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Mientras tantoCelibato impuesto

Celibato impuesto

La fábrica de historias   el blog de Iara Matiñán Bua

 

En el salón de mi casa mientras me subo al vagón de mis recuerdos

 

—Los lectores echamos de menos tu blog, y yo también, me escribió mi editor.

 

Lo siento por haber desaparecido tanto tiempo de mi ecosistema llamado blog, pero es que mi vida es tan aburrida que no tengo nada interesante que contar; a no ser mis minihistorietas, que aunque me río con ellas, lo cierto es que más que dejarme en buen lugar consiguen humillarme.

 

En teoría se podría decir que he conseguido lo que llevo años persiguiendo: escribir en prensa nacional (qué ñoño que suena). El otro día publiqué un reportaje sobre Isabel Perón y sus declaraciones, contadas por sus amigos, tras la muerte del general Videla, aquel que fue su “verdugo”. Están en el cajón del Todo Gratis, es decir: en internet. Pero no pienso escribir enFronteraD sobre cosas serias, para eso ya están los periódicos.

 

Hace seis meses que vivo en un zulillo de habitación, en un piso compartido, donde a veces tengo que echar a lavar mi ropa limpia porque si la doblo en mi armario sencillamente sale por fuera, como si mis camisetas intentaran desafiarme diciéndome: “O tú o nosotras, pero las dos no entramos”.

 

En cuanto a relaciones sentimentales se puede decir que estoy viviendo un noviciado en contra de mi voluntad; no sé si porque salgo menos o porque cuando me emborracho ya no me vale cualquier cosa. Todo esto viene a cuento de que el otro día viví uno de mis episodios patéticos que creo que merece la pena escribir. Una historia que se puede publicar en FronteraD, pero no en los periódicos serios, para que no se pierda en la despensa de las vivencias.

 

Ocurrió en una tarde de domingo, como otra cualquiera, del mes de mayo, cerca del barrio de Lavapiés, en Madrid. Yo me había levantado de resaca con el mismo vestido rojo con el que había salido de fiesta la noche anterior y con los restos de maquillaje pegados a mi cara como un chicle a un banco de madera. A mi lado estaba Luis, uno de mis amigos de la infancia, también vestido con vaqueros, camisa y calcetines, cada uno mirando a una esquina distinta de la habitación. Se había quedado a dormir a mi casa porque había venido un par de días a Madrid, y la brasileña de turno, con la que ligaba de vez en cuando, ya le había acogido la noche anterior.

 

Escribí un mensaje a otro amigo, al que he bautizado mi amigo cultural, con el que llevo tres meses quedando. Para mí cada vez que nos vemos es una cita, para él debe ser una especie de encuentro amistoso, porque cuando salimos me lleva al teatro y me habla de las chicas que le gustan. Yo siempre me prometo a mí misma que no volveré a verle, y siempre le veo, disimulando que estoy encantada con mi papel de amiga del alma y preguntándome por qué carajo gasto mi tiempo en maquillarme y lavar mis vestidos, preparándome para mi encuentro amistoso. Pero en fin, ahí seguimos.

 

Total, que como los gallegos me estoy enrollando más que una persiana y debería ir “al centro”, como diría mi amiga Patricia y compañera de máster. Era domingo, yo estaba de resaca y él me invitó a comer a su casa. Tenía tal cansancio que me puse el primer vestido que encontré entre los cajones perdidos del armario (parecía sacado de la película Crónicas de Narnia), unos tacones de los que me caía al andar y me maquillé sobre los restos de máscara del día anterior. He de confesar que la combinación no quedó del todo mal.

 

Salí a la calle y caminé en una dirección inventada, hasta que me di cuenta de que no iba a ninguna parte. Decidí parar a un taxi con el poco dinero que me quedaba, y me fui a su casa. Cuando entré en su portal casi me fracturo el tobillo por no saber andar en tacones, pero, con las piernas intactas, cogí el ascensor y llegué hasta la puerta de su apartamento. He ahí ese momento en el que una mujer se siente pletórica antes de hacer su entrada triunfal. Me imaginaba que estaría esperándome en el rellano de la escalera o que me abriría la puerta del ascensor cuando llegase. Pero nada de eso, la puerta de la vivienda estaba abierta de par en par. Él no estaba para recibirme, sino que me esperaba sentado delante de su ordenador en el sofá de su salón. Tuve que adivinar dónde encontrarlo.

 

Me dio la sensación de que esperaba a un colega, a fin de cuentas eso era lo que yo era para él. La comida no estaba lista, y fuimos a comer con una amiga suya, a la cual yo no esperaba, a la Latina, la zona de los artistas cara de Madrid (Lavapiés es el intento de barrio bohemio, pero a lo barato). Después de que su amiga se fuera me llevó a tomar mojitos con su compañero de piso, al que le gustaba una dominicana amiga de mi amigo cultural, denominación de origen impuesta. Así que estuvo dos horas hablando con ella por wasap para intentar convencerla de que se uniera a la fiesta. Y vino.

 

Así pasó el tiempo hasta que llegó la dominicana y yo me fui a casa en taxi acompañada por su compañero de piso, el cual siguió su camino tras dejarme en mi portal. Llegué a mi salón enfadada conmigo misma por ser tan patética, pero como no tenía otra cosa mejor que hacer decidí subirme al vagón de mis recuerdos intentando buscar en mi mente difusa, y con el disco duro rayado por culpa de la resaca, una imagen o emoción digna de volver a ser sentida. Fue entonces cuando me acordé de él, del soldado israelí que dejé en mi kibbutz, a 3.600 kilómetros de distancia.

 

Rebobiné mi cinta de imágenes dislocadas, hasta llegar a marzo 2012. En la escena estábamos el soldado israelí y yo cenando en un restaurante japonés en Ramat Yishai. Una ciudad situada a diez minutos en coche de el kibbutz en el que vivíamos. Era nuestra primera cena juntos. Yo tenía 27 años, y él 24. Acababa de terminar su servicio militar. Por aquel entonces yo era su confidente y él siempre me hablaba de lo difícil que era haber nacido en Israel.

 

—¿Sabes?, me dijo el soldado, a veces me pregunto qué pasó con los palestinos que arranqué de sus casas cuando estaba en el ejército. Tenía que entrar en sus viviendas, llamar a la puerta y sacarlos. Yo sólo cumplía órdenes. Nunca supe por qué lo hice. Me lo mandaban mis oficiales y tenía que obedecer. A veces, al entrar en sus salones, sus familias intentaban hablarme. Pero no les entendía. Por eso estoy estudiando árabe –hizo una pausa–. A veces, me pregunto qué significa ser judío y si tengo que vivir en este país para siempre. Pero mis padres no entienden que me vaya. He de estar aquí.

 

Emigré de mis recuerdos y me fui a cama. Era hora de dormir. Y de acabar con mi celibato impuesto.

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