La poesía calza la mesa que sostiene el cosmos. Sin ella todo caería y se haría añicos contra el suelo del vacío.
Son más largas y espantosas las pesadillas del soñador: es cierto. Aquellas naciones cuyos libertadores se convirtieron en carceleros se reincorporan a la historia con el pulmón maltratado y descreído, como horizontes de espaldas. Apostatan de lo que anhelaron: los antiguos guerrilleros sandinistas con quienes conversé en el Mercado Oriental de Managua, el músico en Shiraz que se guarda rencor por haber defendido de joven la revolución iraní, los hombres y mujeres que lucharon por la libertad de Zimbabue liderados por Robert Mugabe y hoy rezan por su muerte.
Porque rezan por su muerte: dos años atrás los zimbabuanos tocaron fondo. Con una inflación oficial del 355.000% y la economía desventrada los comercios se vaciaron: las familias tenían que viajar como mínimo una vez al mes a países vecinos para comprar comida, ropa, cualquier cosa. Cientos de miles de personas cruzaron las fronteras para siempre buscando sustento, aire. Casi dos décadas después de que Mugabe acabara con el régimen blanco, racista y criminal de Ian Smith, esta tierra yacía moribunda: mientras el gobierno enarbolaba la guerra de liberación y la amenaza neocolonialista para absolver sus violaciones de los derechos humanos, la educación, la salud y la agricultura se desconchaban. Aunque Mugabe contaba y cuenta con muchos seguidores en el medio rural donde no llega más información que la oficial, el candidato de la oposición, Morgan Tsvangirai, era el político más popular de Zimbabue. Mugabe amañó las elecciones de 2008 y la población estalló: la represión fue salvaje. El hostigamiento internacional y el aullido interno obligaron al anciano rebelde a pactar un gobierno de unidad nacional con Tsvangirai. Penosamente el acuerdo va dando frutos: la dolarización de la economía desactivó la inflación, las tiendas se fueron llenando y una relativa paz social ha procurado cierta estabilidad. Sin embargo los niveles de pobreza no mejoran y el estado de derecho continúa exiliado. Y Mugabe, a sus ochenta y seis años, todavía es el Presidente.
Salgo a trabajar cada mañana con personas que conocieron a Mugabe antes de la independencia. Unos pocos dicen que de algún modo ya en los setenta se columbraba en él un hemisferio oscuro, despótico; los más confiesan que su carisma y la fuerza de sus argumentos te arrastraban: todos, desde hace al menos un decenio, le consideran un monstruo. Los monstruos acceden al poder y despedazan a sus pueblos: los buenos demócratas denunciamos tales atrocidades y pacientemente esperamos a que mueran (a veces el monstruo dirige un país preñado de petróleo y entonces sí se le ataca y ejecuta). Pero rara vez nos preguntamos cómo nacen esos monstruos extraños que fugazmente aparecen en los diarios apadrinando horrores: y no lo hacemos porque nosotros ayudamos a engendrarlos. Casi todos los dictadores del planeta llevaron y llevan nuestros apellidos.
El 11 de noviembre de 1965 Ian Smith, nieto de un carnicero escocés que había llegado a África en 1898, declaró unilateralmente la independencia de Rhodesia, el antiguo nombre de Zimbabue, desvinculándose del gobierno colonial inglés y creando su propia versión del apartheid. El Reino Unido, que unos años antes había asesinado a 50.000 kikuyus en Kenia por alzarse contra su imperio, se limitó a imponer sanciones: claro, no es lo mismo, aquí los insurgentes tenían la misma piel que los europeos. Los blancos de Rhodesia, menos del 5% de la población, poseían más del 50% la tierra: por supuesto la mejor. La educación estaba segregada: el estado gastaba once veces más en un niño blanco que en uno negro. Ian Smith por aquel tiempo afirmó que ni él ni sus hijos verían en Rhodesia un presidente elegido por la mayoría negra. El mensaje era unívoco: sólo a través de la violencia sería posible obtener la libertad. Mientras las democracias del norte jugaban a su ajedrez de sanciones, Smith recibía el apoyo firme del gobierno racista de Sudáfrica, respaldado por Estados Unidos, y de Mozambique y Angola, aún colonias de Portugal, miembro de la OTAN. Cegados los vanos, los líderes negros con Mugabe al frente, recurrieron a la guerra. Y los ángeles no ganan guerras.
Mugabe había sido encarcelado en 1964 por hacer declaraciones a favor de la independencia y la democracia: un hombre, un voto. Pasó once años entre rejas: Ian Smith no le permitió siquiera acudir al funeral por su hijo de cuatro años, en aquel entonces su único hijo. Mandela al salir de prisión hablaba de paz y reconciliación: mas la heroicidad es flor rara. Mugabe volvió a las calles con una ideología, odiar al blanco, y una idea, no hay más poder que el poder absoluto: otra cosa no había vivido. La historia de Zimbabue no justifica a Robert Mugabe, pero lo explica. La injusticia amamanta injusticia: Chaves en Venezuela, Ahmadineyad en Irán, Omar el-Bechir en Sudán, bestias paridas por bestias que lamían nuestras manos. Y los demócratas del norte seguimos acariciando bestias: Déby Itno en Chad, Kagame en Ruanda, Meles Zenawi en Etiopía. En 1946 Robert Penn Warren publicó una de las grandes novelas del siglo XX, Todos los hombres del rey. Es la historia de Willie Talos, un político estadounidense sin escrúpulos que a través de la corrupción y la amenaza se convierte en amo de su estado. En un momento del libro el narrador se pregunta: ‘Hay una cosa que me intriga. Si desde tiempos inmemoriales los sucesivos gobernantes de nuestro glorioso estado se hubieran preocupado por el bienestar de sus habitantes, ¿le habría sido tan fácil a Talos apoderarse de él con las manos desnudas?’.
No sé cómo se desguaza el odio, qué fósbury del espíritu rebasa los agravios. Por eso leo al poeta argentino Juan Gelman, para entender de qué manera un hombre cuyo hijo y nuera fueron asesinados por una dictadura militar puede reconciliarse con la vida, dónde se deseslabona el rencor. En Roma, en el exilio, Gelman escribió un libro maravilloso llamado Citas, que contiene este poema,
CITA XIV (santa teresa)
bendito seas dolor que parió
este amor áspero de tiempo/estas
claras señales rotas como claras
aguas que bajan para arriba de
lo superior del alma/pajaritos
criados para más de sus hechuras/
criaturas de quietud o paz grandísima
como tus manos donde huele olor
a espanto que pasó/como escribido
en las paredes descuidadas de
la muerte que pasaba a pie por calles
donde toda niñez era escondida.
Luego el dolor puede también parir amor, pájaros criados para más de sus hechuras. Luego pasa el espanto.
Quiero contarte algo más. Estoy sentado en una sala enorme a las afueras de Harare asistiendo a la reunión de Comités de Desarrollo de Hatclieff Extension. He venido con Talent Mupfawa y Aaron Mareya, los responsables del departamento de formación profesional de Silveira House, una organización local. Desde hace veinte años Talent y Aaron montan cursos en los que jóvenes desempleados aprenden oficios y posteriormente les ayudan e iniciar sus propios negocios. En 2008 vinieron a trabajar aquí. Es un barrio nuevo: el gobierno, en los noventa, cansado de echar a cientos de familias sin casa de un terreno para ver como ocupaban otro, decidió ofrecerles este lugar; así nació Hatclieff Extension. Poco a poco algunos de sus cinco mil habitantes han logrado construir una vivienda, pero muchísimos viven en tiendas aún.
Los jóvenes que Talent y Aaron formaron, tras terminar los cursos, necesitaban un sitio donde establecer sus talleres, y agua, y electricidad para que las máquinas funcionaran. Esto sólo se consigue hablando con el estado, y el estado sólo recibe a lo que en Zimbabue se llama el Comité de Desarrollo del barrio: una voz. Éste era el problema: en Hatclieff Extension se habían compuesto dos Comités de Desarrollo, cada uno adscrito a uno de los dos partidos que se disputan el poder en el país, el ZANU PF de Mugabe, y el MDC de Tsvangirai. Férreas redes de clientelismo y la malsana politización de la sociedad zimbabuana sellaron una animadversión que durante las elecciones de 2008 se gangrenó en violencia. En Hatclieff Extension los miembros, pobres como ratas, de cada Comité de Desarrollo se enfrentaron: hubo muertos. Cuando los políticos arreglaron el gobierno de unidad nacional unos y otros volvieron a sus casas o tiendas a curar sus heridas dobladilladas: en el barrio seguía sin haber agua, electricidad, calles con asfalto.
Talent y Aaron, contra la opinión generalizada, estaban convencidos de que las cosas podían cambiar. Se reunieron por separado con cada Comité y finalmente consiguieron que accedieran a sentarse juntos con el fin de crear un Comité de Desarrollo único para el barrio. Hoy es el día. Abrió la sesión Talent, explicando las ventajas de unir fuerzas a la hora de reclamar derechos. Después empezaron las intervenciones; llevamos desde la mañana y ha habido lágrimas, risas, gritos, pero sobre todo palabras, miles, millones de palabras. Y tras ellas un acuerdo. Ya está formado el Comité de Desarrollo de Hattclieff Extension: ahora están discutiendo acerca de las necesidades más urgentes del barrio para presentarlas cuando se reúnan con el Ayuntamiento de Harare. Han establecido criterios de elegibilidad para el Comité de Desarrollo: el principal es que ninguno de los representantes del barrio pueda ocupar un cargo político.
Zimbabue permanece entre los espinos: quizá haya elecciones el año próximo y si la muerte no lo remedia Mugabe se presentará de nuevo con su arsenal de intimidaciones y mentiras. Mas como dice Talent: ‘Estamos recuperando el sueño de la libertad que él nos robó’.
Son más largas y espantosas las pesadillas del soñador, pero lo que contempla al despertar jamás lo verá el precavido.