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Bienvenida a la crisis

¿Y tú no vas a la huelga contra la reforma laboral?

—No.

—¿Es que crees que los servicios sociales que tenéis los españoles son excesivos?

—Nunca los servicios sociales son excesivos. Pero si los que tenemos los pagamos con dinero que nos presta otra gente, que a su vez no puede permitirse esos servicios, entonces no debemos mantenerlos.

—Pues… no. En ese caso no.

—Bueno además… los pagamos con un dinero que nos prestaban para eso, pero que ya no nos van a seguir prestando.

 

Todavía muchos españoles guardamos entre los recuerdos infantiles la insistencia de la madre, cuchara en mano, cuando no teníamos apetito, implorando, “esta por los chinitos”, “esta por los negritos”. Todavía muchos recordamos a los niños, con unas huchas que reproducían en cerámica la cabeza de un asiático o un africano, pidiendo dinero algunos domingos del año para el Domund, o sea, para los chinitos y para los negritos.

 

Más recientemente, en las últimas décadas, los medios de comunicación repetían insistentemente la misma cantinela. Los ricos cada vez son más ricos y los pobres cada vez son más pobres. El 10% de la población mundial utiliza el 90% de los recursos del planeta. Y todo ello acompañado, en la prensa y en la televisión, de las imágenes de la pobreza, de madres que no pueden alimentar a sus hijos, y de sindicalistas proclamando los derechos de la clase obrera (es decir, de las personas que tienen un puesto de trabajo con muchas garantías).

 

Como es sabido, la diferencia económica entre Norte y Sur, entre Occidente y Oriente, se produce en los siglos XIX y XX, porque a partir de la primera revolución industrial de finales del siglo XVIII tienen lugar un desequilibrio grande entre demografía y productividad. Lo normal hasta entonces era que los países más poblados produjeran más y los menos poblados, menos. Pero a partir del siglo XVIII, los países menos poblados, en los que acontece la revolución industrial, empiezan a producir mucho más que los países más poblados. Hasta entonces India y China habían sido países igual de ricos que los occidentales, con unas balanzas comerciales equilibradas.

 

Cuando en Occidente se inventa el estado moderno y el desarrollo industrial, los países occidentales colonizan el mundo, acaparan las materias primas, las transforman y, efectivamente, gestionan el 90% de los recursos del planeta. Pero ese desequilibrio entre demografía y productividad empieza a corregirse después de la Segunda Guerra Mundial, y a finales del siglo XX se ha recuperado el equilibrio anterior al siglo XVIII. Más aún, como los “países pobres” aprenden la administración y la  tecnología  de los “países ricos”, pero tienen mucha más población, en el siglo XXI empiezan a ser los que más producen, los que más ganan, y los más ricos.

 

Mientras los pobres no tienen conciencia de ricos ahorran y ahorran, invierten e invierten, prestan y prestan. Y mientras los ricos no tienen conciencia de pobres, gastan y gastan, aseguran y aseguran, y piden y piden.

 

A veces son los acontecimientos inopinados los que le hacen a uno tomar conciencia de la propia realidad, de que ya no se es tan pobre y de que ya no se es tan rico. Acontecimientos como crisis inmobiliarias, financieras, tecnológicas o energéticas. 

 

Entonces los pobres empiezan a querer salarios como los ricos, vacaciones como los ricos,  pensiones como los ricos y sanidad y educación como los ricos, y a ser posible para todos. Y empiezan a subir sus salarios, sus pensiones, y a extenderse y mejorar sus infraestructuras, sus sistemas educativos y sanitarios. Entonces ya no quieren prestarle dinero a los que ya no son tan ricos, porque lo quieren usar ellos y porque es menos probable que se lo devuelvan. Y los ricos empiezan a sentirse menos ricos, y a experimentar que han vivido demasiado alegremente con dinero que le prestaban otros.

 

La crisis no es solamente buena porque hace que cada uno tome conciencia de su verdad, de su realidad, de que es lo que es y de que puede lo que puede, para que no viva en la inconsciencia de los adolescentes. Mucho más que eso, es buena porque es la herramienta para la realización de una justicia social universal que se rompió en el siglo XVIII, que fue proclamada por las izquierdas que surgieron y tomaron auge en los siglos XIX y XX, y que en el siglo XXI puede llevarnos a la realización efectiva de esa igualdad esencial o formal entre los hombres, reflejada también en el plano accidental y material.

 

A partir del siglo XXI, los pobres son cada vez menos pobres, y los ricos menos ricos, cada vez más los países gestionan una cantidad de recursos naturales proporcionada a su población, y la calidad de vida se va repartiendo más equitativamente entre todos ellos. Eso se expresa en las cifras que señalan que la expectativa media de vida se va igualando en todos los países, que la tasa de mortalidad infantil va disminuyendo a pasos agigantados en África, y que la población mundial urbanizada llegará a mediados del siglo XX al 80% del total, con el consiguiente acceso a todos los servicios sociales.

 

Naturalmente, los que sufren en sus propias carnes la falta de recursos económicos, esa pobreza a la que ya no tenían costumbre, gritarán señalando, desde luego a su daño particular, pero sobre todo a la vulneración de los grandes ideales éticos y políticos, que se han conseguido ciertamente con años de penoso esfuerzo propio, pero también con cierta dosis de explotación de los demás.

 

El lenguaje, que sabe más que nosotros, también ha dado testimonio de eso. En las dos últimas legislaturas, los líderes sindicales contaban cada tarde en el telediario cómo marchaba España. A partir de la crisis y de las elecciones generales de 2011, lo han seguido haciendo pero ahora vestidos de obreros de antes de la guerra civil. Han vuelto a proclamar los grandes ideales éticos y políticos de la igualdad, lo que se había conseguido para una población que antes denominaban “la clase obrera”, pero ahora ya no la han denominado con ese término “obrero”, que aparece en las siglas del Partido Socialista (“Obrero” Español), sino con los términos “clase media trabajadora”.

 

En efecto, la clase media ha absorbido a la inmensa mayoría de los españoles. Eso no quiere decir que en España no haya cinco millones de personas sin empleo, que no haya muchos desahuciados de sus viviendas, y que los comedores de Cáritas no estén desbordados de familias que pertenecen a esa clase media. No quiere decir que la escasez no la estén padeciendo unos más que otros. Y no quiere decir que no sea necesario ayudar a quienes más la padecen.

 

Pero también quiere decir que ahora todos los españoles somos algo más pobres, y que esa nueva pobreza que ahora asumimos, puede ser vivida con la alegría y el gozo de saber que contribuye a que también cada vez más “chinitos” y más “negritos” vayan pasando a formar parte de la “clase media trabajadora” de sus países.

 

Yo nunca he sido sindicalista, ni socialista, pero sí he sido pobre. Sí he vivido una infancia marcada por la extrema escasez. Y sé que en esa situación se puede ser feliz. Porque mis recuerdos de la infancia son recuerdos de extrema felicidad.   

 

 

 

Jacinto Choza es catedrático de Antropología Filosófica de la Universidad de Sevilla. Estudió en las universidades de Sevilla, Madrid y en la Columbia University de Nueva York. Sus libros más recientes son Locura y realidad. Lectura psico-antropológica del Quijote, Historia cultural del humanismo, Breve historia cultural de los mundos hispánicos e Historia de los sentimientos.

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