Se entera uno de que la palabra conceto la admite la RAE como sinónimo de concepto, lo cual le trae a la memoria a José Blanco, ilustre usuario del término. Apunta el DRAE que la acepción está en desuso del mismo modo que el exministro, como si éste hubiera alcanzado en su carrera, además del de oficial de Fomento, el grado de inventor de palabras de un paisano, Cela, en boca del Matías Martí de ‘La Colmena’. Blanco no ha coincidido por poco en el despunte de esta generación dorada de corruptos, como si fuera Miguel Hernández respecto a la del veintisiete, o incluso como Chendo respecto a la Quinta del Buitre. Blanco tiene los mimbres, y también algún sobreseimiento, pero abandonó la corriente justo antes de su esplendor, cuando todavía el secreto bancario era como escribir cartas en papel. Uno a Blanco ya casi no le recuerda si no le mencionan a Pepiño (después de esto uno ya puede acordarse de lo de la gasolinera, que es una cosa un poco fronteriza, como las cuentas en el extranjero, o de aquello de apagar las luces de las autopistas para ahorrar), que era un apodo más de azote del gobierno que de gobernante, un ejecutor galleguiño, lucense de nariz portentosa, pero con un acento y una intención tan madrileños como sicilianos eran los de Luca Brasi, que vivía en Nueva York. Al final no ha sido su desempeño sino su dicción, gracias a la RAE (que últimamente lo admite todo, como si sus miembros no vigilasen la vulgarización del lenguaje obsesionados con su riqueza), lo que convierte a Blanco para la posteridad no en un político sino en un inventor de palabras, que es, al menos, algo mucho más aseado. Así, uno le imagina, en vez de declarando ante el juez, sentado en el café de doña Rosa con los poetas mientras Rubio Antofagasta le dice: “Por favor, José. Dále la última a don Ibrahim”, a lo que responde: “¡Bizcotur!”, “¿cómo dice?”, pregunta asombrado don Ibrahim, y Blanco prosigue: “Bizcotur. Dícese de aquel que, amén de bizco, es atravesado, ruin y turbulento. Se la regalo”.