sólo sucede una única vez, pues al menos en Asia las librerías están dotadas de estupendas secciones en inglés, francés, y a veces hasta en alemán, español e italiano, y así ocurrió en esa y otras librerías, donde por cierto descubrí en inglés y francés a autores chinos de primerísimo nivel de los que en España no hemos oído ni hablar.

 

Pero en esa primera entrada lo que más me chocó fue lo primero que vi. Y fue, presidiendo en cierto modo toda la librería, una sección de “los maestros de la literatura universal” –así, maestros, con toda la inocencia escolar de la fórmula- donde se había reservado lugar a los dos o tres clásicos indispensables de la literatura china (los Sueños del pabellón rojo, de Cao Xueqin, o el Viaje al oeste) pero toda la biblioteca daba refugio a lo que podría ser muy bien una sólida lista de recomendación de lectura sin fronteras: De Tolstoi a Hugo y Flaubert, de Dickens a Faulkner, Borges, Herodoto et ainsi de suite. Y no era la justicia o no de ese canon lo que llamaba mi atención, con las glorias nacionales que pudiesen o no haber sido olvidadas en esa suerte de medallero olímpico, sino justamente la ausencia de cualquier chovinismo nacional o tan siquiera continental o racial. El cosmopolitismo clásico de esa lista, que yo consideraba una regla de entrada, fue lo que por contraste tuve que recordar cuando visité la librería escocesa.

 

De modo inevitable –los recuerdos casi nunca llegan solos, sino enredados entre sí como las cerezas- también me vino a los ojos la inaudita visión de la nueva Biblioteca de Alejandría con jóvenes egipcias, muchas de ellas vestidas con hijab, ocupando los bancos en escalera de ese monumento que reconcilia con la arquitectura moderna para leer a Baudelaire o a Hugo. Lo sé porque, en una visita de un día entero a la biblioteca, pocos meses antes, que podía cambiar todos los prejuicios sobre lo que leen o dejan de leer los musulmanes, tuve la oportunidad de comprobar que esos clásicos eran los que se encontraban en los anaqueles de la literatura francesa.

 

Uno de los fenómenos más llamativos de entre todas las (no muy buenas) noticias relativas al libro que se dan en estos tiempos lo constituyen las bibliotecas populares de Colombia que, en ciudades como Medellín o Bogotá (y a veces, me parece, con la ayuda de la cooperación española) han pasado a ocupar territorios que hasta hace nada eran terreno de bandas y de pago de derechos por el paso de invisibles aduanas. Para empezar, físicamente. Y queda la esperanza de que sea para revolucionarlos. Pues, sin caer en el buenismo bien intencionado, sí es cierto que la implantación de estas bibliotecas, que son también revolucionarias en el diseño arquitectónico, han contribuido a cambiar las costumbres de esos barrios para rebajarles la tensión y abrirles el horizonte y darles alguna esperanza, como corresponde a los lugares con libros. Y hasta donde yo sé, y como ya vamos viendo es norma fuera de Europa, los catálogos de estas bibliotecas proponen una lectura universal, alejada en lo posible de los localismos exclusivistas.

 

En cierta ocasión me dijeron en Inglaterra que si se interesaban tanto por Estados Unidos es porque lo que sucede en Estados Unidos termina por suceder en Inglaterra y en Europa. Y dado el ombliguismo de la cultura anglosajona –baste saber que para un escritor hoy la traducción más difícil de conseguir es al inglés, el idioma más global-, no termino de saber dónde sucedió antes, si en Londres o en Nueva York. A mí me sucedió hace veinte años en Londres, cuando en una de las librerías clon de las tres o cuatro cadenas que han sustituido a las mejores librerías del mundo, me cansé de recorrer los anaqueles de jóvenes, ciencia ficción, autoayuda, género, etcétera, para finalmente encontrar (en unos anaqueles más delgados, lo prometo), la sección de literatura. Y ahí estaban, casi todos en “saldo”, los autores que yo esperaba encontrar en cualquier librería.

 

 

 

 

Pedro Sorela es escritor. Su último libro se titula El sol como disfraz, publicado por Alfaguara. En Twitter: @pedrosorela 

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