El historiador Gabriel Jackson, buscando testimonios inéditos y reveladores de la Guerra Civil española, entrevistó en enero de 1961 a José María Lacarra en su domicilio de Zaragoza. Junto al fuego, tomando un té, tuvo que esforzarse para escucharle porque hablaba en voz tan baja que sus hijos, al otro lado del salón, no podían oírle. Prestigioso medievalista, explicó al historiador que había desempeñado durante la contienda importantes misiones en el salvamento del tesoro artístico y bibliográfico, y que poseía abundante documentación, pero que nunca se había decidido a contar su experiencia. Acabada la guerra, le habría resultado muy difícil ser honesto y escribir lo que de verdad creía: que algunos de sus enemigos políticos, fundamentalmente anarquistas, actuaron con decencia en el Madrid sitiado, mientras que la mediocridad y la codicia se había apoderado de muchos de los vencedores. Cuando hubo de tomar partido pensó, más que en sobrevivir, en adaptarse al régimen militar que estaba seguro de que triunfaría y seguir con su trabajo de investigador.
Años después, tras la muerte de Franco, Lacarra retomó la idea de publicar su libro e incluso llegó a leer a sus allegados varios capítulos, pero finalmente desistió. Dejaba en evidencia a algunos compañeros y reabría viejas heridas. Todo aquello era agua pasada que no valía la pena remover y, en su opinión, no había nada que reivindicar porque se había limitado a cumplir con su deber. “Algunos hombres pueden expresar más sentimientos en unos cuantos comentarios ambiguos que en un relato largo y específico, y él pertenecía a esa clase de hombres”, escribió Jackson en Memorias de un historiador (Madrid, 2009).
José María Lacarra formó parte de los organismos creados por la República para la incautación y preservación del tesoro artístico y bibliográfico durante la guerra. Informó, por ejemplo, de los daños sufridos en la Iglesia Magistral de Alcalá de Henares, que los dos bandos achacaron al contrario con gran aparato de propaganda, incluida la profanación y destrucción del sepulcro del cardenal Cisneros. Su documentación –que hizo pública en 1978– permitió establecer que el hundimiento de las bóvedas se debió a un incendio tras el estallido del depósito de municiones que habían instalado allí los militares sublevados y que las imágenes que mostró el diario Abc del sepulcro de Cisneros bajo los escombros eran un puro montaje porque había sido trasladado, a instancias suyas, al Museo Arqueológico dos meses antes.
No cabe duda, como explica Enrique Pérez Boyero en el artículo que consagra a Lacarra –y que puede leerse íntegro en este enlace–, que su labor de salvamento del tesoro artístico y bibliográfico fue encomiable, pero a partir de 1937 se distanció de las autoridades republicanas e hizo todo lo posible para trabajar en su contra. Formó parte de la dirección del sindicato del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos incrustado en la CNT con la intención de proteger a sus miembros de ideología derechista, e ingresó en la Falange clandestina y en el Servicio de Información y Policía Militar (SIPM), a las órdenes del espionaje franquista. Desde su cargo en la Junta del Tesoro Artístico de Madrid, en 1938, recogió valiosa información para el enemigo, en colaboración con la figura más destacada del quintacolumnismo bibliotecario de la Guerra Civil: Matilde López Serrano, especialista después en encuadernaciones y jefa muchos años de la biblioteca del Palacio Real.
Durante la depuración franquista, Lacarra manifestó su adhesión inquebrantable al nuevo régimen, maquilló algunas de sus intervenciones de los primeros tiempos y sostuvo la tesis de que no hubo salvamento alguno sino una rapiña, un expolio y un saqueo de los republicanos. Pero lo cierto es que defendió a un buen número de compañeros y declaró a favor, por ejemplo, de Antonio Rodríguez-Moñino en el Consejo de Guerra al que este fue sometido. Discípulo de Claudio Sánchez Albornoz y una de las figuras más eminentes del medievalismo español del siglo pasado –falleció en 1987–, nunca fue un franquista exaltado ni se decidió a publicar el libro sobre lo acaecido en el mundo bibliotecario durante la Guerra Civil que al parecer llegó a tener muy avanzado.
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De origen humilde, Luisa Cuesta Rodríguez fue una bibliotecaria que tuvo que enfrentarse a las enormes limitaciones de su época para alcanzar sus expectativas profesionales. Asidua de la Residencia de Señoritas que dirigía María de Maeztu, aprobó en 1921 las oposiciones al Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos y desempeñó diferentes puestos en la Biblioteca Nacional. Afiliada a la UGT, era cercana al Partido Comunista y miembro de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética. Tras la sublevación del 18 de julio de 1936, pasó a formar parte como vocal de la Comisión Gestora que los republicanos establecieron para regir la política bibliotecaria y presidía Tomás Navarro Tomás. Hizo un trabajo, en Guadalajara, similar al desarrollado por Lacarra en Alcalá de Henares.
Comenzó pronto, sin embargo, a tener distintos desacuerdos con sus compañeros de la Gestora, que no entendieron su defensa de Miguel Artigas, director de la Biblioteca Nacional, ni su protesta por la depuración de unos profesores de un orfanato de Prosperidad por el único motivo de que eran derechistas. El 2 de octubre de 1936 se produjo un hecho traumático: un grupo de milicianos irrumpió en la Biblioteca Nacional y detuvo a todos los presentes, lectores o empleados, bajo la acusación de quintacolumnismo que, al día siguiente, justificó La Pasionaria con un artículo en Mundo Obrero. Luisa Cuesta intercedió a favor de sus compañeros detenidos en una sesión del Frente Popular. También le acarreó problemas posicionarse en contra de la decisión de que los sacerdotes no pudieran ejercer cargos en el Cuerpo bibliotecario.
Un caso singular, que conocemos por el testimonio de una compañera que testificó a favor de Cuesta después de la guerra, fue el del sacerdote y bibliotecario de la Nacional Florentino Zamora. Se supo que había estado escondido dos días en el depósito de incunables de la Biblioteca Nacional. Allí retiraron platos, cubiertos, el breviario y una manta que Luisa Cuesta le había proporcionado. Según otro testigo, la bibliotecaria se prestó a entretener a los porteros para que el sacerdote pudiera escapar sin ser visto. Todo ello no le evitó un duro expediente de depuración en el que muchos de sus compañeros salieron en su defensa, entre ellos José María Lacarra, pero no todos. Pilar Egoscozábal, actual jefa del Servicio de impresos antiguos de la Biblioteca Nacional, y María Luisa Mediavilla, que recuperaron su memoria –su trabajo puede leerse en este enlace–, echan de menos una declaración de Zamora a su favor.
Fue condenada a un traslado forzoso durante un año, pero no se rindió, regresó a la Biblioteca Nacional y fue nombrada jefa de la Sección de Hispanoamérica, donde permaneció hasta su jubilación. Fue la primera mujer que ganó el Premio de Bibliografía, publicó obras destacadas sobre la imprenta en Burgos y en Salamanca, entre otros muchos temas, aunque nunca abordó su experiencia durante la Guerra Civil (si bien murió pocos meses después de su jubilación, en 1962, en pleno franquismo). Es curioso que en 1958 publicara en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos un artículo, “Los secretarios de Carlos V”, que firma junto a Florentino Zamora, el cura al que había salvado la vida escondiéndole en el depósito de incunables y que, según los datos disponibles, no testificó a su favor después de la guerra.
Una sala de lectura de la Biblioteca Nacional durante los años treinta.