Home Acordeón Bielorrusia es la paz. La estrategia de Lukashenko

Bielorrusia es la paz. La estrategia de Lukashenko

 

“¡Vasili! ¿Cuántos centímetros?”, dice un agente con mi cámara de fotos en la mano. Se la enseña a un compañero para saber si la puedo pasar o no. Lleva dos minutos registrándome con diligencia: los calcetines, los aplanados bolsillos del pecho, el cinturón, los pliegues del pantalón. Me pide que me quite la chaqueta y me desenrolle las mangas de la camisa. Aparta los billetes a un lado de la mesa, hojea mi pasaporte, destapa mi boli Bic y lo examina como si buscase cocaína. Vasili asiente con la cabeza. Ya puedo unirme a la masa de banderas y pancartas que copa la Avenida de la Independencia, arteria principal de Minsk, a nueve de mayo: aniversario de la victoria soviética contra el fascismo hace casi setenta años.

 

Es una mañana cristalina donde los papás compran helados y las parejas cruzan de la mano los puentes del río Sviloch. A primera vista, Bielorrusia es como un viaje Potemkin: una sucesión de avenidas limpias, mejillas sonrosadas y edificios que parecen tartas. No es una recuerdo vulgar del comunismo, sino un país de transporte puntual y seguridad urbana, couchsurfing y visibles dosis de mercado. Por eso, hasta los plumillas más avezados ceden a la tentación, uno tras otro, de comenzar sus crónicas alabando las calles de Minsk y sus coches modernos: “Minsk parece la versión de un libro para niños de la Unión Soviética. Pero esta es una Unión Soviética que, a diferencia de la original, ha aprendido a limpiar sus ventanas y a fabricar frigoríficos que no gotean todo el día. Las tiendas están llenas de comida, y lo que es mejor: puedes comprarla[1]”. “Impoluta, elegante, tan limpia que te dan ganas de caminar descalzo”[2]. “Si la Unión Soviética hubiese tenido este aspecto, probablemente hubiese durado más”[3].

 

Sin embargo, los amables ciudadanos, que tan ufanos pasean bebiendo kvas y sacándose fotos de familia, tienen los pies hundidos en el barro de una burocracia protectora y despiadada a un tiempo. En lugar de partido único, el esqueleto de Bielorrusia es una cadena de mando que se extiende desde la oficina presidencial hasta los puestos rasos de la industria, llenando instituciones y empresas públicas y pendiendo como una espada sobre las escasas compañías privadas. La autoridad del presidente, Aleksandr Lukashenko, tiene dos patas: una es la propia economía, controlada por el Estado en un 70% para garantizar unos mínimos sociales de acabado soviético; la otra, un aparato policial omnímodo capaz de materializarse allí donde tiemble una hoja. Este planteamiento social funciona gracias a la energía barata y los subsidios de Rusia. Las ruedas dentadas giran impulsadas por la astucia del dictador. En la cumbre, Lukashenko evita la creación de grupos de poder cambiando de puesto a los altos cargos o barriéndolos mediante purgas judiciales disfrazadas de lucha anticorrupción. En la base, la inmensa mayoría de los contratos de trabajo están sometidos a renovación anual como amenaza para desobedientes[4]. Así, cada bielorruso, en mayor o menor medida, cumple un rol en el teatro del socialismo. Los profesores tienen que acudir a desfiles oficiales con cierto número de alumnos. Los médicos hacen firmar a sus pacientes en apoyo al presidente. Los directores de fábrica piden a sus empleados que participen en el voto anticipado. Los estudiantes de universidad organizan eventos públicos a cambio de créditos[5]. Los subbotniki (sábados de “trabajo voluntario”) siguen siendo habituales, así como numerosos métodos de castigo mediante trabajos forzados. Si un eslabón se niega a colaborar, es inmediatamente reemplazado, detenido o arrojado al mero desempleo. 

 

Este cuidado sistema, casi artesanal, meticulosamente tallado para prevenir dolorosos brotes de oposición, se llama Vertical. La Vertical atraviesa como una lanza toda la pirámide social bielorrusa y llega hasta su propio pasado, hecho de ocupación, genocidio y guerra, y nostálgico por antonomasia del régimen comunista. Es la popular teoría del trauma: Bielorrusia sufrió tanto durante tanto tiempo, que tiene pánico al azar y prefiere seguir viviendo la siesta de previsibilidad y vigilancia que reinó de 1945 a 1989. Este sentimiento habría sido capitalizado por Lukashenko, para quien el mercado y el parlamentarismo son un aquelarre de caos y oportunismo. Es como un caso nacional de estrés postraumático, donde el paciente rechaza salir de nuevo al aire libre por miedo a sufrir otra vez los mismos horrores, permitiendo que una mano firme y protectora lo mantenga en cautividad.

 

Éste sería el historial:

 

Hasta 1991 (con la excepción independentista de 1918-1919), Bielorrusia nunca fue país, sino provincia. De la Rus de Kiev, del Gran Ducado de Lituania, del Reino de Polonia, del Imperio Ruso, de la Unión Soviética. Su nombre cambia con la época y el ocupante; sus fronteras bailan al son de los imperios colindantes, que trenzan su acero en territorio bielorruso (desde 1507 a 1939 Rusia y Polonia se hicieron 16 guerras: más de tres cada siglo). Es como un hombrecillo bonachón intentando separar a dos boxeadores gigantes, todo sangre y moratones, incapaz de alimentar ningún atisbo identitario, los pies inestables, los brazos débiles, inclinada su cerviz en un paisaje somnoliento de ciénagas y llanuras boscosas. 

 

El siglo XX sólo trajo más barbarie.

 

Las fronteras bailan de nuevo tras la Primera Guerra Mundial, y la infancia del bolchevismo permite a Bielorrusia un margen estrecho para la autoexploración. Pero los poetas y escritores, que fundan periódicos en su lengua nativa y coquetean con un futuro independiente, son aplastados por un cambio de aires en Moscú. El estalinismo despliega una represión creciente: prohíbe, detiene, deporta y acaba tocando techo. Entre 1937 y 1941, el NKVD cava y llena en los bosques de Kurapaty, al norte de Minsk, más de 500 zanjas con capacidad para albergar entre 50 y 250 cuerpos cada una. La policía cosecha las víctimas en pueblos y ciudades y las conduce al bosque. Éstas son llevadas al borde de las zanjas, donde, sujetas por dos agentes, reciben un tiro en la base del cráneo. Los cuerpos son dispuestos en filas y cubiertos de arena. Pese al escrupuloso secreto de las autoridades, algunos habitantes bautizan el camino de Kurapaty (nombre de la flor blanca que prolifera en la zona) como “carretera de la muerte”. Las cifras totales oscilan entre 100.000 y 250.000 cadáveres[6], la mayoría de intelectuales y religiosos, nacionalistas, polacos o simplemente profesionales destacados. La intelligentsia bielorrusa, única posibilidad de construir, a medio plazo, un espíritu nacional, es completamente liquidada. 

 

En 1941 cambian los uniformes.

 

Adolf Hitler planea transformar Europa oriental en una inmensa granja alemana; quiere acabar con los judíos y reducir la población eslava al mínimo adecuado para trabajar, como esclavos, en futuras explotaciones agrícolas. Los planes de exterminio están a punto: el cupo para Bielorrusia es del 75%. El verano del 41, la república encaja la embestida sorpresa de la Wehrmacht contra la Unión Soviética (sorpresa para Stalin; sus espías y altos mandos le advirtieron varias veces sobre un ataque inminente).

 

Los nazis encuentran en Bielorrusia una situación diferente a la de Hungría o Polonia.

 

Pese a que un tercio de los habitantes de Minsk son judíos, resulta difícil identificarlos. Su religión no figura en el pasaporte, los apellidos han sido rusificados. Pocos viven en comunidades estructuradas, no airean sus tradiciones, carecen de líderes visibles. El rodillo bolchevique los ha uniformizado. Y esto supone un grave problema para el invasor. El ejército alemán carece de personal suficiente para gestionar la Europa ocupada, y allí donde va utiliza colaboradores locales, desde obreros hasta médicos, burócratas y policías. Incluso entre los judíos. Cada gueto tiene un judenrat o consejo formado por los judíos más influyentes, que se encargan de mediar entre su comunidad y los nazis, creyendo, posiblemente, que así suavizarán las cosas. Los nazis acuden al judenrat para censar a la comunidad judía, recaudar terribles impuestos, y, finalmente, organizar los traslados a campos de concentración. Es una manera de ahorrar personal y tiempo y completar la humillación de las víctimas, haciendo que colaboren en su propio exterminio.

 

En Minsk resulta difícil nombrar un judenrat. La población judía es demasiado numerosa y diáfana, y el gueto termina siendo una alambrada mal vigilada. Por otra parte, el grueso del ejército alemán rueda hacia las reservas petrolíferas del Cáucaso, asfixia Leningrado y ambiciona Moscú. No tiene soldados suficientes para controlar Bielorrusia. Y luego están los millones de prisioneros de guerra tomados por el camino. Los alemanes llevan años siendo educados en el odio hacia el eslavo; según la propaganda, el eslavo es un subhumano destinado a morir trabajando para el señorío germano. Hitler quiere fundar unos Estados Unidos de Europa dominados por el hombre ario, con sus plantaciones y mercados de esclavos. Una vez desplegado, el ejército nazi tiene órdenes de aplicar la mayor crueldad contra los pueblos soviéticos. Esto se refleja en los campos de prisioneros. La mayoría se montan en llanuras peladas y constan de una alambrada. Los cautivos son tan numerosos que permanecen de pie, apretados unos contra otros. Les han quitado la ropa de invierno, carecen de refugio y facilidades sanitarias, apenas comen. La tasa de mortalidad en algunos campos roza el 60%. Se multiplican las enfermedades y la muerte; estalla el canibalismo.

 

En cualquier día del otoño de 1941, murieron más prisioneros de guerra soviéticos que prisioneros de guerra británicos y estadounidenses durante toda la contienda[7].

 

Algunos soldados logran escapar hacia la vegetación intricada. La geografía bielorrusa, hecha de pantanos y llanuras y bosques recios, es un refugio natural desde antiguo, cuando los primeros eslavos rehuían las hordas montadas que de vez en cuando emitía la estepa. En 1941, la invasión viene del Oeste, y una constelación de soldados y campesinos organizan la guerrilla en las entrañas el bosque. Mientras, en el gueto, los policías judíos patrullan las zonas donde no hay riesgo de fuga, permitiendo un constante goteo de personas que huyen o se suman a la lucha armada guiados por niños. Parte del dinero recaudado por el judenrat termina en manos partisanas. De esta forma, guerrilla y gueto trenzan una resistencia difícil de percibir. Los partisanos dificultan las comunicaciones, hacen descarrilar trenes, golpean y se retiran. La resistencia urbana juega con la información, distribuye comida, organiza escondites y huidas.

 

El invasor, impotente, utiliza de rehén a la población civil.

 

Los nazis meten a pueblos completos en graneros a los que luego plantan fuego. Entierran vivos a los niños, ametrallan aldeas, condenan al hambre y gasean en instalaciones especiales. Capturan a familias enteras para obligar a uno de sus miembros a contactar con los partisanos[8]. Los partisanos responden a la traición y a la sospecha con represalias brutales. En 1944, la guerrilla (en sus diferentes cabezas; unas independientes, otras ligadas a Moscú) suma 370.000 miembros y controla casi dos tercios del territorio bielorruso. Es el ejército irregular más grande de la historia.   

 

Empujados por los partisanos y por el renacido Ejército Rojo, los alemanes dejan detrás un paisaje lunar: más de tres mil pueblos incendiados, infraestructuras arrasadas, montañas de cadáveres. Nueve de cada diez judíos han sido asesinados. Bielorrusia ha perdido la mitad de su población entre exilio y muerte a partes iguales; estadísticamente, se trata del país que más sufrió la Segunda Guerra Mundial.

 

 

*     *     *

 

Es una mañana cristalina en Minsk. Nada más cruzar el control, un joven encorbatado graba en vídeo el goteo de visitantes y toma notas de la pantallita con celo espartano. Cada cuatro o cinco metros, en ambos lados de la avenida, agentes del servicio presidencial hablan por walkie-talkie, miran su reloj y alzan la barbilla para ver por encima de la multitud; otros caminan entre la gente con las manos a la espalda, como si pasasen revista a las tropas. Hay cientos, miles de ellos; son la parte muscular y anímica de un Estado que saca pecho. Entre los colores oficiales (verde, rojo y blanco) que lucen banderas y carteles y racimos de globos, entre las orquestas militares, las cámaras de televisión y los ramos de flores, podemos distinguir aquí y allá pechos cubiertos de medallas doradas, sombreros de plato, cejas boscosas. Son los pocos veteranos que quedan de Gran Guerra Patriótica, inclinados por el peso de sus noventa años y escoltados por hijos y nietos, esperando a que comience el desfile que terminará en la Plaza de la Victoria.

 

En Minsk es todo así: Victoria, Octubre, Pueblo, Paz, Inmortal. Una realidad mesiánica y ampulosa como sus inmensas estatuas de torso amplio y ademanes tajantes: la imagen del comunista cuya impecable moral ha moldeado sus rasgos en oposición al capitalista mezquino de la propaganda: paticorto, barrigudo y fofo, que mira con altivez a través de su monóculo. Aquí, pese a los MacDonalds y cadenas privadas que decoran las calles impecables, pese a Facebook y los trenes puntuales, una seriedad mortal sigue dominando la vida pública, donde cada gesto rezuma extrema dignidad: los discursos, los medios, los nombres de calles, colegios y fábricas, y por supuesto la arquitectura, fría y colosal como corresponde a un imperio caído.

 

A las once y media empieza la marcha, encabezada por el presidente, Aleksandr Lukashenko, y su presunto tercer hijo, Nikolai, de diez años (al que lleva absolutamente a todas partes desde que apareció con él en 2009 sin dar ninguna explicación; se da por hecho que Nikolai nació de la antigua médico personal del dictador, hoy apartada de su lado). Varios metros por detrás está el cortejo presidencial de militares y apparatchiki mandados por los dos hijos mayores (cuya madre no aparece en público desde los años noventa): Viktor, número dos del régimen, y Dmitri, ambos bien redondeados por la vida en Palacio. Entre la nomenklatura y la multitud hay dos filas de seis jeeps militares en marcha lenta con banderas de la URSS y Bielorrusia y dos filas de policías uniformados. Este año, como el anterior y debido a la amenaza de bancarrota, el Estado ha optado por la sencillez: a diferencia de Rusia, no saca sus hileras de tanques ni sus divisiones enteras de soldados, y se ahorra también el interminable ritual de saludos a los altos mandos.

 

Comenzado el desfile, me pego a una fila de veteranos. La señora a mi lado va inclinada hacia delante, concentrada en el esfuerzo, embalada cuesta abajo con su bastón y dos rosas en el puño. A nuestra izquierda, detrás de la línea discontinua de agentes y de jóvenes soldados haciendo el saludo militar, centenares de niños y adolescentes exhiben pancartas, lanzan flores y gritan:

 

“¡Gracias por la victoria!”.

 

“¡Gracias!”.

 

Grupos de niñas de siete u ochos años, vestidas con el traje tradicional blanco y coronadas de flores, alzan los brazos y giran las muñecas al corear: “¡Gracias por la victoria!”. De vez en cuando una niña se desprende del grupo y entrega una flor a un veterano, que sonríe y saluda con cuidado de no perder el equilibrio.

 

Las bandas militares marcan el paso con canciones soviéticas.

 

A un lado de la señora va su bisnieta; al otro, sus hijos, casi ancianos, que se inclinan de vez en cuando para comprobar que todo va bien. La señora, decidida a alcanzar el obelisco, asiente medio temblando. Para los de su generación, que pasaron hambre y vejaciones, que pelearon en las ciénagas, que sufrieron bombardeos y chivatazos y aguantaron y traicionaron y mataron y salvaron vidas, bajar el kilómetro escaso que va de la Plaza de Octubre a la Plaza de la Victoria es como correr un maratón. Muchos no pueden, y esperan en la meta sostenidos por alguien o en silla de ruedas. ¿Qué ocurrirá cuando no quede ninguno? Son un activo viviente de la historia nacional y la propaganda, destinada a implantar una idea muy simple: que la batuta del dictador es la única garantía contra el horror de otra guerra como aquella. Un mensaje subliminal parecido, por supuesto, al del franquismo y otras dictaduras, y que se refuerza en todos los frentes. Los arrolladores medios oficiales (no hay ninguna televisión nacional privada en Bielorrusia; de las 166 emisoras de radio, 143 son estatales[9], como el 80%-85% de la prensa escrita) proporcionan una visión monolítica del pasado y la actualidad, centrada, como el resto de la burocracia, en perpetuar el régimen. Así, todo lo que pasa en Bielorrusia es bueno y positivo y tranquilo, porque es una tierra maravillosa de pleno empleo y gente paciente y generosa que salvó al mundo de los nazis. En el exterior, en cambio, los gobiernos siempre están a punto de caer por corrupción, crimen o huelgas salvajes, y además conspiran contra Bielorrusia. La educación sigue la misma línea (hasta el punto de limitar o prohibir interpretaciones alternativas, como los abusos infligidos por la guerrilla, los casos de colaboracionismo y la denuncia del terror estalinista), cultivando un respeto sagrado por el periodo bélico, mito fundacional, motor y corpus espiritual de la moderna República de Belarús.

 

La versión oficial y mayoritaria[10] es que todo empezó con la revolución de 1917, periodo de guerra y esfuerzos que sin embargo logró germinar, al final, una sociedad estable y avanzada. Antes de Octubre, todo era oscuridad e ignorancia, y la victoria decisiva sobre el fascismo en la Gran Guerra Patriótica, cuyo relato sigue vibrando en sobremesas y reuniones familiares, acabó de confirmar a Bielorrusia como una gran nación socialista. Esta teoría del sacrificio bélico adquiere sentido en las décadas siguientes, en el largo periodo de paz y relativa prosperidad que siguió a la victoria.

 

 

*     *     *

 

En 1945 el país amanece completamente devastado en forma y contenido. Stalin barrió a la intelligentsia nacionalista, Hitler a la comunidad judía, y una nueva ola de expulsiones masivas termina con aquellos sospechosos de albergar “sentimientos antisoviéticos”. Minsk ya no existe; apenas quedan construcciones en pie. La burocracia contempla Bielorrusia como un territorio virgen que, además, ya no hace frontera con el enemigo. Una nueva porción de Europa, desde Polonia hasta la mitad de Alemania pasando por Checoslovaquia, Hungría y los propios Balcanes, ha caído bajo la férula comunista. Los líderes partisanos cambian fusiles y botas embarradas por corbatas y despachos para reconstruir su país con el caudal de recursos que mana de Moscú. Ciudades y pueblos son rediseñados con nombres de batallas y héroes; florecen carreteras y granjas. Con los años empieza a llegar la industria pesada, alrededor de la cual surgen ciudades equipadas con hospitales y colegios, teatros, laboratorios, cantinas, fábricas y bloques de apartamentos inéditos en un país agrario. Pese a ocupar menos del 1% del territorio de la URSS, Bielorrusia llega a producir el 20% de las motos de la Unión, el 14% de los tractores y el 23% de la ropa sintética[11]. Si Ucrania es el “granero del imperio”, Bielorrusia pasa a ser su “cadena de montaje”. En 1971 recupera los 9,1 millones de habitantes previos a la guerra; ya es la república con mayor nivel de vida después de la Federación Rusa.

 

Pero el desarrollo económico tiene un precio: la identidad.

 

El idioma bielorruso desaparece de la faz pública; buena porción de la nueva nomenklatura proviene de Rusia, donde se cocina la historia oficial de pasado común cimentado por la revolución y la lucha contra el fascismo. El Kremlin de Brezhnev reconoce a su pequeño vecino el esfuerzo bélico. Nacen el Museo de la Gran Guerra Patriótica, la Colina de la Gloria, el Memorial de Jatyn, la Fortaleza de Brest. Centenares de obeliscos, llamas eternas y soldados graníticos pueblan hasta el ultimo rincón del espacio urbano. Bielorrusia es nombrada “república partisana” y Minsk una de las once “ciudades héroe” de la Unión Soviética. Incluso se coquetea con la idea de que Bielorrusia es la única república sin disidencia[12].

 

El statu quo soviético goza de un apoyo que ni Chernóbil (Bielorrusia fue el país más afectado al padecer el 70% de la contaminación[13]) ni la perestroika logran quebrar. En el referéndum de marzo de 1991, el 83% de los bielorrusos apuestan por la continuidad de la Unión Soviética; en agosto, su comité central elude condenar a los golpistas que pretenden derrocar a Gorbachov y restaurar la ortodoxia[14]. La independencia les arranca el techo como un huracán. La industria queda huérfana de mercado; aparecen la escasez y el paro. De un lado, los viejos apparatchiki se reparten el Estado; de otro, el nacionalismo renace con el descontento, y desde un rincón del escenario, casi a gritos, un técnico agrícola de hombros anchos y currículum irregular logra conquistar un escaño en el Soviet Supremo: Aleksandr Lukashenko irrumpe con estridencia; se apoya en los mítines y en jóvenes políticos oportunistas que lo utilizan como ariete. En 1993, preside el comité anticorrupción, que domina como piloto de cuadriga, soltando latigazos en todas direcciones con verbo atrevido. A diferencia de la minoría nacionalista y de los viejos zorros, Lukashenko refleja las preocupaciones llanas, “el pan y la mantequilla”, del pueblo desamparado. Sus rivales se mofan de él, pues viene de un ambiente rudimentario, no tiene grandes contactos y habla ruso con acento campesino. Viacheslav Kebich, que es primer ministro y quiere llenar el recién creado puesto de presidente, ignora a Lukashenko; se refiere a él como su “futuro viceministro de Agricultura” y concentra sus energías en combatir a los nacionalistas.

 

En julio de 1994, el granjero denostado gana contra todo pronóstico las primeras y últimas elecciones limpias de toda la historia de Bielorrusia.

 

Desde entonces, además de perfeccionar su poder absoluto, Lukashenko ha revertido punto por punto el breve renacimiento nacional de los noventa. Su administración ha restaurado el ruso como segundo idioma oficial (que, al fin y al cabo, es la lengua materna de nueve de cada diez bielorrusos), la bandera soviética y los festivos comunistas. La televisión sigue produciendo películas bélicas estilo Mosfilm; en lugar de publicidad, los carteles que vemos a los lados de la carretera muestran veteranos uniformados y niños felices sosteniendo ramos de flores. Diez años después de la independencia, el 99% de las calles de Minsk seguía conservando su nombre original. Incluso la pena de muerte, aunque a diferente escala y por delitos tipificados en el código penal, sigue llevándose acabo con técnicas escrupulosamente estalinistas: en secreto y de un tiro en la nuca[15]. A día de hoy, y pese a que siempre gana las elecciones con más de un 80% de los votos, los sondeos independientes dan a Lukashenko un apoyo nacional de entre el 31 y el 40% (el doble que la oposición)[16].

 

Es la ausencia de nacionalismo (en su definición primaria de devoción a los intereses nacionales) lo que hace a Lukashenko posible (…). Increíblemente, Lukashenko es el único líder fuerte bielorruso en la historia y el primero en encontrar los medios de galvanizar a las masas (…). En ningún otro lugar de la región poscomunista, los conceptos occidentales de democracia moderna encontraron tal vacío[17].

 

 

*     *     *

 

La marcha llega, por fin, al obelisco, varias veces acordonado por el enjambre de agentes. Lukashenko y su presunto hijo pequeño depositan una corona de flores frente a la llama eterna que recuerda a los caídos. Les imitan los funcionarios de corbata ancha y la maraña de soldados que se despliegan con una flexibilidad impresionante, como si estuviesen conectados por un sistema nervioso invisible y disciplinado. En las alturas del plaza, sobre dos bloques de viviendas, podemos leer:

 

“Las Hazañas del Pueblo son Inmortales”.

 

Lukashenko sube a la tribuna y pide un minuto de silencio. Luego, lee con tono cansado una larga lista de agradecimientos al valiente pueblo que salvó al mundo. Este año, como el pasado, va vestido de traje (posiblemente antibalas, dada su holgura y aspecto pesado); hasta 2010 llevaba uniforme militar verde caqui (igual que su presunto hijo pequeño) con sombrero de plato ribeteado de rojo y dorado, como si el Partido le hubiese aureolado para ordenar el caos universal.

 

Cuando acaba, centenares de voces marciales rematan el discurso:

 

“¡Urraaaaaa! ¡Urraaaaaa!”.

 

Y terminan los festejos; desaparecen el dictador y sus agentes, rompe la masa, vuelve el tráfico y los creyentes aprovechan para hacer ofrendas a los héroes comunistas. Se forman corros alrededor de los pocos veteranos que todavía cuentan batallitas con lucidez y voz enérgica. Cuando un anciano con dientes de oro alza los brazos al acabar su historia, las chicas que le rodean estallan en aplausos y se turnan para sacarse fotos con él. En aquel panorama de nostalgias, llaman la atención unos retratos de Lenin y Stalin. Sus porteadores guardan un minuto de silencio frente a la llama eterna. Después, uno de ellos, el cabecilla, más joven, instruye a un estudiante chino sobre las infravaloradísimas cualidades de Stalin, el Padre de los Pueblos, el Águila en la Montaña. “Si no fuese por él, ¡ahora hablarías alemán!”, y reparte panfletos con loas a su efigie. Varios curiosos cogen copias. El estalinista sigue hablando entusiasmado, con las cejas enarcadas en arrogancia. Se ha crecido. Un tipo con pelo canoso y coleta estilo Rousseau se acerca, toma una hoja con la cara de Stalin e inmediatamente, con el brazo estirado, la arruga en una bola y la deja caer. No dice, no expresa nada. El estalinista babea de furia y le da dos puñetazos torpes que no surten efecto.

 

El de la coleta se marcha con la dignidad intacta.

 

 

 

 

Argemino Barro es periodista freelance y realizador fascinado por la antigua Unión Soviética. Actualmente reside en Nueva York, donde termina una tesis sobre la dictadura bielorrusa como investigador invitado en la Universidad de Columbia. Antes trabajó como editor en París (cafebabel.com), realizador de documentales (Así es Asia) y periodista económico (Radio Intereconomía). En Twitter: @Argemino

 

 

 

Artículos relacionados:

 

La revolución pendiente de Biolorrusia y el espejo de Ucrania, por Eva Coronado

Bielorrusia, en los ojos de Olga Karatch, una disidente, por Lino González Veiguela

 

 

Notas


 

[1]    The comb-over Soviet-style tyrant who soon could be West’s favourite allies, Peter Hitchens. The Daily Mail, 19 de julio, 2008.

 

[2]    Minsk: the tidy road to regime perfection, Giovanni Angioni. cafebabel.com, 7 de febrero, 2008.

 

[3]    Lukashenko at bayThe Economist, 2 de diciembre, 2012…

 

[4]    Belarus: Background and US Policy concern, Steven Woehrel.

 

[5]    The Lukashenka phenomenon: Elections, Propaganda, and the Foundations of Political Authority in Belarus, David R. Marples (página 23). Ed: Program on East European Cultures and Societies, Trondheim. 2007

 

[6]    Belarus: The last European dictatorship, Andrew Wilson. Ed: Yale, 2011.

 

[7]    Bloodlands: Europe between Hitler and Stalin, Timothy Snyder (página 182). Basic Books, Nueva York, 2010.

 

[8]    La mayor parte de la información sobre la ocupación nazi de Bielorrusia pertenece a Bloodlands: Europe between Hitler and Stalin, de Timothy Snyder. Basic Books, Nueva York, 2010

 

[9]    Mass media in Belarus, página oficial del Gobierno bielorruso.

 

[10]   Chroniques sur la Biélorrusie contemporaine. Artículo de Alena Lapatniova: ‘Enquête sur les représentations de l’historie en Biélorussie’. Ed: L’Harmattan, 2001.

 

[11]   Bielorrusia: el hombre y los hechos, V. Borushko. Minsk, 1984.

 

[12]   Belarus: The last European dictatorship, Andrew Wilson. Ed: Yale, 2011.

 

[13]   Chroniques sur la Biélorrusie contemporain. Artículo de Michel Fernex: ‘La catastrophe de Tchernobil et la santé’. Ed: L’Harmattan, 2001.

 

[14]   The last dictatorship in Europe: Belarus under Lukashenko, Brian Bennett. Hurst & Company. Londres, 2011

 

[15]   Stalin sigue juzgando en Minsk, de Argemino Barro. El Huffington Post, 9 de octubre, 2012.

 

[16]   IISEPS

 

[17]   Democratic changes and authoritarian reactions in Russia, Ukraine, Belarus and Moldova, Karen Dawisha y Bruce Parrott (página 276). 1997. Ed: Cambridge University Press.

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