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Mientras tantoBien jodidos

Bien jodidos


 

“Estaba oscuro allí debajo, me gustaba estar ahí”.

La senda del perdedor, Charles Bukowski

 

 

Ya no tengo nada claro. Te pasas la vida seguro de ver de cerca y de lejos sin defecto alguno y ¡zas!, en un suspiro, a tomar por culo.

 

Siempre creí tener una vista prodigiosa. Y la tenía, al menos hasta el otro día, cuando retando a un amigo por comprobar la de quién era más perfecta entramos a una óptica y una señorita hermosa y con coleta me diagnosticó el eje torcido. Hay que joderse. Me quedé pasmado, como te quedas después de que Gwen Stacy muera, balbuceando en busca de obtener respuestas. ¿Qué coño significa tener el eje torcido? Si yo veo de puta madre, le decía, a lo que ella respondía que no me preocupara (nada grave, me decía), que no tendría que usar gafas. Lo que me faltaba; tener el eje torcido y encima no disfrutar de su mayor ventaja, el aire distinguido que se consigue usando gafas.

 

Desde aquel fatídico diagnóstico es obvio que no veo absolutamente nada. Me froto los ojos por picores cada pocos segundos, todo me resulta borroso e inclinado, me obsesiona el parpadeo, y cuando alguien pregunta qué pone en aquel cartel lejano (a lo que antes siempre respondía) agacho la cabeza y me resigno a mi existencia. He tenido desde entonces que renunciar a muchas cosas, por supuesto. Es un hándicap inesperado, un bache puñetero… un sin vivir. Ahora mi madre me llama a poner la mesa y respondo disgustado:

 

¡Mamá! Que tengo el eje torcido.

 

Quién pudiera… Pero bueno, uno se va acostumbrando. Lo del eje torcido me privará de muchas cosas, desde luego, pero no piensen que lo usaré de primeras como excusa. Cualquier pretexto tiene que ser elaborado con mimo, no ha de tomarse a la ligera, y no sirve nada que pueda no ser entendido. La nueva traba en mi vista podría no serlo, es duro admitirlo, y podría llegar a resultar poco creíble, ficticio, una coartada barata para el que desconozca mi trágica condición (a los que tenemos el eje torcido aún no sé cómo nos llaman). Y las excusas siempre, pase lo que pase, tienen que ser verosímiles. Para ello es fundamental lo siguiente: hay que hablar con seguridad, sin titubeos, no vale eso de ser tartamudo en las vocales; tomen aire, levanten las cejas, miren al frente, arrastren el pulgar sobre sus labios como si fueran Jean-Paul Belmondo en Al final de la escapada (pueden encender también un cigarrillo, si lo prefieren), inclinen la cabeza treinta grados hacia arriba y (aquí viene lo verdaderamente imprescindible) suelten una gran historia que resulte convincente. La siguiente declaración de hechos de Jhonny Depp tras destrozar la suite de un hotel hace ya años es todo un ejemplo, tomen nota:

 

“Llegué a mi cuarto muy cansado, abrí el armario, y de repente un armadillo saltó hacia los muebles, destruyendo todo a su paso, y al terminar saltó por la ventana y se fue dejando todo ese desastre.”

 

Brillante. Esto demuestra que es mejor estar preparado, por si las cosas se tuercen. Por si te pasa como a Martin Amis, y al salir de detrás de un matorral disimulando, mientras huye con el vestido remangado la señorita desconocida, chocas con tu novia deshaciéndose en sollozos; entonces la miras y preguntas “¿Qué te pasa?” con la boca llena de lápiz de labios. No sé si valdría en este caso otro armadillo, pero para la próxima mejor tener el discurso en la guantera, los dedos cruzados y un pañuelo en el bolsillo.

 

El jueves pasado fuimos a apostar unos chelines al hipódromo, por celebrar lo de mi eje torcido, y nunca pensé que fuese tan complicado seguir una carrera de caballos. Uno adelantaba a otro y otro a otro,  y yo miraba mis papeles y leía el número de por los que había apostado, entonces alzaba los ojos a la pista y el que iba primero bien podía ser un galgo que yo no me iba a dar cuenta. Me resignaba a escuchar el nombre del ganador por los altavoces y comprobar en mis recibos si era rico. Y nunca esperas que ocurran estas cosas, pero en la segunda carrera, que seguimos desinteresadamente desde el bar, llegaron a la meta los primeros dos caballos que llevaban por nombre algo que sonaba al apodo de una estrella porno rusa, y esto me convertía en ganador de muchísimo dinero. 66 euros. Prácticamente rico. Lo compartía con mi hermano, por haber pactado desde el principio el ir a medias, craso error, y un amigo se tiraba de los pelos porque antes de las carreras le habíamos propuesto jugar los tres juntos y repartir beneficios, a lo que con aire distinguido respondió que no. Pues 33 euros cada uno, entonces. Menudo botín. Lo celebramos y lo celebraron todos los amigos con los que estábamos como Higuaín en la final su gol anulado, cantando la invitación a una ronda. Salí de la euforia un momento e hice cuentas, y una ronda para todos costaba nuestro premio multiplicado por doce; implicaba dar la espalda a lo ganado e hipotecar hasta los calcetines, así que ante lo innecesario que resultaron las excusas (se hizo obvio que no habría manera) forzamos una sonrisa discreta y nos fuimos sigilosamente a cobrarlo. Cómo iba a invitar a nada en mi nueva circunstancia…¡Que tengo el eje torcido!, pensé.

 

De camino a casa esa noche, empezamos a discutir sobre si esto y lo otro y por aquí y por allá… hasta llegar al tema de la masturbación. Entonces un amigo tomó las riendas y se metió en un discurso digno del mejor estrado. “Pon en tu vida un pomelo”, dijo. Bueno, yo no sabía mucho de esta fruta, pero por lo visto deja la tarta de manzana de American Pie a la altura del betún. Las instrucciones que dio para un buen uso fueron las siguientes: Con un cuchillo de sierra se atraviesa el pomelo en dos estocadas dibujando una cruz, se introduce al microondas 30 segundos, ni uno más ni uno menos, se deja reposar unos instantes, y entonces se agarra con una mano o dos (a gusto del consumidor) y se coloca por debajo del ombligo a una altura y distancia razonable (según las tallas del consumidor), quedando así listo para un uso recreativo, sexual y saludable (por la vitamina C, supongo). Ahora me gustaría poner una advertencia como las que anuncian antes de un vídeo de riesgo, que diga que no lo intenten en casa, pero a estas alturas ya no hay nada que perder; será mejor que yo me retire y cada uno se lesione o lo disfrute por su cuenta.

 

La soledad, entonces, no está tan mal. Lo mío, sin embargo, sí es una lástima, con lo que yo he visto…, ahora ni alcanzo a leer las placas con los nombres de las calles, ni acierto siempre que revuelvo en el frutero, menudo disgusto. En fin, con lo que han sido mis ojos…, terminaré por tener que quitármelos y en un futuro consolar a mis hijos como James Joyce tras perder la dentadura tranquilizó al suyo: “No eran unos buenos dientes, de todas formas”.

 

Y pese a todo, hasta aquí, aún queda a lo que agarrarse. Pero si pierdes hasta el último centavo, lo de las excusas ya no te vale de nada porque todo se ha ido al traste (además no son lo tuyo), y no tienes a mano ni un pomelo, yo ya no sé qué decirte (espero que no tengas también el eje torcido, por el amor de dios); prueba con esto (Hank Moody y Charlie Runkle en Californication):

 

No te voy a dar mi 20% Charlie. Mi próxima nómina tiene que costear el nuevo vicio de mi hijo con las putas.

 

Estamos bien jodidos.

 

Sí, estamos bien jodidos, pero ya lo hemos estado antes…, por el culo, con las piernas detrás de las orejas, y sin una gota de lubricante. Pero siempre salimos sonriendo, y ¿sabes por qué?, porque esa es precisamente la clase de guarras despreocupadas que somos, amigo mío.

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