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Mientras tanto#12 Cazadores de duvales

#12 Cazadores de duvales


 

I.

 

 

Este lunes se murió Denise Duval, la soprano favorita del compositor Francis Poulenc y la que estrenó, así, tres óperas del calibre de La voix humaine, Dialogues des Carmélites y Mamelles de Tirésias. El libreto de la primera, una «tragedia lírica en un acto para soprano y teléfono» es un monólogo de Jean Cocteau —que también fue el escenógrafo y director de escena del estreno absoluto de la pieza en 1959—. En el obituario de Duval que publicaba El País, Álex Vicente cita al propio Cocteau:

 

 

«Las ogresas como Callas o [Renata] Tebaldi se comen el texto y la música. Solo se quieren a sí mismas y aspiran a que la obra sea un pretexto que les sirva. Denise, en cambio, nos sirve a nosotros», añadió sobre esta mujer que, según la leyenda, lograba hacer llorar a los técnicos en los ensayos. «Su amabilidad la condenaba a la sombra y la sometía a las furcias de la Ópera. Pero la sombra ya no la quiere y esas furcias pueden tragarse su rabia. Se ha ganado la gloria que merece».

 

 

Poulenc, por su lado, deja los recados de inmortalidad en la propia partitura. Antes de anunciar la orquestación, el compositor ofrece cuatro «Notas para la interpretación musical», de las cuales dos —primera y cuarta— son estrictamente escénicas (o casi). Primera: «El único papel de La voix humaine debe ser interpretado por una mujer joven y elegante. No se trata de una mujer madura a la que su amante abandona.» El matiz es sustancial, como si escapase del naturalismo: como si temiese que las viejas glorias de la ópera fuesen a apropiarse de su Voix humaine y a convertirla en un cementerio de elefantes.

 

Parece, además, que a medidados del siglo XX los compositores empiezan a inquietarse por lo que no son sus personajes y a dejarlo reflejado en las partituras, quizás previendo las escabechinas escénicas que se sucederían después. Precisamente el año pasado un director de escena, Dmitri Tcherniakov, perdió un juicio con los herederos de Poulenc, que lograron sacar un DVD suyo de la circulación.

 

Cuarta pincelada: «Toda la obra deberá estar envuelta en la mayor sensualidad orquestal.» Solo con esto, y antes de empezar a leer el texto y a escuchar la partitura, uno puede imaginar sin demasiado esfuerzo qué mujer construye Poulenc, qué mujer, que es un caramelo en manos de cualquier director. Qué mujer, qué mujer que tenía cara y nombre y se quedó sin voz y se llamaba Denise Duval.

 

Una heroína de voz extraña y maneras óptimas. Óptimas para el drama, quiero decir.

 

 

 

II.

 

 

Las denise duval son los animales más raros de capturar; aquellos que cualquier director de escena sueña con encontrar pero que, obviamente, no abundan. La última en cantar La voix humaine en París, hace pocas semanas, ha sido Barbara Hannigan, que está y que aparece allá donde asome la patita el director Krzysztof Warlikowski. Sea haciendo Don Giovanni, Lulú o un buen Janacek. Hanningan, aparte de «dar el papel» en cuanto a tipo y forma, es directora de orquesta ella misma. Y ahora se ha convertido en una celebridad, merced, seguramente, a que reúne casi todas las cualidades que cierta manera de entender la ópera en nuestros días requiere: cuatro partes de sensualidad por dos de espectacularidad vocal, rebajadas con algo de inteligencia y rematadas con ralladura de competencia musical. Agitar y servir.

 

En el caso de esta última Voix, emparejada con El castillo de Barbazul, de Béla Bartók —sugerente, como poco—, todo tiene una pinta de lo más apetecible. Parece que incluso la crítica está unánimemente satisfecha, y que hay Warlikowski para rato en Francia y alrededores. Pero, ay, pero Hannigan no descuelga el teléfono en ningún momento de La voix humaine. En absoluto: es más, no contento con obviar que todo el texto de Cocteau se canta al teléfono, Warlikowski no lo retira de escena, sino que lo deja ahí, colgado, contemplando a la soprano sin moverse en los cuarenta minutos de ópera. Como si ya hubiese pasado su tiempo y hubiese llegado el momento de actualizar a Poulenc y a Cocteau. Vamos: no puedo imaginar los espasmos, latigazos cervicales y violentas sacudidas si Cocteau se enterase de que hay alguien «actualizándolo».

 

Sin haber visto el montaje, no obstante, parece que la voluntad de la producción está clara, y posiblemente sea todo lo respetuosa que tiene que ser con la concepción original de la obra: «Una mujer joven y elegante» y «la máxima sensualidad». A partir de ahí, ¿creación o arqueología? Warlikowski prefiere lo primero. Y el público, en apariencia, también.

 

 

 

III.

 

 

Los artistas cuya muerte se llora por haber abierto brecha tuvieron que hacerlo no a fuerza de querer meter dedos en lugares incómodos, sino a base de defender a capa y espada sus convicciones o, más interesante aún, de convertir sus aparentes defectos en virtudes: Duval, se dice, no tenía una voz especialmente bonita. Maria Callas, tampoco.

 

La historia, y más en los tiempos de Internet, cura las frustraciones a base de retales. De retales en los que se recuerda que este premio Nobel suspendía en el instituto y que aquel genio de las letras mundiales tardó décadas en ver su trabajo publicado, como para que nadie se venga abajo. Pero casi nunca se habla de los fracasos absolutos y flagrantes; ni siquiera se habla de la diferencia entre haber cumplido y ser recordado.

 

Es decir, Denise Duval es un personaje que merece un pequeño lugar en el olimpo occidental y un capítulo entero en la construcción de la Francia que hoy conocemos: Dialogues des Carmélites es una de las óperas más relevantes, más redondas y más emocionantes que jamás se ha compuesto en lengua francesa. Y una buena Blanche de la Force es un personaje de esos que cambia vidas, sacude conciencias e incluso empuja revoluciones.

 

Pero de Denise Duval, cuya carrera terminó hace más de tres décadas y que vivía retirada del mundo, no se había acordado casi nadie hasta ahora, que se ha muerto. Volverá a ser olvidada y su historia, como la de todos los artistas que viven en el alambre del arte en directo, volverá a necesitar de alguien que la cuente. Quizás, incluso, de alguien que cree a partir de sus creaciones.

 

Duval es fundamental, pero Duval apenas legó grabaciones y, como digo, no tuvo la posibilidad de acabar su carrera haciendo conciertos de aniversario multitudinarios o impartiendo clases magistrales de canto a precio de oro. Simplemente abrió un surco y pasó el resto de su vida junto al lago Léman. En silencio.

 

Lo que queda es la sombra de una soprano retirada y las de un libretista y un compositor, Cocteau y Poulenc, salvándose como pueden de que ni su memoria ni su legado sean corrompidos. Y si ellos tres se encuentran en esta tesitura, ¿qué no podrá temer el resto?

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