El pasado 10 de abril de 2013 la Universidad de Cambridge anunciaba la muerte, a los 87 años, de uno de sus profesores eméritos más reconocidos, Robert G. Edwards. Un científico que, junto a su amigo el ginecólogo y obstetra Patrick Ch. Steptoe, era considerado el padre de las técnicas de fecundación in vitro. Ambos fueron los artífices del primer embarazo a partir de un óvulo fecundado en un laboratorio –in vitro– y posteriormente transferido al útero. El de una mujer que dio a luz, el 1978, a Louis J. Brown, la primera niña-probeta, aunque en realidad sólo lo fue durante aproximadamente las primeras 48 horas de desarrollo. Ellos mismos anunciaron su logro en una breve columna publicada el 12 de agosto de 1978 en la revista The Lancet[1]. Desde entonces las técnicas de reproducción humana asistida no han dejado de proliferar, y ya más de cuatro millones y medio de niños nacidos lo han hecho como consecuencia de estas prácticas. Steptoe murió en 1988 y no pudo compartir el premio Nobel de Medicina y Fisiología concedido a Edwards en el año 2010 por sus contribuciones a este campo.
La fecundación in vitro representa un símbolo de la revolución médica y científica de los últimos siglos, de las capacidades para transformar la vida en general y la de los seres humanos en particular. Es un hecho que trasciende el propio hecho. Al inicio del informe de un grupo internacional dirigido por Daniel Callahan desde el Hastings Center sobre Los fines de la medicina, presentado en 1995, se dice que “si a los avances en el terreno de la biomedicina se suman aquellos cambios más amplios experimentados en muchas partes del mundo a partir de las mejoras en el estado de la alimentación, el agua potable, la vivienda y la seguridad, tenemos como resultado una profunda transformación en la vida de los seres humanos. Esta transformación ha cambiado nuestra forma de pensar sobre las antiguas amenazas de la enfermedad y la muerte. También ha cambiado, y no en menor grado, la manera en que las sociedades organizan la prestación de asistencia sanitaria”[2]. Y ciertamente uno no puede dejar de asombrarse ante los imparables avances científicos, técnicos y médicos producidos. Es imposible no admirar la capacidad que tenemos para hacer un mundo mejor, pero también es necesario tener conciencia de la responsabilidad que ello supone.
No hace mucho, en 2011, se cumplían los cuarenta años del nacimiento de una nueva disciplina denominada bioética, que coincide también con el décimo aniversario de la muerte de uno de sus principales representantes, Van Rensselaer Potter, un cancerólogo de la Universidad de Wisconsin. En realidad este es el motivo del presente ensayo: señalar los principales hitos y hechos que hacen de la bioética una disciplina necesaria ante la inquietud que nuestras capacidades y posibilidades generan, dado que todos los progresos científicos y médicos, como actos humanos, tienen implicaciones morales. Y exigen una nueva revisión de los valores y principios en los que sustentamos nuestra vida.
La complejidad de la vida
La preocupación por la vida y por nuestra responsabilidad ante ella ha sido una constante en toda la historia de la humanidad. Esto queda patente en los diferentes principios generales que han regido la praxis médica en su larga tradición y en las distintas culturas: no hacer daño, la santidad de la vida y la relación entre el médico y el enfermo, la necesidad de aliviar el sufrimiento y el mandamiento de no matar. En este sentido, el conocido como Juramento hipocrático, con todos sus límites y posibles interpretaciones, refleja lo que ha sido una determinada sensibilidad hacia la vida humana.
Aún así, el siglo XX dibujó un nuevo panorama que ha traído nuevas inquietudes sobre la vida, no solo en su carácter estrictamente biológico sino también biográfico, histórico, ecológico y cósmico. Qué es la vida, y nuestra responsabilidad hacia ella, es un problema de envergadura en todos los niveles de reflexión. Por eso merece la pena señalar los hitos que influyen directamente en las preocupaciones de esta nueva disciplina denominada bioética[3].
Suele decirse que la ética médica tradicional era de tipo paternalista, basada en la beneficencia. El médico tenía el conocimiento y la autoridad para decidir lo que podía ser mejor, o no, para los enfermos, de manera que estos estaban sometidos a su criterio. Así ha ocurrido a lo largo de la historia. Ahora bien, en tiempos más modernos se ha producido una paulatina revalorización de la subjetividad y de la libertad individual que culminó, en el siglo XX, en la revancha de la autonomía. Tras una larga historia sometidos a criterios externos –heteronomía–, ahora son las personas las que deciden qué hacer o no con su vida, algo que afecta también a aquellas decisiones que tienen que ver con su salud y su enfermedad. Esto implica no sólo que la relación médico-enfermo sea cada vez más horizontal, sino también que los pacientes empiecen a reclamar derechos que antes no se daban por supuestos. Se hace axioma la consigna lanzada por John Stuart Mill: “sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su mente, el individuo es soberano”.
La tradición jurídica estadounidense, especialmente en problemas relativos a la negligencia (negligence) y a la agresión (battery), ha propiciado una larga jurisprudencia acerca de las decisiones en el ámbito de la vida. Su influencia ha sido decisiva, por el ejemplo, en el nacimiento del “consentimiento informado”, que se considera “el primero y principal de los derechos de los pacientes” [4]. Gran parte del mérito de la revalorización de la autonomía personal en las decisiones sobre la vida humana se debe al complejo universo del common law estadounidense, que constituye el sustrato jurídico de la lucha por la consecución de los derechos de los enfermos. La puerta de entrada de la autonomía en las decisiones sanitarias tiene, por tanto, una de sus primeras cristalizaciones en la consolidación jurídica del consentimiento informado, especialmente a partir de los años sesenta del siglo pasado, cuando empiezan a aflorar documentos acerca de los derechos de los enfermos. Por ello la afirmación de la autonomía como un derecho surge también como reacción no sólo al paternalismo médico, sino a los abusos e intromisiones sobre la esfera privada del individuo sin su autorización. En esta línea se sitúan las cartas de los derechos de los pacientes, sobre todo a partir de que la American Hospital Association (AHA) aprobara la Patient’s Bill of Rights de 1973 (la Declaración de Derechos de los Pacientes) que, en realidad, no es sino una aplicación de la nueva comprensión de la autonomía de las personas.
Aunque de una forma diferente y también con distintas formulaciones y características, el lenguaje sobre los derechos de los pacientes se va a ir consolidando también en España, aunque para ello se necesitase un largo recorrido que va desde los años sesenta hasta mediados de la década de los ochenta del siglo XX. Ello se debe, en gran medida, a un contexto político en el que “los españoles han tenido que aprender antes a verse como ciudadanos con derechos que a entenderse como pacientes con derechos”[5]. De ahí que “una peculiaridad del proceso de elaboración de la Carta de derechos de los pacientes es que no ha llegado como resultado de la presión reivindicativa directa de los ciudadanos, sino como evolución y despliegue del propio proceso democrático”, lo que ha supuesto un ligero retraso con respecto a otros países. Por eso, y a pesar de algunos antecedentes que más bien rozan lo anecdótico, o incluso al texto mismo de la Constitución española de 1978, habrá que esperar hasta que la Ley General de Sanidad de 1986 introduzca de una forma clara en España el nuevo lenguaje de derechos de los enfermos, empezando así un proceso que ya no tendría marcha atrás. Ello queda plasmado en el artículo décimo de dicha ley, conocido popularmente como el código o la carta de derechos de los pacientes, cuya formulación del consentimiento informado constituirá un paso esencial de la introducción de la autonomía en las decisiones sanitarias. Es necesario tener en cuenta cómo, a pesar de los límites de dicho código, “la sanidad española toma con él partido por el movimiento de derechos de los enfermos, y por tanto por un modelo autonomista de sanidad, frente al viejo modelo paternalista”[6].
Ese fue un paso necesario y de una gran importancia para que los derechos de los pacientes pasasen a un primer plano, de modo que el enfermo no fuera simplemente un agente pasivo en manos de decisiones médicas. Pedro Laín Entralgo llegó a decir que “el paciente, en efecto, va a protestar contra el hecho de que, siendo él ‘persona’, ‘sujeto’ dotado de inteligencia, intimidad y libertad, se le trate técnicamente cuando está enfermo como puro ‘objeto’”[7]. De esa forma, la autonomía va adquiriendo ya una importante relevancia jurídica, cosa que tendrá su culminación en la aprobación de la Ley 41/2002 del 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, al igual que en sus posteriores desarrollos autonómicos. Así dice en su artículo primero: “La dignidad de la persona humana, el respeto a la autonomía de su voluntad y a su intimidad orientarán toda la actividad encaminada a obtener, utilizar, archivar, custodiar y transmitir la información y la documentación clínica”. Asimismo, no se puede olvidar que muchas de las reivindicaciones como el aborto o la eutanasia se reclaman al amparo de la autonomía de las decisiones individuales sobre la vida.
Un segundo hito importante en el nacimiento de la bioética tiene que ver con los avances producidos en el ámbito de la genética y la biotecnología. Siempre pareció evidente que los hijos tenían que parecerse a sus padres, pero no el porqué, algo que tan sólo empieza a entenderse cuando un monje agustino austríaco, Gregor Mendel, da a conocer en 1865 sus leyes de la herencia[8]. Los experimentos que realiza en la huerta de su monasterio le permiten concluir que existe una información que se transmite de los seres generadores a los generados, lo que hace posible la coincidencia de ciertos rasgos fenotípicos entre unos y otros: de las rosas rojas surgen nuevas rosas también rojas. Se trataba de una unidad de información que aún no se sabía exactamente ni lo que era ni dónde se encontraba. Era una unidad lógica, sin base física, que Mendel llamaba “factores”. El siguiente paso se da a partir del año 1900 cuando varios científicos –Hugo de Vries, Karl Correns y Erich von Tschermak-Seyseneg– redescubren de forma independiente estas leyes y posibilitan el nacimiento de la genética.
Poco después los “factores” de Mendel comienzan a llamarse “genes”. A partir de entonces la cuestión fundamental de la genética será la de saber qué leyes rigen la transmisión de los caracteres biológicos y cuál es la base física de las unidades de información. Esto llega en el año 1944, cuando Avery, MacLeod y McCarty demuestran que la información genética está en forma de ácido desoxirribonucleico, es decir, que los genes son ADN. A partir de aquí surge la denominada biología molecular. El siguiente avance se debe a dos científicos, Watson y Crick, que en 1953 proponen el modelo estructural de la doble hélice, un hecho que les lleva a recibir el premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1962[9]. Es lo que popularmente se ha conocido como el descubrimiento del código genético, aunque en realidad se trata del conocimiento de la estructura del ADN y la forma en la cual se codifica la información con las bases nitrogenadas –A, T, G y C– para dar lugar a determinados caracteres fenotípicos.
A partir de aquí la genética progresa de manera acelerada. Durante la década de los cincuenta el científico español Severo Ochoa y su discípulo norteamericano Arthur Kornberg consiguen sintetizar ADN en el laboratorio –por lo que consiguieron el Nobel de 1959–. Poco después se ponen a punto las técnicas del ADN recombinante con el descubrimiento de las enzimas de restricción, vectores y ligasas. Los genes se convierten en algo tangible y manipulable. La tecnología de los ácidos nucleicos basada en las técnicas de fragmentación, hibridación, secuenciación y amplificación dan lugar a un gran número de formas de manipulación en cualquier ser vivo.
A todo esto se suman los progresos en el campo de la reproducción humana asistida, que abriría un campo a dilemas relacionados con las diferentes variantes de técnicas de reproducción humana asistida y con otras cuestiones como la selección embrionaria, el diagnóstico prenatal, la maternidad subrogada (vientres de alquiler) o la partenogénesis. A esto se unirá, en 1997, el nacimiento de Dolly, la primera oveja clonada a través de la transferencia de núcleos de células troncales (stem cells) diferenciadas a óvulos enucleados, algo que abre la vía tanto a la clonación terapéutica como a la reproductiva. Posteriormente se conseguiría incluso obtener células IPS, reprogramadas para que vuelvan a su estado pluripotencial, lo que elimina las controversias en torno a la destrucción de embriones. Sus padres científicos –Sir John B. Gurdon y Shinya Yamanaka– recibieron el Nobel de Medicina en el año 2012. Incluso, y aunque se trata de algo que todavía está en sus comienzos, existe la posibilidad técnica de la reprogramación directa, convertir una célula de un tipo en otro sin necesidad de pasar por el estado pluripotencial.
El siguiente paso de relevancia se produjo en el campo de la genómica cuando, en 2001, se anunció la finalización del Proyecto Genoma Humano, iniciado a comienzos de los años 90 y que tuvo como objetivo secuenciar el genoma para conocer la base de datos de los seres humanos[10]. A partir de aquí se inicia la genómica funcional o proteómica, que busca identificar las proteínas que esos genes codifican, y analizar sus funciones e interacciones. Esa es la base para la farmacogenómica y la medicina personalizada y predictiva. Entre sus potenciales beneficios está la curación de muchas enfermedades conocidas como el cáncer. Aun así, plantea muchos problemas, incluso en lo que respecta a las patentes.
Por último cabe mencionar la publicación, en 2010 en la revista Science, de un artículo titulado Creación de una célula bacteriana controlada por un genoma químicamente sintetizado, firmado por el Instituto J. Craig Venter[11]. En él se detalla la modificación de una célula bacteriana mediante su control por un genoma sintetizado en laboratorio. Es el primer paso para la creación de genes sintéticos y otros organismos, lo que periodísticamente se ha llamado “vida artificial”. Un asunto que plantea grandes cuestiones acerca de la vida, sus fronteras y los límites que tenemos en nuestra acción sobre ella.
Los avances producidos en la medicina ayudaron al nacimiento y la consolidación de la bioética, pues ha cambiado la forma que tenemos de vivir y afrontar situaciones de enfermedad. Se ha visto la confianza en los poderes de la técnica y el influjo del llamado imperativo tecnológico, de forma especial en las problemáticas relacionadas con el final de la vida humana, incluso en algo aparentemente sencillo como la determinación de la muerte de una persona.
Hoy la muerte se puede posponer mediante la sustitución artificial la mayoría de las funciones vitales. Daniel Callahan llegó a decir que “la medicina y la muerte no se llevan muy bien y, ciertamente, no es una exageración hablar de guerra abierta entre la medicina y la muerte”[12]. Sea o no exagerada la afirmación de Callahan, es innegable es que la medicina ha cambiado radicalmente tanto en su capacidad de pronóstico como en sus posibilidades terapéuticas. El progreso de los estudios anatomopatológicos ha hecho posible la mejora de la capacidad diagnóstica y, además, ha posibilitado anticipar intervenciones terapéuticas que evitan el proceso de muchas enfermedades letales, algo que se ve, por ejemplo, en los casos de alzhéimer. A principios del siglo XX la extirpación quirúrgica de tumores salvó a personas que de otro modo estarían condenadas a una muerte rápida. En los años 30 la insulina (procedente del páncreas de vacas o cerdos) detenía la evolución de la diabetes en su proceso hacia una muerte temprana, y de hecho se ha conseguido que un microorganismo que todos tenemos en el estómago (el escherichia coli) segregue insulina humana. A finales de los 40 los primeros antibióticos combatían infecciones letales, la tuberculosis prácticamente se eliminaba, muchas enfermedades epidémicas sucumbían a técnicas de inmunización, la cirugía iniciaba su acción sobre el corazón y el cerebro. En 1967 se realizaba el primer trasplante de corazón en Ciudad del Cabo, la anestesia mejoraba y empezaban a consolidarse las diferentes técnicas de soporte vital. Además nacen toda clase de técnicas que permiten objetivar datos que de otra manera no podríamos percibir, como la ecografía, la resonancia o el TAC.
El problema es que si por un lado las habilidades técnicas abrían la esperanza a la solución de muchos problemas que antes conducían a una muerte segura, por el otro, una vida prolongada también daba lugar a una prolongada agonía. Eso hizo plantear la cuestión de hasta dónde la medicina tendría que llegar y cuándo se tendría que detener. Ya en el año 1884 un editorial de la revista The Boston Medical and Surgical Journal –predecesora de The New England Journal of Medicine– decía:
La situación se agudiza con la implantación y el uso generalizado de las técnicas de soporte vital, así como los trasplantes de órganos, los respiradores artificiales o las máquinas de diálisis. Todas, además de salvar vidas, también condenan a otras a una muerte muy lenta. En esta ambigüedad del progreso técnico nacen las asociaciones en defensa del derecho a morir a partir de los años 30, cuya lucha se ha extendido hasta el día de hoy, y ha ejercido una notable influencia en muchas legislaciones sobre cuestiones referentes al final de la vida.
A todo esto hay que añadir también el cambio producido por la revolución sexual y, de manera especial, a la introducción de la píldora anticonceptiva a partir de los años 60. Esta ha separado la vivencia de la sexualidad y la reproducción, y con ello la manera de vivir las relaciones entre personas.
La revolución verde: ecología
Al menos desde que en 1869 el biólogo alemán Ernst H. Haeckel introdujera el concepto de ecología[14] la sensibilización por las consecuencias medioambientales de nuestras acciones ha ido en aumento[15]. Con todo, hasta finales del siglo XX el deterioro medioambiental únicamente había sido objeto de estudios parciales y esporádicos, pero no de una reflexión sistemática que abordara tanto sus causas como sus posibles consecuencias para el futuro mismo de la vida humana. Destaca el informe del Club de Roma de 1972 titulado Los límites del crecimiento, el de la Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo publicado en 1988 con el título Nuestro futuro común –más conocido como Informe Brundlant–, así como la Conferencia Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo que tuvo lugar en 1992 en Río de Janeiro, la llamada Cumbre de la Tierra o Cumbre de Río. A partir de entonces el interés ecológico no ha dejado de crecer, algo que evidencian todas las iniciativas para la promoción de energías renovables y de productos ecológicos, aunque tampoco han dejado de reflejar los problemas económicos que están detrás. Los conflictos con el Protocolo de Kioto lo visibilizan bastante bien. Asimismo es una cuestión que centra también gran parte de la preocupación de las llamadas teorías del decrecimiento.
No es fácil precisar cuáles son los principales problemas medioambientales a los que se enfrenta la humanidad, y que pueden poner en cuestión su supervivencia, sencillamente porque tienen unas dimensiones demasiado amplias y porque además forman parte de un futuro difícil de predecir. Aunque no podemos extendernos, sí merece la pena señalar algunos de los principales retos medioambientales:
a) El primero de ellos es la explosión demográfica, a pesar de haberse producido un importante descenso en la tasa de crecimiento durante las últimas décadas. Se trata de un problema que ya ha sido objeto de la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo celebrada en 1994 en El Cairo, y en donde hubo una representación del Vaticano que mostró también la polémica que este problema suscita, especialmente en relación a las políticas del control de natalidad. Somos ya más de 7.000 millones de seres humanos, casi el triple de hace 60 años. Es un problema controvertido, incluso desde la perspectiva económica, y en cuanto al equilibrio entre la tasa de natalidad y el envejecimiento.
b) El segundo es la pérdida de la biodiversidad, especialmente de un número creciente de especies vegetales y animales de los bosques tropicales. Aquí juega un papel destacado la Biotecnología así como los intereses farmacológicos y agrícolas.
c) El tercero es el riesgo del cambio climático inducido por la emisión de gases contaminantes, en especial por CO2 procedente de la combustión de hidrocarburos, y que lleva a la creación del efecto-invernadero, es decir, el impedimento de la refracción de la radiación procedente del sol, algo que se manifiesta en los deshielos con la subida de temperatura en el planeta. En este sentido es también preocupante la deforestación de los grandes bosques por su capacidad de reabsorción y purificación. El caso del Amazonas, el “pulmón de la tierra”, es uno de los casos más conocidos.
d) Relacionado con el anterior está el problema de la lluvia ácida, que es una consecuencia de las emanaciones de óxidos de azufre y nitrógeno procedentes de plantas industriales. Lo que se produce es una contaminación de la lluvia que después cae sobre los bosques dejando a muchas especies gravemente enfermas.
e) Un quinto problema es el del agujero en la capa de ozono, cuyas causas son climáticas pero también humanas. Aquí tienen una incidencia enorme los clorofluorocarbonos, productos químicos utilizados en la producción de frigoríficos, climatizadores, etcétera, pero que son sumamente estables, ascienden a niveles muy altos de la atmósfera, y son muy difíciles de descomponer y reabsorber, de manera que contribuyen al adelgazamiento de la capa de ozono y con ello al aumento de la radiación ultravioleta que puede producir un incremento del cáncer de piel, cataratas oculares, mutaciones genéticas y otras consecuencias negativas para la vida. De hecho, a partir de los años 70 se fueron tomando medidas cada vez más restrictivas contra su utilización y hoy están prohibidos tanto en Europa como en Estados Unidos. El problema es cómo destruir aquellos que ya han sido enviados a la atmósfera.
f) Un último problema es el de la contaminación del agua, algo derivado de algunas de las problemáticas anteriores y también de la revolución agrícola e incluso la transgénesis. El uso de insecticidas, pesticidas o abonos químicos, así como el enorme número de residuos que van a parar a los ríos y océanos, y la pesca incontrolada, hace que el agua esté en una continua dinámica de degradación y contaminación, algo preocupante no sólo por ser el agua el elemento esencial para la vida, sino que es en ella en donde viven gran parte de las especies conocidas.
En definitiva, y más allá de las polémicas acerca de cada uno de los problemas señalados, lo cierto es que los recursos son limitados y la propia vida humana depende en gran parte de los factores medioambientales que la rodean, con lo cual la responsabilidad ante una no puede excluir la responsabilidad hacia la totalidad de todo el planeta.
La justicia social y la hambruna
Al mismo tiempo que se han producido muchos avances en diferentes ámbitos de la vida, no se pueden olvidar los problemas de injusticia que están detrás de muchos de ellos. La bioética, en el sentido que ha adquirido, es en gran medida una disciplina para ricos. La preocupación de una gran parte de la humanidad sigue siendo el hambre, de manera que muchas de las técnicas que tenemos a nuestra disposición son una mera utopía en otros contextos sociales. Basta para ello ojear la situación de los diferentes problemas recogidos en los Objetivos del milenio para 2015 promovidos por la ONU, y cuyo primer problema es la pobreza extrema y el hambre.
De hecho, si nos detuviéramos en analizar los problemas referentes a la investigación o a la farmacología veríamos con facilidad los ataques sistemáticos directos o indirectos que se están haciendo contra una gran parte de la humanidad en relación a sus derechos sociales. La brecha de la desigualdad es un reflejo de ello, especialmente si tenemos en cuenta el aumento de la riqueza en términos absolutos. En este sentido se ha señalado en numerosas ocasiones el problema de injusticia que está detrás de las patentes o incluso en la transgénesis, controlada fundamentalmente por una minoría de multinacionales en todo el mundo[16].
Pero aún así, entre todos estos problemas hay uno al que la bioética no puede ser impasible, y se trata de la hambruna. En un momento en el que tenemos más recursos que nunca existen personas que siguen muriendo de hambre y de falta de agua por motivos políticos y comerciales en cualquier parte del mundo. De hecho el problema del hambre lo vemos cada vez más cerca, porque una pobreza que hasta ahora sólo veíamos de lejos ya está inundando nuestras calles y vecindarios. En el último informe Foessa 2013 se dice que en España un 26,8% de la población se encuentra ya en situación de pobreza o exclusión social. La bioética no puede estar al margen de la crisis económica, porque tiene una responsabilidad en defender la vida en condiciones adecuadas también ante aquellos sistemas que priman las instituciones de mercado y provocan un agravamiento de la enorme brecha social, pues no se puede ser justo siendo impasible ante la injusticia ajena.
De hitos a hechos
Al lado de estos hitos generales también existen algunos casos de una enorme repercusión pública que marcaron las discusiones acerca de las actuaciones humanas sobre la vida en sus distintas dimensiones[17].
El primero de ellos es la experiencia de los abusos cometidos durante el nazismo[18]. Llegó a decirse que “si la física perdió su inocencia en Hiroshima, la medicina la perdió en Auschwitz”. En 1933 Hitler aprueba la ley de esterilización obligatoria para personas con defectos mentales congénitos, esquizofrenia, psicosis maníaco-depresiva, epilepsia hereditaria, alcoholismo severo, ceguera hereditaria y Corea de Huntington, ampliándola en 1937 a todos los niños negros. En 1939 se inicia el programa Aktion T-4, por el que se les practicaba la eutanasia a niños menores de 3 años con defectos congénitos, ampliándolo en 1941 a todos aquellos menores de 17 años con los mismos defectos y a enfermos incurables o psicópatas de los campos de concentración. Poco después se amplía también a niños sanos judíos y de otras razas consideradas no arias, con los cuales se investigaba la manera más rápida de causar la muerte para poder ser utilizada luego en los campos de exterminio. Cuando estos abusos salieron a la luz durante en Proceso de Nüremberg realizado al finalizar la Segunda Guerra Mundial, se estimuló el deseo de impedir que se repitieran situaciones semejantes. Curiosamente, las sentencias en las que se condenaron a algunos cargos nazis y médicos iban acompañadas de unas notas conocidas con el nombre de obiter dicta que, al menos en principio, no eran más que comentarios morales a las sentencias legales, pero que estuvieron en la base de gran parte de la reglamentación biomédica posterior, como por ejemplo en la Declaración de Helsinki (1964) o en la de Tokio (1975, también llamada de Helsinki II), ambas de la Asociación Médica Mundial.
Un segundo hecho destacado es el establecimiento de los criterios de selección de candidatos a aparatos de hemodiálisis renal, algo que cobró una gran repercusión en 1962 con un reportaje sobre el tema publicado en la revista Life Magazine. De aquí surge el Kidney Center’s Admission and Policy en Seattle, un intento de elaborar criterios de selección lo más justos e imparciales posibles, algo que fue posible al dejar la decisión en manos ajenas a los médicos implicados.
Un tercer hecho se debe a varias publicaciones surgidas en algunas revistas y periódicos norteamericanos, especialmente el estudio firmado por Beecher y en el que recogía 22 artículos y ensayos que habían salido anteriormente en revistas científicas pero que suscitaban grandes sospechas desde el punto de vista moral. Los más paradigmáticos son los conocidos como estudio de Willowbrook y el del Jewish Hospital. En el primero se trataba del análisis de la historia natural de la hepatitis, para lo cual se infectaba con el virus a una serie de niños con discapacidad intelectual recién admitidos en la propia institución de Willowbrook, pero con procedimientos de consentimiento muy controvertidos. Y en el segundo se inoculó con células cancerosas a 22 pacientes del hospital para descubrir si la capacidad del cuerpo para rechazar tales células debía atribuirse al cáncer o simplemente al debilitamiento del organismo por otras causas.
Más conocido aún es el siguiente hecho sacado a la luz por el senador Edward Kennedy y conocido como estudio de Tuskegee, que salió a la luz pública en la primera plana del New York Times en 1972, aunque había llevado a cabo desde los años 30. En él se trataba de investigar la historia natural de la sífilis latente en ausencia de tratamientos realmente efectivos para combatirla. Para ello se eligió a 400 varones negros portadores de la sífilis y a otros 200 sanos como grupo de control. Aunque la mayoría de profesionales de la salud sostenían que los tratamientos existentes (como la penicilina) disminuían sus efectos negativos y la mortalidad (aunque tuvieran otras complicaciones), los encargados del experimento engañaron a estos pacientes y no les aplicaron tratamientos más efectivos que iban saliendo. Aquí estuvo el antecedente directo del Belmont Report, elaborado por la Comisión Nacional de Estados Unidos en 1978, en el que se formulan los principios fundamentales de la investigación biomédica con seres humanos: respeto por las personas, beneficencia (y no maleficencia) y justicia.
Por último, un hecho significativo que ya hemos mencionado ha sido la realización del primer trasplante de corazón realizado en Ciudad del Cabo en 1967 por el doctor Christian Barnard, un hecho que trajo consigo muchos interrogantes acerca del consentimiento de los donantes y sobre los criterios de determinación de la muerte.
La nueva disciplina de la bioética
Todos los problemas anteriormente señalados han avivado la conciencia de la responsabilidad que los seres humanos tenemos ante la vida humana en sus múltiples dimensiones. En 1927 el pastor y teólogo protestante de Halle Fritz Jahr publicaba un artículo titulado Bioética: una mirada sobre la relación ética de los hombres con los animales y las plantas[19] donde introducía la idea de la necesidad de un “imperativo bioético”, y extendía los imperativos morales kantianos hacia todos los seres de la naturaleza. Su idea era tratar a todos los seres vivos, en la medida de lo posible, como fines en sí mismos.
La propuesta de Jahr permaneció en el olvido hasta que un cancerólogo de Wisconsin, Van Rensselaer Potter, publica en 1970 un artículo titulado Bioética, la ciencia de la supervivencia, y en 1971 un libro titulado Bioética: un puente hacia el futuro[20]. Durante décadas anteriores, y sin utilizar el concepto de bioética, muchos de los problemas que afectan a la relación entre los seres vivos estaban ya siendo objeto de gran interés por algunos autores. Destacan la obra de Margaret Mead o, de manera especial, la ética de la tierra de Aldo Leopold, que en su clásica obra de 1949 titulada A Sand County Almanac escribía: “Una cosa está bien mientras tiende a preservar la integridad, estabilidad y la belleza de la comunidad biótica. Está mal si tiende a hacer lo contrario”. Muchos de los problemas que luego serán tratados en la obra potteriana formaban ya parte de sus preocupaciones con anterioridad a estas publicaciones de los años 70.
Su obra principal es Bioética: un puente hacia el futuro, que pretende establecer un puente entre el mundo de los hechos científicos y el mundo de los valores humanos[22], algo urgente si se quiere evitar llegar a una situación catastrófica para el futuro de la humanidad. Dice al inicio de su obra: “Existen dos culturas –las ciencias y las humanidades– que parecen incapaces de hablarse una a la otra, y si esta es parte de la razón de que el futuro de la humanidad sea incierto, entonces posiblemente podríamos fabricar un puente hacia el futuro construyendo la disciplina de la bioética como un puente entre dos culturas”[23]. “Los valores éticos no pueden ser separados de los hechos biológicos”[24]. “La humanidad necesita urgentemente de una nueva sabiduría que le proporcione el conocimiento de cómo usar el conocimiento para la supervivencia del hombre y la mejora de la calidad de vida”[25]. De aquí deriva su preocupación por una nueva ética de la tierra, de la población, del consumo, de la geriatría, etcétera. Se trata, en el fondo, de que nuestras acciones sobre el planeta no se realicen al margen de los valores humanos, especialmente desde una perspectiva global.
A partir de entonces la bioética ha seguido un rumbo más enfocado al ámbito sanitario y no tanto a la preocupación por las relaciones del ser humano con su entorno, de manera que ha adquirido una perspectiva principalmente clínica. Los casos más destacados han puesto sobre la mesa el debate acerca de la responsabilidad que tenemos en el uso de los medios de los que disponemos. Dicho de otro modo: “¿es éticamente correcto todo lo científicamente posible?” Tal es, el realidad, la cuestión que vertebra el desarrollo de la bioética.
A partir de Potter y especialmente después de la publicación del Belmont Report de la Comisión Nacional de Estados Unidos, la bioética ha formulado cuatro principios que forman los referentes fundamentales de las problemáticas bioéticas, y que han sido analizados detenidamente por una obra de Beauchamp y Childress titulada Los principios de la ética biomédica[26]. Son el principio de autonomía, el de no maleficencia, el de beneficencia y el de justicia, cuya concreción y aplicación nunca ha sido fácil, especialmente en aquellos casos de conflicto entre ellos. A lo largo de los años la bioética se ha focalizado de manera abrumadora hacia el ámbito sanitario y hacia las problemáticas del origen y del final de la vida humana y, en ese sentido, se ha regido más por las intuiciones de un autor y obstetra holandés llamado André Hellegers, y no tanto por las de Potter. De hecho, el propio Potter se lamentaba de la reducción que esto había supuesto para el conjunto de la bioética.
En todo este desarrollo de la bioética han tenido una especial importancia muchos teólogos de todo el mundo, para los cuales la vida siempre ha sido una de sus grandes preocupaciones. Algunos de los grandes centros de bioética del mundo forman parte de instituciones católicas, especialmente de la Compañía de Jesús.
La bioética de cara al futuro
Creo haber reflejado la enorme complejidad que la vida suscita en todas sus dimensiones y la necesidad de buscar formas que contribuyan a tomar conciencia de nuestra responsabilidad ante ella. Decía Lammenais que “la ciencia sin conciencia es la ruina del alma”. Porque no se puede olvidar que toda actuación humana, precisamente por ser nuestra, tiene unas implicaciones morales que no se pueden descuidar, algo que habría que analizar con detenimiento en cada una de las problemáticas señaladas[27].
Ahora bien, pasadas ya varias décadas del surgimiento de esta nueva disciplina creo posible poder hacer una valoración general de lo que la bioética ha significado para las diferentes ciencias del conocimiento. Y es de justicia señalar, en primer lugar, la importancia que la responsabilidad humana ha tenido, de manera especial en la práctica médica y en el compromiso por centrar las actuaciones en los valores de los propios enfermos y no solo en la enfermedad que puedan tener. La mayor conciencia de su autonomía y el respeto a su libertad es una muestra de ello. Al mismo tiempo es preciso mencionar la importancia que está teniendo también la interdisciplinariedad y la creación de espacios de deliberación, sin los cuales la bioética no tiene sentido. Por eso urge potenciar comités de bioética plurales y con relevancia, de modo que dejen de ser adornos institucionales al servicio de las ideologías. A pesar de los límites, la bioética ha sido una gran ayuda en la orientación de todas las posibilidades que tenemos a nuestro alcance.
Pero, por otro lado, creo que es de justicia reconocer los límites que la bioética ha tenido, algunos de ellos mencionados por el propio Potter. Se ha centrado de una manera demasiado exclusiva en el ámbito sanitario y en la promoción de la autonomía individual, sin atender suficientemente a las implicaciones sociales derivadas de las actuaciones científicas ni a los problemas derivados para la justicia social, ni siquiera a los criterios fundamentales que deben regir nuestras actuaciones concretas. Poco antes de morir, el gran moralista Richard A. McCormick publicaba un breve artículo con el significativo título Bioética: ¿un vacío moral?[28]. En su texto, McCormick criticaba una moralidad reducida a la defensa de la autonomía, la ética clínica, la ley y las instituciones, y la reforma de sistemas sanitarios o la contención de gastos, algo que no hacía sino reducir la bioética a un vacío moral, porque podría dejar que las cuestiones verdaderamente fundamentales de la moral humana pasasen a un segundo plano. A mi modo de ver es algo que está sucediendo, y que se percibe en síntomas que crean cierto descontento ante la propia disciplina. Si uno analiza las últimas publicaciones sobre cuestiones bioéticas ya no es capaz de encontrar, a pesar de algunos intentos, reflexiones sobre fundamentos que sean verdaderamente significativas. Sin embargo, encontrará estudios sobre muchas situaciones concretas y conflictivas e incluso jurídicas, de manera que gran parte de las diferencias entre unos autores y otros están casi siempre en el ámbito de las elecciones particulares y frecuentemente marcadas de grandes diferencias ideológicas, pero sin ensayos verdaderamente serios acerca de valores, opciones, actitudes y fundamentos que conforman en el fondo el sentido de todo aquello que hacemos.
Hace ya unas décadas el autor y filósofo Stephen Toulmin publicaba un artículo titulado Cómo la medicina salvó la vida de la ética[29], donde criticaba una forma de hacer filosofía moral encerrada en los debates meta-éticos y conceptuales, es decir, demasiado alejada de la realidad de las personas y de los diferentes problemas de la vida, algo patente en los problemas de la filosofía analítica de entonces y visible en las polémicas acerca de la significación moral de la diferencia entre matar y dejar morir. La medicina llevó la ética al mundo real, la hizo significativa. Pero es posible que hoy nos estemos dejando llevar hacia el otro extremo en donde la urgencia de los conflictos y la inmediatez de las decisiones impidan reflexiones serias y de fondo acerca de lo que nuestras acciones implican.
Es posible que de cara a la bioética del futuro haya que replantear la afirmación de Toulmin. En mi opinión la ética debe salvar a la bioética, en el sentido de que tiene que sacarla del callejón sin salida en el que las disputas actuales en los distintos niveles de la vida pueden meterla.
La bioética no puede perder de vista que, en el fondo, es ética. Trata del sentido que damos a nuestra vida en todas las acciones que realizamos. Es el estudio de la libertad y de nuestras actitudes ante la realidad y los problemas que nuestra existencia y acciones suscitan. Por ello la bioética no puede prescindir de una reflexión sobre las verdades que sustentan la vida, sobre los fundamentos y valores que configuran nuestro modo de situarnos ante ella, sobre la conciencia y la responsabilidad. Porque la vida, como decía Ortega, es un quehacer, pero al mismo tiempo es un quehacerse, y esto es lo que la ética tiene que realizar en su aproximación a la realidad de la vida. Solo así podrá salir de su autonomismo para promover un verdadero desarrollo integral de las personas en donde no falte la apertura a las situaciones de injusticia y de mayor vulnerabilidad. Porque la bioética, para ser tal, no puede dejar de ser global, en el sentido más pleno que tal palabra tiene. Es decir, centrada en la globalidad del ser humano y en la globalidad de todos los seres vivos. También la bioética tiene que ser integral y solidaria.
Notas
[1] P. Ch. Steptoe – R. G. Edwards, “Birth after the reimplantation of a human embryo”: The Lancet 12 (1978) 366.
[2] D. Callahan (dir.), Los fines de la medicina, Fundación Grífols i Lucas, Barcelona 2004, 16.
[3] Cf. A. R. Jonsen, Breve historia de la ética médica, San Pablo – UPCO, Madrid 2011; J. Gafo, Bioética teológica, UPCO – Desclée de Brouwer, Bilbao 2003, 17-38.
[4] D. Gracia, “Historia de la ética médica” en: Vilardell, F. (coord.), Ética y medicina, Espasa-Universidad, Madrid, 1988, 49.
[5] Simón Lorda, P., El consentimiento informado, Triacastela, Madrid 2000, 92.
[6] D. Gracia, Fundamentos de bioética, Eudema, Madrid 1989, 181.
[7] P. Laín Entralgo, La relación médico-enfermo. Historia y teoría, Alianza Universidad, Madrid 1983, 224.
[8] Cf. D. Gracia, “Bioética dos confíns da vida”: Encrucillada 150 (2006) 8-27.
[9] J. D. Watson, La doble hélice. Relato personal del descubrimiento de la estructura del ADN, Alianza, Madrid 2011.
[10] Cf. la magnífica exposición de uno de sus principales investigadores: J. Craig Venter, La vida descodificada, Espasa, Madrid 2008.
[11] D. G. Gibson et al. (+23) – J. Craig Venter, “Creation of a Bacterial Cell Controlled by a Chemically Synthesized Genome”: Science 5987 (2010) 52-56; cf. la explicación y comentario en J. M. Caamaño López, “Vida artificial? A célula bacteriana de J. Craig Venter”: Encrucillada 168 (2010) 62-69. Cf. para los antecedentes remotos el breve artículo de J. R. Lacadena, “Seréis como dioses”: Crítica 874 (2000) 12-16.
[12] D. Callahan, “El problemático sueño de la vida: en busca de una muerte tranquila” en: Aavv, Morir con dignidad: dilemas éticos en el final de la vida, Fundación Ciencias de la Salud, Madrid 1996, 94-95.
[13] Cit. por A. R. Jonsen, “Ética de la Eutanasia”: Humanitas. Humanidades médicas 1 (2003) 106. Cf. también Id., “‘Life is Short, Medicine is Long’: Reflections on a Bioethical Insight”: Journal of Medicine and Philosophy 31 (2006) 667-673.
[14] Por ecología entendía él “el conjunto de conocimientos referentes a la economía de la naturaleza, la investigación de todas las relaciones del animal tanto en su medio inorgánico como orgánico, incluyendo sobre todo su relación amistosa u hostil con aquellos animales y plantas con los que se relaciona directa o indirectamente. En pocas palabras, la ecología es el estudio de todas las complejas interrelaciones a las que Darwin se refería como las condiciones de la lucha por la existencia”.
[15] Cf. J. Gafo, 10 palabras clave en bioética, Verbo Divino, Estella 2000, 345ss; más detalles en Id., 10 palabras clave en ecología, Verbo Divino, Estella 1999.
[16] Cf. T. Forcades, Los crímenes de las grandes compañías farmacéuticas, Cristianisme i Justícia, Barcelona 2006.
[17] Cf. A. R. Jonsen, “The birth of Bioethics”: Hastings Center Report 6 (1993) 1-4.
[18] Cf. D. Hamphry – A. Wickett, El derecho a morir, Tusquets, Barceloma 1989, 42-56; desde un punto de vista centrado en las prácticas médicas y con abundante documentación R. J. Lifton, The Nazi Doctors. Medical Killing and the Psychology of Genocide, Basic Books, New York 1986; desde una perspectiva más divulgativa, pero con abundancia de detalles, J. J. Heydecker – J. Leeb, El proceso de Nüremberg, Bruguera, Barcelona 1972; no menos interesante, aunque breve y centrado en la influencia que tuvo la ideología nazi en la psiquiatría, es el artículo de T. Müller – Th. Beddies, “Eutanasia y eugenesia en la Alemania de Weimar y el Tercer Reich” en: L. Montiel – M. García (eds.), Pensar el final: la eutanasia. Éticas en conflicto, Editorial Complutense, Madrid 2007, 79-90.
[19] F. Jarh, “Bio-Ethik: Eine Umschau über die ethischen Beziehungen des Menschen zu Tier und Pflanze”: Kosmos 1 (1927) 2-4.
[20] W. R. Potter, Bioethics: Bridge to the Future, Prentice-Hall – Englewood Cliffs, New Jersey 1971. El artículo publicado un año antes y en el que ya utilizaba el concepto de bioética es: “Bioethics, science of survival”: Perspectives in Biology and Medicine 14 (1970) 127-152. Evitamos entrar en la controversia acerca del nacimiento bilocado (Potter y Hellegers) de la bioética por ser irrelevante para nuestro interés.
[21] V. R. Potter, “Bioética puente, bioética global y bioética profunda”: Cuadernos del programa regional de Bioética. Santiago de Chile 7 (1998) 25.
[22] Cf. D. Gracia, La cuestión del valor, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Madrid 2010.
[23] V. R. Potter, o.c., VII.
[24] Ib., VII.
[25] Ib., 1.
[26] T. L. Beauchamp – J. F. Childress, Principles of biomedical ethics, Oxford University Press, New York 20015.
[27] Incluso desde hace años se viene hablando de la necesidad de una ética de la no investigación, especialmente a partir de la obra de J. Testart, L’oeuf transparent, Ed. Flammarion, París 1986. E. Conan, “Jacques Testart”: La Nación, 23 de octubre de 1986 (Buenos Aires).
[28] R. A. McCormick, “Bioethics: a Moral Vacuum”: America 15 (1999) 8-12.
[29] S. Toulmin, “How Medicina Saved the Life of Ethics”: Perspectives in Biological and Medicine 4 (1982) 736-750.
José Manuel Caamaño López es profesor de Teología moral y bioética en la Universidad Pontificia Comillas de Madrid