I.
Michael Haneke dijo que con Mozart es imposible no fracasar como director de escena: Por eso, lo único que distingue a unos de otros es cuánto fracasan. Lo decía con algo de sorna a las puertas de aquel Così fan tutte en el Teatro Real de Madrid hace dos años (cuyo estreno se perdió para irse a Hollywood a ver si le cubrían de Oscars).
Es verdad que pocos o ningún Don Giovanni han logrado rozar la perfección de la partitura, o hacerle justicia al menos. Pero también es verdad que cualquiera de las tres óperas del binomio Mozart-Da Ponte (las dos ya citadas más Las bodas de Figaro) tiene que dejar, en quienes las han montado, cierta sensación de estar haciendo historia o, al menos, participando de ella. Y todo mientras que fracasan estrepitosamente y sin remedio, salvo contadísimas excepciones.
Del fracaso con Mozart, aunque en otro sentido, también habló en su día Patrice Chéreau, al hilo de la versión cinematográfica de Don Giovanni que él rechazó y que acabaría dirigiendo Joseph Losey: «Transponer una ópera, pretender hacer una película con ella, en mi opinión, no es posible», explica en el libro de conversaciones con Daniel Barenboim en torno a su Tristán e Isolda, de Wagner. «Ambos géneros tienen una economía del tiempo, de la duración y del ritmo tan diferentes que no se pueden conjugar. ¿Qué hacer con la obertura? ¿Tratar de ilustrarla? Y ¿qué hacer con los bloques musicales compuestos exclusivamente para permitir que un personaje entre o salga de escena? En la ópera hay momentos que no pueden existir en el cine. En el cine, hay momentos que no aguantan el acompañamiento musical, que piden silencio. Son dos formas de expresión opuestas, antagónicas.»
II.
Tres cuartos de lo mismo sucede con el propio Wagner, si no peor. Wagner no solo no es posible en cine, sino que maneja un lenguaje tan endiabladamente complicado que a menudo ni siquiera es posible en un escenario.
Aprendo en Wagner’s Dream —el documental que produjo el Metropolitan de Nueva York con motivo de su nuevo Anillo de 2012 dirigido por Robert Lepage—, que su frustración se remonta a la concepción de la partitura, el libreto y la puesta en escena: Wagner nunca tuvo los medios necesarios para poner en pie el imponente castillo que había salido de su imaginación, su intelecto y sus entrañas. No le bastó con escribirlo, dirigirlo musicalmente, dirigirlo escénicamente, tardar más de veinticinco años en completarlo, construirse un teatro a la medida del Valhalla… Nada de esto fue suficiente para colmarlo: para no fracasar.
Pero el perpetuo fracaso wagneriano tiene mucho más que ver con el mozartiano, con aquello del código interno de las obras, que con que a finales del siglo XIX fuese imposible construir una montaña en veinte compases de música o desplegar un arco iris por el que pudiesen pasear los dioses: El fracaso con Wagner se debe únicamente a que ha levantado, con equilibrios imposibles, una obra cuya sola observación la desnaturaliza y la rompe. No hay una sola palabra de texto al azar; no existe un solo movimiento, gesto o intención que no tenga una razón de ser y que vaya acompañado de un sonido; y, para rematar, en cualquier escenografía hay que dejar no solo sitio para forjas, héroes y robles milenarios, sino para un desfile interminable de temas universales, inabarcables y espesos como la melaza. Ya solo en Die Walküre, primera jornada del Anillo, se habla explícitamente de: La compasión, la infidelidad, el valor, la ira, los celos, la infidelidad otra vez, el amor paterno filial, el paso del tiempo, la inseguridad humana, el poder, el amor carnal, la piedad y la responsabilidad. Y la infidelidad otra vez.
Por eso hay que asumir, antes incluso de empezar a pensar en la remota posibilidad de montar Die Walküre en un teatro, que no se va a lograr meter esto en el escenario y que, de disponer de suficiente espacio para hacerlo, hay que preocuparse además de que el espectador sea capaz de asumir las casi cuatro horas de frondosidad extrema.
III.
Durante estas últimas semanas han convivido las dos sensaciones —el sabor de la historia, la frustración wagneriana—, a medida que iba ultimando el sobretitulado de Die Walküre.
Mañana la estrenamos (en todos los sentidos: nunca se ha representado en Oviedo) en el Teatro Campoamor, con esa conjunción entre la supervivencia emocional y cerebral a Wagner, por un lado, y el inevitable fracaso que sigue a tratar con un texto tan espeso como enrevesado, por otro.
El trabajo de traducción y adaptación ha requerido de varios meses para dar con el adjetivo adecuado, el sustantivo justo o la referencia precisa, tarea complicada, oscura y desagradecida: porque luego, no hay más remedio que sacar la tijera, abreviar lo indecible y comprimir lo incompresible. Ni una sola coma está plantada al azar, pero no caben todas ni en nuestro idioma ni en mi pantalla de sobretítulos.
Supongo que algo parecido ocurre con llevar a Wagner a escena: que su música es tan poderosa y su imaginación tan desbordante que resulta extremadamente complicado hacerle justicia.
De hecho, es muy inquietante: quizás sea imposible. Quizás el Anillo solo puede existir en la imaginación.
IV.
Pero no hay frustración sin premio: el director musical, el maestro Guillermo García-Calvo, lo ha vuelto a hacer. Suscitó lo impensable con su Das Rheingold, prólogo del Anillo, en 2013; y ahora, con Die Walküre, nos ha brindado a quienes participamos en esta producción que nos vaya a costar olvidarla. Dentro de muchos años podremos decir que estábamos allí.
Ha conseguido escalar lo imposible y superar lo insólito: ha puesto una piedra de toque de la que quizás ni siquiera él sea consciente, produciendo un Wagner que no pocos melómanos alemanes querrían para sí.
Pero García-Calvo tiene, a la vez, treinta y siete años y la mala suerte de ser español. Es un héroe por haber asumido y aprehendido la obra, por haber sorteado todas estas frustraciones. Y lo es más si cabe, para la generación de opereros que venimos detrás, por la reivindicación implícita en su trabajo: Él es uno de esos «aventureros» españoles al que no le quedó más remedio que irse a estudiar y a forjarse fuera de España, para luego tener que aguantar la condescendencia y la mojigatería de este país.
Alguien le dio la primera oportunidad, el primer paso para llegar hasta aquí. Y fue en otro país que no fue este, en el que si algo escasea no es el talento, sino la voluntad de descubrirlo, explotarlo y ponerlo en valor. Hoy se le reconoce, se le premia y apunta a hacer cosas enormes, grandísimas. Pero España tiene que aspirar a ser la que brinda primeros pasos, no segundos, terceros ni octavos.
Es un héroe: Él no ha fracasado y, encima, ha hecho historia.