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AcordeónBilly Budd, marinero, y la naturaleza humana

Billy Budd, marinero, y la naturaleza humana

Todavía no está muy claro de dónde deviene la maldad. Varios estudios afirman que a veces se trata de algo innato, de una depravación aleatoria y natural, de un gen que poseen algunas personas, y tanto el origen como la consecuencia; la causa y el efecto, es interpretado –e incluso justificado– como una cuestión de mala suerte. ¿Por qué unos sí y otros no? ¿Por qué unos son malos por naturaleza y, otros, lo contrario? Debe ser que el azar, cuando se empeña a fondo, sabe cómo usar sus cartas –y hasta con qué mano repartirlas– para que la desgracia, la maldición, recaiga con todo su peso sobre un ser concreto. O que, en el lado opuesto de la balanza, la fortuna, el buen corazón y la nobleza se integren de tal forma en el carácter de un hombre, que todo lo que él representa y muestra en ademanes, en expresiones, en miradas, en talante, sea claro ejemplo de rectitud, de belleza y bondad. Sea como fuere, y poniendo el énfasis en ambas contradicciones, el mundo se empeña en dividir al ser humano en dos categorías: el hombre bueno y el hombre malo, como si no hubiese en su composición matices, agujeros, huecos internos por donde se filtra la dualidad, las dos caras de la misma moneda; la mezcla equilibrada entre la luz y la oscuridad. El ser humano, por mucho que se intente reducir a una sola cosa, no es claro ni transparente por naturaleza. No es bueno ni malo en su totalidad. Es más complejo que eso, más misterioso, más escurridizo y más cambiante. Demasiados factores –internos y externos– influyen y forjan su temperamento, y lo pincelan hasta convertirlo en un auténtico hombre o en una auténtica mujer, pudiendo llegar a explicar, e incluso determinar, el grado de malicia o de magnanimidad que los distingue e identifica como tal. Y al final, ser de una manera u otra, pertenecer a un grupo o a otro, ¿es una elección interna o externa? ¿Depende de uno o de los otros? ¿O se trata, como diría Soledad Puértolas, de “una enfermedad moral”, difícil de curar e inherente a las entrañas y al alma del ser humano?

Llegados a este punto, es posible que se estén preguntando qué tendrá esto que ver con la pequeña y última obra escrita por Herman Melville, Billy Budd, marinero –que el gran Benjamin Britten convirtió en ópera– y que fue publicada por primera vez en 1924, hace nada más y nada menos que un siglo. Y lo cierto es que tiene que ver todo, pues Melville, autor que todos recordarán por su legendaria novela titulada Moby Dick o aquella rareza, Bartleby, el escribiente, es uno de los grandes escritores, parejos a Joseph Conrad –a su manera–, que a los veinte años de su fallecimiento sería recordado principalmente no por su obra poética y literaria sino por sus crónicas de vida marítima. Pero como dijo en su día nuestro Manuel Vicent, aquello de que un verdadero autor se mide frente al mar, tanto Conrad como Melville no dudaron en medirse de frente y sobre el mar. Y es cierto que Melville fue uno de esos hombres, con espíritu poético, bendecido con la llamada a la mar. No era hombre de tierra, seco y yermo. Al contario, era tan voluble y cambiante como lo es el tiempo en alta mar. Ansiaba las mareas, el sabor a agua salada sobre su piel, las aventuras y las tempestades; el desafío de las fuerzas de la naturaleza cuando se vuelven incontrolables. En ese hábitat se encontraba; en ese hábitat, sin leyes ni propiedades, Melville hallaba su horizonte y punto fijo sobre el que apoyarse e ir en busca del rumbo y el destino que su alma tanto anhelaba. Empezó a trabajar como camarero en una fragata, después probó suerte en diferentes oficios como la enseñanza, la banca e incluso la agricultura, pero tras esa primera toma de contacto con la fraternidad, y también enemistad, con las luces y las sombras que asolan en el corazón humano cuando éste se halla en el abismo de los océanos, volvió a embarcarse como hiciera al comienzo de Moby Dick su Ismael, aunque no en una fragata sino en el ballenero Acushnet en el que navegó hasta los mares del Sur. Durante esos meses de travesía vivió lo que todo incipiente escritor necesita: experiencias, vida y tiempo. Experiencias que dejen huella, que trastoquen, que generen preguntas, y no por ello una inminente respuesta, porque de eso se encargará el tiempo. El mero hecho de mantener los ojos abiertos y no adormecer el espíritu, sino mantenerlo en una vigía constante, alimentando la sed de curiosidad para que ésta se vuelva insaciable. O que demande el contacto con una serie de personas y personajes que cuanto más extravagantes, variopintos y diferentes, mejor. Pero, sobre todo, que asome en su interior el valor de introducirse en una nueva realidad y nuevo mundo que, si es el que se ha perseguido desde que se tiene uso de razón, no habrá problema, pues la adaptación saldrá de dentro, como respuesta innata, mas si se trata de algo que no se perseguía de primeras y el azar ha sido el encargado de colocarte ahí, en medio de ese ciclón, entonces se te dará la oportunidad de ponerte a prueba, de desafiar hasta la extenuación la intrepidez que, se supone, afirmas tener.

Hay que reconocerlo, no muchos se atreven a hacerlo y optan por la sencillez y la tranquilidad de una vida maniatada, cercada, sujeta a unos márgenes inamovibles en los que no se contempla el más mínimo desajuste, y como al final todo es cuestión de carácter y de naturaleza, e incluso de físico y temperamento, analizando la entereza que transmite la fisionomía, el semblante y hasta la presencia que, a su manera, infundía Herman Melville, no sorprende que tuviera el coraje de sobrevivir entre caníbales o a un encarcelamiento tras haberse escapado de un ballenero australiano, donde fue testigo del amotinamiento por parte de la tripulación; que se adentrase en Palestina o arribase en el temible Cabo de Hornos. Y quizá la suma de aquellas vivencias fuesen el germen de una idea que se implantara en lo más profundo de su ser, de modo que, pasados los años, no fuera capaz de olvidar sino todo lo contrario. Que en las noches en las que los despertares y los espasmos, los tormentos y los remordimientos llaman a las puertas del subconsciente, y la razón se ve invadida por imágenes quiméricas teñidas de recuerdos, de terror o fantasía, la inspiración, como de costumbre, transmute en creación. Cierto es que los primeros borradores de Billy Budd, sailor –título original– llegarían cuarenta y tres años después de la primera obra de Melville, que fue Typee, publicada en 1846. A la que le seguirían otros títulos como Omoo, Mardi, Redburn, White Jacket, la ya citada Moby Dick, Pierre, Israel Potter, Benito Cereno, la mencionada Bartleby, The Encantadas, y algunos poemarios, como Battle Pieces, John Marr, Clarel o el último de éstos Timoleon. Y entre tanto, entre novelas, prosa, versos y poemas, además de escribir, Melville lidiaba con un enemigo mayor de lo que habría imaginado con su temido y legendario cachalote, un desasosiego que invadía de tiempo en tiempo su alma, impidiéndole ver con claridad, pensar con claridad, vivir, a fin de cuentas, con claridad. Quizá, aquella fuera su enfermedad moral. Un resquemor e inquietud vital similar a la que padecieron otros creadores como Fernando Pessoa o Francisco de Goya.

La desazón del espíritu a veces resulta tan dañina que ya no es que no haya cura para ella, sino que ni siquiera encuentra alivio en los quehaceres más sencillos. Es evidente que hay almas que nacen atormentadas. Que desde los primeros años se ven encaminadas a un futuro incierto en el que únicamente vislumbran pugnas internas, conflictos o colisiones de fuerzas antagónicas. Y, tal vez por eso, presentó, en la que sería su última novela, dos personajes que manifestaran esa lucha de contrarios tan poderosa y que, desde tiempos inmemoriales, ha perseguido y perfilado, incluso definido, al ser humano. Suele decirse que el hombre, como el mundo, están irremediablemente malditos. Que su final siempre será el mismo: la muerte, la destrucción, la enemistad, el combate… pudiendo elegir o escoger la hermandad y la belleza, parece que disfruta regodeándose en la oscuridad, en lo grotesco, o en hacer alarde de su monstruosidad innata, pues, haga lo que haga, no podrá desprenderse nunca de su parte animal. En este sentido, Melville estuvo más que acertado a la hora de inspirarse en la historia real y fatídica del apuesto joven gaviero de proa llamado Billy Budd y la balada dedicada a la memoria de éste, publicada el 19 de abril de 1891 en Portsmouth, titulada Billy encadenado, y escrita por uno de los testigos –miembro de la tripulación– que estuvo a bordo del Indómito, buque insignia de la Real Armada Británica, durante unos tiempos tan desconcertantes y convulsos para el alma y carácter del hombre como los presentes, cuando la mecha prendió en Francia, con la Revolución Francesa, y su llama no tardó en extenderse por los confines de los países vecinos hasta llegar a Inglaterra, donde se desperezó la subyugación y despertó, como consecuencia, la sublevación por parte de los marineros británicos. De ahí los célebres motines acaecidos en Spithead y Nore. Claro que, al comienzo de la novela, Melville apela al temido y delicado espíritu revolucionario, que parecía tener vida propia y tratarse de una especie de contagio que vagaba en el aire, en la bruma, en las grises tinieblas, con el objetivo de instalarse en el corazón de los hombres y, una vez ahí, insuflarles la valentía necesaria como para denunciar los abusos y deplorables condiciones de trabajo que sufrían por obra, gracia y orden de la Corona.

No deja de resultar propicio que todo contexto revolucionario sirva de pretexto para poner de relieve y dirigir la mirada hacia el origen del mal, de la mala fortuna, de la desdicha, de una serie de causas y efectos que acaban condicionando –para mal– el destino del hombre. De cualquier hombre. Sea este bueno o malo, pues pareciera que poco o nada importa que un hombre se comporte correctamente, que no haya en su naturaleza vestigio alguno de celo ni de envidia, sino que sea ejemplo de rectitud moral y generosidad, ya que el más leve tropiezo puede dinamitar, íntegramente, cualquier rastro de buen hacer. Y no sólo eso, también que la Justicia, por llamarse Justicia, premie a los malvados y acaben pagando justos por pecadores. Que te cuelguen del palo mayor debido a falsos testimonios infundados sobre tu persona, sumado a un aciago accidente, fue lo que motivó a Melville –además de la leyenda que envolvía su figura– a escribir sobre Billy Budd, y hacerle protagonista de esta fascinante novela. Billy, que era conocido y reconocido como Baby Budd, Billy la Belleza o Belleza a secas, o como el Marinero Bonito, encarnaba a la perfección una condición ética intachable que iba acorde a la armonía de su fisionomía atlética, su fuerza y su hermosura y, por ese motivo, no pasaba inadvertido. Allá donde se le viera, donde se le pudiese admirar, Billy era contemplado con cierta devoción. Más aún en un mundo de hombres rudos, vulgares, curtidos a base de atrocidades y calamidades. El halo que envolvía a Billy hacía imposible que los azotes de la vida recayesen en su ser. Era como si, por algún mágico y desconocido motivo, fuese inmune y ajeno a todo eso. Como si la oscuridad no llegase a alcanzarle nunca, y contara con la protección de alguna divinidad o de suerte. Como si fuese un Apolo, un Aquiles o un Hércules reencarnado en un analfabeto marinero, pero semidiós al fin y al cabo, bendecido por la benevolencia y capricho de los dioses.

No se sabía nada de su pasado ni de su origen, y mucho menos se podía entender cómo alguien que reunía esas características no estuviese predeterminado a un futuro y una suerte mayor. A otro oficio, tal vez, más acorde a la aristocracia y nobleza que desprendía su mera presencia. Sí. Billy era un ser único en su especie. Un espécimen que no abundaba, o, en todo caso, que se hallaba en peligro de extinción. Una figura heroica. Un diamante en bruto, aún sin pulir y sin adulterar, un espíritu inocente y jovial que, por su poca experiencia vital, no lograba intuir o apreciar la maldad en los demás; era un niño-hombre, que todavía naufragaba en los albores de su construcción. Imaginar que posiblemente se trataba de un bastardo aclaraba un poco el misterio, pero no lo resolvía del todo. También era un sujeto que aceptaba los cambios de rumbo sin preguntar ni cuestionarse al respecto. Era como si en su interior, al no tener raíces, ni familia ni concepción de esta, no le hiciera falta pertenecer a ningún lugar, sencillamente, se conformaba con vagar y adaptarse según la dirección en la que soplasen los vientos. Mas su afán era responder con honor, presteza y lealtad a cualquier orden que se le diese o impusiera, ya fuera emitida por un superior –con independencia de rango–, por el capitán en cuestión o por el mismísimo Rey.

Sin embargo, “la envidia y la antipatía, pasiones irreconciliables en la razón, pueden nacer unidas como Chang y Eng, en un solo parto. (…) ¿Es la envidia siempre semejante monstruo? (…) ¿Ha confesado alguien en serio la envidia? Hay algo en ella que se considera universalmente como más vergonzoso que el delito a traición. Y no sólo la niegan todos, sino que los mejores se inclinan con incredulidad cuando se atribuye en serio a un hombre inteligente. Pero como su morada está en el corazón y no en el cerebro, ningún nivel de inteligencia proporciona una garantía contra ella”, expresa el narrador en un momento dado, cuando describe la antítesis del joven naviero, que no era otro que Claggart, el maestro de armas del Indómito, y conocido entre la tripulación como Jemmy, el Piernas. Un hombre que, a pesar de su aspecto sereno y juicioso, no podía ocultar la deformidad ni las fisuras que presentaba su espíritu, y así se traslucía en su rostro e incluso en su manera de contemplar, con especial atención, a Billy Budd. Había algo en Claggart que no encajaba del todo, que denotaba cierto desorden, perversión y mezquindad. La viva imagen de ese tipo de individuos hábiles y sibilinos, de corazón ponzoñoso y ennegrecido, que poseen la destreza y capacidad de propagar su veneno en las mentes más débiles y fácilmente influenciables, o en aquellos inferiores a él. Que nutren las pasiones más oscuras, en lugar de las luminosas, y disfrazan su cinismo con modales de impostada sinceridad. Son abanderados de la calumnia; urdidores de conspiraciones que nacen de los recodos más sombríos del alma; encarnaciones de la vileza y la autodestrucción, a veces no de ellos, sino de lo que les rodea. Una especie de ángel caído que, pudiendo matar a Dios, opta por deshacerse de su preferido, el ángel protegido.

Y en medio de ambas fuerzas, de ambas corrientes contrapuestas, debe existir casi por obligación, por equilibrio, por justicia poética, veraz y objetiva, una mente, un corazón y una voz que ejerza de conciencia. No sólo para estudiar el excepcional caso de Billy, sino también para hallar los motivos que empujan a Claggart a querer deshacerse del joven naviero. Estudiar los puntos de vista, y analizaros y no dejarse llevar por las impresiones ni las apariencias, ni los discursos, sea quien sea el que los emita, exige de una personalidad cabal, y saber también cuándo ser juez y cuándo verdugo. Cuándo ejercer, al fin y al cabo, de una especie de Dios en la Tierra, pues del veredicto que salga de su boca dependerá la salvación o el ajusticiamiento. No es un trabajo sencillo el de esta autoridad del océano –donde no hay dueño ni Ley, salvo la que rige la Naturaleza–, y por ello el autor recurrió y forjó la imagen del Capitán Vere, Vere el estelar, un hombre a quien sólo le interesaba lo intelectual y no concebía hacerse a la mar sin una biblioteca; con tendencia al aislamiento y al silencio, al pensamiento razonado. A mirar desde estribor el mar bravo que, en determinadas situaciones y a pesar de su estoicidad, reflejaba a la perfección las emociones que se agitaban en su interior. Un hombre que interpelaba al corazón y a la razón con idéntica severidad y franqueza; un hombre recto y templado, que prefería los libros de ensayos e historias reales, y las biografías y autores poco corrientes que, libres de hipocresía y convención, como Montaigne, [filosofasen] sobre realidades honradamente y con sentido común”. En esas lecturas el capitán fortalecía sus convicciones y “en consideración al agitado período en que había caído su destino, esto fue una suerte para él. Sus convicciones firmes fueron un dique contra esas aguas invasoras de las nuevas opiniones, en lo social, en lo político y demás, que arrastraron como un torrente a no pocas mentes de aquellos días, mentes por naturaleza nada inferiores a la suya”. En ese sentido, los pleitos marítimos suponían uno de los mayores desafíos para el hombre.

 

“El conocimiento del mundo sin duda implica el conocimiento de la naturaleza humana, en la mayor parte de sus variedades”, apuntala el narrador, obsesionado, precisamente, por el conocimiento de la naturaleza humana y sus complejas variedades. Quizá por ello se inspirase en esta tríada heterogénea donde lo bueno, lo malo y lo justo –encarnado por Billy, Claggart y Vere– se diluye en un vasto océano de pensamientos, temperamentos, integridad y compasión. Y es que cuando se sitúa al hombre sobre uno o varios de los cuatro elementos que componen la Naturaleza, sucede que los instintos más primitivos afloran sin filtro. Como si el hombre decidiese –motu proprio– mimetizarse con ellos sin pensar en las consecuencias que tendrán sus actos, mutando el pensamiento, centrándose en la acción y dejándose llevar, pues al no hallarse en terreno firme, el vaivén de la superficie –del barco y la mar en este caso– no hace sino incrementar la inestabilidad de la propia naturaleza, que tiende a romperse o a mutar sin previo aviso como la tempestad que asola sin anuncio y la posterior calma que cede. A bordo del Indómito, cuyo nombre ya da pista acerca de la rebeldía y la ingobernabilidad que, en ocasiones, invaden el alma humana, todo puede pasar y, en efecto, todo pasa. Y está más que justificado el esfuerzo e incluso el tiempo que vaya a invertirse en la lectura de esta obra –cuya autoría no puede atribuirse en su totalidad a Melville, ya que el autor fallecería antes de terminarla– porque, aunque haya pasado un siglo, la vigencia de su trama se mantiene intacta, al igual que la disputa ancestral entre el bien y el mal, su origen en el carácter de unos y de otros, o en las cuestiones básicas que nos inducen a preguntarnos ¿por qué somos como somos? ¿Por qué nos inclinamos hacia lo bueno o hacia lo malo? ¿Por qué tomamos el camino correcto, pero, presentado un obstáculo, un impedimento, un choque frontal repentino, cogemos el equivocado escudándonos en la enfermedad moral que, aun padeciendo, no hemos intentado reparar ni sanar?

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