Hoy, 2 de enero de 1994, seguimos tratando de digerir la noticia: un grupo no conocido fuera de la selva Lacandona se ha alzado en armas contra el gobierno de México, contra el olvido y contra la injusticia. Imaginamos que serán aplastados, que los ‘arrancados’ [«Somos los arrancados / y esta es la única certeza», Javier Velaza] no pueden medrar en la pétrea coraza del poder.
Hoy 2 de enero de 2014 sabemos -si es que algo sabemos- que aquella siembra fue venturosa, que la cosecha ha generado autonomía, dignidad, construcción de alternativas. La Humanidad debería establecer el 1 de enero como el Día Mundial de la Cosecha, el día en que los zapatistas nos demostraron que es posible levantar otro mundo, incluso dentro de las fronteras de éste: tan vacuo, tan duro, tan cabrón.
Los hay que piensan que el zapatismo murió al salir de las noticias; que estando bajo tierra algunos de sus padrinos mediáticos (los Vázquez Montalbán o los Saramago); que siendo el narco el que matiza México; que en este tiempo postmoderno y rasposo los indígenas de Chiapas han perdido sentido y el sentido. Pero es al revés: el gobierno autónomo, horizontal, identitario y alterno de las y los zapatistas se ha consolidado, ha levantado escuelas y centros de salud que no se parecen a los nuestros, han abierto las puertas al aprendizaje mútuo con la Escuelita Zapatista, han recordado en cada comunicado que su silencio es un estruendoso grito de libertad.
El homenaje es necesario para un proceso que no cesa, que se contagia y que emociona. SI esto es y ha sido posible, otras semillas pueden prender en la tierra contaminada del planeta.