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Mientras tantoComo si fuera solo teatro

Como si fuera solo teatro


 

Ha comenzado ya. La perforación de las murallas que rodean nuestro mundo, que pretenden perpetuarlo.

 

Si ellos son hábiles y poderosos y no tienen escrúpulos, nosotros podemos ser más sutiles, más inteligentes y demostrar mayor talento para la estrategia política a través de dos armas revolucionarias: la belleza y el humor.

 

La casa de la portera es el último hito.

 

(Raquel Pérez, Raúl Tejón, Lola Casamayor y Juan Codina, en Ahora empiezan las vacaciones. Foto: Mista Studio)

 

Se trata de perforar conciencias, como el ejército israelí hace al entrar en las casas de los palestinos a través de las paredes medianas: atravesándolas, entrando de costado y luego casa por casa, y luego, claro, ganando la partida de la propaganda.

 

Nuestra estrategia es mejor. No hay violencia. Pero entramos en las conciencias desde las salas de estar rellenas de dinamita con nombre de ilustres químicos dedicados durante años a fabricar explosivos capaces de mostrar tanto la complejidad de la naturaleza humana como algunos tipos de verdad sobre psicología, teología política, teología a secas, economía de mercado, economía planificada, pasiones, hipocresía, deseo, enriquecimiento, mala conciencia, mezquindad, altruismo, perversión, miedo, sueño, horror, piedad, sequedad de alma, capacidad de resistencia, vida más allá de la muerte, superstición, desdicha, furia, gracia… Entre esos químicos hay figuras que han alcanzado la gloria y nos muestran el camino (como Strindberg o Chejov) y nuevos exploradores del abismo (como Denise Despeyroux  o Paco Bezerra).

 

De veinte en veinte. No más. Y no todos van a ser ganados para la causa. Eso sería un estruendoso fracaso. La lluvia ha de ir calando finamente. Entre los que regresan. Entre los que se dan cuenta y actúan en consecuencia.

 

La casa de la portera lo grita sigilosamente desde el nombre y desde la honestidad política de su espacio escénico. Como antes hizo y sigue haciendo la Cuarta Pared. Ese es el camino. Largo como la vida.

 

(Carmela Lloret y Sara Torres se disputan a Bruno en Por un infierno sin fronteras)

 

Con dinamiteros así, que no se cobran más víctimas que los dueños de los medios de reproducción de las ideas del mundo, de lo que supuestamente somos, de lo que nos está permitido hacer, la historia vuelve a ponerse en marcha. 

 

Grandes boquetes en la conciencia. Pequeños y devastadores desenmascaramientos. Noche tras noche.

 

El falansterio son estos teatros como La casa de la portera. Se teje sobre todo de noche. Cuando se cierra la puerta de la calle y jugamos, ellos y nosotros, a que es solo teatro. Vamos.

 

 

Tres noches

 

La primera noche no encontraba la puerta. Hasta que me di cuenta de que no podía seguir orientándome por los viejos códigos. No había letreros luminosos. No había marquesina. Me acerqué a la puerta que se parecía a cualquier puerta de cualquier edificio de barrios como El Rastro o Lavapiés, que así ha de funcionar el nuevo movimiento clandestino que no se oculta, pero se mimetiza, y allí estaba, entre los timbres donde vive la gente. La realidad. Llamé y el falansterio se abrió. La primera noche fue la de Ahora empiezan las vacaciones, versión de Paco Becerra de El pelícano, de August Strindberg. Con dirección de Luis Luque, con Lola Casamayor tomando posesión de la casa, de la familia y de nuestra total atención. Las miserias del amor y de la vida familiar, en toda su espléndida crudeza, con un humor tan negro como corrosivo. Es preciso salir a coger aire al exterior de la noche cuando el gas nos hace viajar, a los supervivientes y a nosotros, a la Polinesia.

 

La segunda, Por un infierno sin fronteras, escrita y dirigida por Denise Despeyroux, incluye una lección práctica sobre la analogía y la metáfora que jamás olvidaremos, y hasta un dictado por una buena causa y destino el domicilio del nuevo papa Francisco, convoca a los muertos ante nuestros mismísimos ojos y logra que la lucha por un pez acabe ralentizando el tiempo en un bellísimo ballet íntimo en el que la conciencia y la psiquiatría estallan como un lúcido fuego de artificio.

 

(David González y Raúl Tejón, en Iván-Off) 

 

Para Iván-Off, que juega desde el título tanto con la condición y el carácter del protagonista de esta radiografía chejoviana como con la del teatro al que hemos entregado devotamente nuestro tiempo, ya íbamos cargados de prejuicios, notas previas y algunas recomendaciones. Se tocarán nuestras rodillas con las suyas, nuestros alientos se mezclarán en el espacio reducido (nuestro mundo), y comprobaremos que si en escena asoma una pistola (hay otra enmarcada e iluminada en el atrezzo permanente de este teatro que fue casa y hoy es herramienta) ha de ser utilizada. Un soplo de verdadera vida nos arderá en los oídos como plomo derretido, con la preciosa convención de que ellos saben que sabemos que son actores y que nosotros somos público, y que estamos ahí para que existan, y para que nos entretengan, nos arranquen el alma, pero no solo. Con versión y dirección de José Martret, las raíces subterráneas y aéreas cruzan desde Rusia hasta Islandia y acaban asomando en un barrio del corazón de Madrid cargado de pólvora, no en vano Cascorro podría ser el santo patrón de esta Casa de la portera en la que recupero no una fe que perdí para siempre sino la voluntad de dinamitar la especie de que la historia ya está escrita. Aunque la derrota sea siempre el final, que la muerte nos espera agazapada en cualquier zaguán. Ya lo sabemos. Mientras tanto, el teatro y la vida cogen la aguja del tiempo y enhebran nuestro hilo, que es nuestro aliento, nuestros pies, nuestra voluntad para cambiar el estado de las cosas, empezando por nuestra pereza, nuestro miedo a decir no, y a actuar en consecuencia. Como si el teatro fuera inocuo.

 

Teatros que perforan las murallas de la indiferencia, de la resignación. Teatros que arden como las hogueras. En espacios ganados a la oscuridad. La contraseña es hacer. Como nos enseñaron desde Buenos Aires a Nueva York, desde Varsovia a Madrid, desde Kantor a Tolcachir, desde Grotowski a André Gregory. Vamos.

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