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ArpaBibliotecas y vampiros multinacionales. Cortázar y los superhéroes

Bibliotecas y vampiros multinacionales. Cortázar y los superhéroes

Comienza con un niño que raya las portadas de unos discos de vinilo. Es Temuco, sur de Chile, años finales de la dictadura. Ese es el telón de fondo. Y ahí está el niño: rayando esos discos que en algún lugar de la casa –cerca de la chimenea a leña– ya llevan un tiempo juntando polvo. Son los Beatles, Violeta Parra, Víctor Jara, Dean Reed, Los Jaivas, Los Blops, Mercedes Sosa y el escritor argentino que parece un gigante. O un X Men. Pero el niño –tiene seis años–, todavía no sabe quiénes son los X Men y quién es realmente Julio Cortázar y por qué, en la foto de aquel disco, esas manos son tan grandes.

Ahora el niño dibuja sobre la portada del disco de aquel escritor argentino que recita cuentos y poemas y en vez de erre dice egge. Al terminar lo pone sobre un sillón y se aleja, para tener perspectiva, para tomar distancia de su intervención artística. Julio Cortázar por él mismo, dice la portada del disco. Ahora Cortázar tiene lentes, un afro y una cicatriz. El disco es de su madre. En verdad casi todos los vinilos son de su madre, quien alguna vez fue hippie, pero eso es otro tema. El niño pone el disco de Cortázar junto a los otros, a un costado de la biblioteca de sus padres, y sale al patio.

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Ahora una confesión.

Siempre he querido armar una antología que se llame La biblioteca de los padres o La biblioteca de mis padres. Pedirle a diferentes escritores que cuenten cómo era o recuerdan la biblioteca con que crecieron. Y si les afectó o no en el hecho de ponerse a escribir y a leer. Por muy portátil o estática, mínima o majestuosa, best seller o “alta literatura”, que haya sido esa biblioteca, ahí, me parece, hay algo. Uno de esos pie forzados que a su vez obliga a inspeccionar ciertos rincones incómodos.

En mi caso tuve suerte. Recuerdo una biblioteca grande, incluso un poco amenazante. Como toda biblioteca, la de mis padres tenía vida propia; se desordenaba sola, los libros cambiaban, algunos desaparecían para siempre, otros resucitaban, etcétera. La mayoría de los títulos eran de mi abuelo materno, un abogado que subrayaba casi todo, que agregaba notas al pie al final y que incluso insertaba recortes de diario con reportajes sobre el autor o el libro. El resto de los títulos era una mezcla entre los de mi padre y madre; algunos sobre teoría política, muchas novelas latinoamericanas, búsqueda espiritual, marxismo, Tarot, las obras completas de Anais Nin, mucho de Henry Miller, un libro sobre el Kon-Tiki y varios de Julio Cortázar.

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Mi primera biblioteca fue de cómics. Creo que la comencé por aquellos mismos años en que rayaba las portadas de los discos. Iba todos los fines de semana a unos quioscos en el centro. Ahí preguntaba por las “novedades” que en realidad eran las sobras de las importadoras de historietas argentinas. Esa fue mi primera experiencia de lector, de consumidor de narrativa, de historias y literatura. Recuerdo el día que compré el número uno de Superman; cuando completé Una muerte en la familia, la saga de Batman en que muere Robin; y cuando Fantomas contra los vampiros multinacionales cayó en mis manos, aún sin creer que el autor era Julio Cortázar, uno de los escritores que tenía una presencia totémica en la biblioteca de mis padres.

Aunque acá puede que mienta un poco. O que mi recuerdo se resbale. Fantomas contra los vampiros multinacionales estaba en la biblioteca de mis padres y tal vez lo leí, sí. Pero por razones que ya ahondaré, me tocaba leer Cortázar a la fuerza, todas las noches, así que lo más probable es que no lo leí hasta años más tarde.

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El asunto era así.

Todas las noches me tocaba ir a la biblioteca y seleccionar algunos de los libros del autor argentino al cual le había dibujado lentes, un afro y una cicatriz. Tenía que abrir el libro, hojearlo y escoger uno de los relatos. Ese era mi castigo por rayar discos. Leer a Cortázar. Debe ser la única vez en que un castigo funcionó conmigo: en vez de odiar a Cortázar, me pareció interesante, aunque de a poco, como una onda expansiva y tardía.

El libro que me gustaba entonces era Final del juego. Lo seguimos de forma desordenada junto a mi madre, sin hacerle caso al índice, hasta que llegamos a ‘Los venenos’, relato en el cual nos anclamos. Leíamos un par de páginas, hasta que se terminaba, y volvíamos a empezarlo y así (sigue siendo mi favorito de Cortázar).

Después estuvo aquel verano de Rayuela. Y luego ese otro verano en que volví a Rayuela, ahora de la forma convencional, ahora sintiendo que esa era la literatura de los padres y que era momento de la distancia. Además, nunca me gustó la Maga porque en mi colegio, de izquierda y lana, todas mis compañeras eran de alguna forma la Maga y yo quería alguien como la Susan Sontag que aparece en Fantomas contra los vampiros multinacionales. Las Magas eran esquivas, hermosas, enigmáticas y sentía que para hablar con ellas había que, como en la segunda parte de Rayuela, poner una tabla entre dos edificios y cruzar sin miedo, sin mirar hacia abajo. Y yo siempre miraba hacia abajo.

Por último, y esto lo recuerdo con claridad, estuvo el momento en que leí el libro de Fantomas. El momento en que mis padres se separaron y la biblioteca se dividió en dos. O en tres: yo me quedé con varios de los libros, partiendo por el cómic que tenía en mis manos.

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Muchos años más tarde regreso a Fantomas contra los vampiros multinacionales. Lo leo de un tirón. Me pongo a buscar información sobre este ¿libro?, ¿cómic?, ¿objeto collage? que hoy es una nota al pie en la bibliografía de Cortázar.

Lo primero, creo, es aclarar quién es Fantomas.

Posibles respuestas: Fantomas es un antihéroe. Fantomas es una “amenaza elegante”. Fantomas es un Batman francés creado en 1911 por los escritores Marcel Allain y Pierre Souvestre que protagonizó libros, películas y muchos cómics. Fantomas es un héroe revivido en México durante los años sesenta obra de la editorial Novaro. Fantomas es el protagonista de una historieta (‘La inteligencia en llamas’) en la que aparece junto a Julio Cortázar y que Cortázar usaría, a su vez, para escribir un experimento literario. Fantomas es “un gentleman de capa violeta y máscara blanca (que) se lanzaba de cabeza hacia el lector” y que en ese experimento literario, a medio camino entre el cómic y la novela, salvaba el mundo.

Lo segundo es la trama.

Cortázar revive la problemática que Ray Bradbury expandió en su novela más famosa, Fahrenheit 451, pero en cómic y como alegoría de lo que sucedía con las dictaduras en América Latina. Así, Fantomas contra los vampiros multinacionales es la historia de un bibliocidio. Las principales bibliotecas del mundo arden: Roma, Londres, Calcuta. Los libros desaparecen y con eso la cultura se desvanece. También es un problema para los escritores: al parecer están bajo una amenaza y no pueden publicar más libros. Si se ponen a escribir, algo les pasará. ¿Quién está detrás de esto? No sabemos. Al parecer un tal Steiner, enemigo de Fantomas, el héroe que también es un playboy rubio y conocedor de la obra de Bertolt Brecht.

De eso se entera el narrador en un viaje en tren desde Bruselas a París. El narrador es Cortázar o un tipo que se parece demasiado a Cortázar y que responde al nombre de Julio, y quien al enterarse de que las bibliotecas se queman, intentan contactar a sus amigos. Habla con Susan Sontag, con Octavio Paz, Alberto Moravia y otros. Pero es tarde. Sontag, por ejemplo, siguió su terca vocación intelectual. Quiso escribir un artículo y le rompieron las dos piernas. Ahora está en el hospital y le reprocha al narrador –Cortázar– que el resto del mundo no sepa sobre las dictaduras en América Latina, que para qué sirve ser un intelectual si suceden cosas estas. “Esos generales son tan simpáticos”, dice Sontag sobre Pinochet y los demás militares, “con sus uniformes planchaditos y siempre como un equipo de fútbol, en dos dos filas y muy serios”. Cortázar se queja de que pese a hablar en entrevistas sobre el estado actual, no mucho más que hacer, de otra forma se cae en la caricatura del intelectual comprometido: “tengo la impresión de ser uno de esos grandes putos del cine que se mueren por la publicidad”, le dice a la estadounidense y ella le responde: “Don’t cry, baby, don’t cry, mamá te dará una banana de postre si eres bueno”.

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Así es cómo regreso a este cómic y me río de la forma en que el narrador habla de sus amigos escritores. Lo hace como si fueran La liga de la justicia o los X Men (anoto en una libreta: Mario Vargas Llosa como Magneto; Gabriel García Márquez como el Profesor X; José Donoso como Bestia; y Julio Cortázar como Gambito, el mutante francés que también habla con egges en vez de erres). Ahí hay algo exagerado, pero también típico del zeitgeist intelectual de ese momento: el escritor como agente de cambio, el Boom en su máximo esplendor, esos hombres “certeros, comprometidos, hermosos, siempre jóvenes, cultos, generosos, bocones” que Fabián Casas pide que vuelvan a la literatura. Son los años en que Cortázar se compromete, a partir de Cuba, y al mirar en retrospectiva su obra anterior –relatos como ‘Los venenos’–, la halla acaso demasiado personal.

Por eso este encuentro entre Fantomas y Cortázar, en 1975, no se puede entender sin la coraza socio-cultural. Todo parte cuando Cortázar integrara el Tribunal Russell, una organización que buscaba informar sobre los atropellos a los derechos humanos en América Latina. Por eso el cómic, de corte masivo, serviría de catapulta para hablar sobre eso. El formato le permitiría llegar a más lectores. “Susan”, le dice Cortázar a Sontag en una de las viñetas, “nuestros pueblos están alienados, mal informados, torcidamente informados, mutilados de esa realidad que sólo unos pocos conocen”.

La primera tirada de Fantomas contra los vampiros multinacionales es de 20.000 copias que se venden en quioscos. Luego, años más tarde, hubo dos ediciones argentinas en los setenta y una pésima actualización de la editorial española Destino en el 2002. Una de las argentinas –nunca supe cómo– llegó a Santiago de Chile en plena dictadura y de ahí a Temuco, a un quiosco del centro de la ciudad, y luego a la biblioteca de mis padres.

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Una anécdota que circulaba en mi colegio de izquierda y lana: que los milicos, en 1973, entraban a las casas y quemaban libros del cubismo porque pensaban que se relacionaban con el comunismo. Me la contó uno de las Magas. Su abuelo, como el mío, tenía una gran biblioteca, pero además él participaba del partido socialista. Recuerdo que mi compañera me dijo, tiempo después, que habían tenido que enterrar otros libros, para evitar que los quemaran, y que la mayoría de esos, ahora, eran suyos. Así fue como empezó su biblioteca, me contó.

Pienso en esa anécdota a partir de la antología sobre bibliotecas de padres. O familiares. Si leer consiste en crearse una identidad, y crearse una identidad significa en algún momento distanciarse de los padres (o matarlos), entonces armar la biblioteca de uno, creo, es la forma en que se demarca el territorio personal. Para mis padres aquello significaba no sólo romper con sus padres; también pelear contra una dictadura que, como los vampiros multinacionales, quemaban libros y torturaban gente.

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Termina con otra biblioteca. Y como todas las bibliotecas, una que no soporta el orden, en parte porque en los últimos años he estado entre Nueva York y Santiago y la vida se ha vuelto portátil y digital. Pese a eso, todavía hay áreas que recuerdo perfectamente. Ciertos estantes y los libros que hay en mi biblioteca, como ese rincón reservado para Cortázar. Ahí está Fantomas contra los vampiros multinacionales junto a Rayuela, los tres volúmenes de Cuentos completos y esos vinilos llenos de polvo y con dibujos en las portadas que nunca he querido volver a escuchar.

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