Me dispongo a encender una hoguera
en una península batida por el viento
con las piernas casi tan empapadas
como las cerillas,
el rostro tan aterido
como las manos,
y la sospecha de que tal vez no vaya a salir
de esta aventura en pos de mí mismo.
Ah, ¿pero aquel náufrago no imaginario eras tú?
Abro el libro al azar
como un juego cabalístico
o como un libro sagrado
al que jamás prestaste la menor atención.
Asoma José María Fonollosa
con el New York Times
bien metido
bajo la camisa
y el calzoncillo
porque cuando sopla el jazz de enero
no hay cristiano ni apóstata
que se salga con la suya
en esta ciudad hija del viento.
Así reza Fonollosa,
con las manos firmemente entrelazadas
a la espalda:
«Se nos está muriendo el jazz…».
Pero no esta noche, con el viento hecho una cobra
que ha dejado un rastro de hiel
sobre las mejillas del bulevar
un rastro de veneno
de buenas intenciones
para que mañana
cuando abran los kioscos
encuentren algo razonable que vender
no toda esta cosecha de noticias
que confirman
lo que ya sabíamos
acerca de nuestra derrota
y nuestra culpa.
Dejo que sea Zbigniew Herbert
quien venga
desde la muerte
con un pico
y una pala,
una carretilla
y una caja de cerillas
para que me ayude
a recoger la nieve
las hojas muertas
la desazón
la nieve inútil
los grandes espacios deshabitados de Madrid
que los despojos del festín
ocupan
hasta que llegue la policía
con la concertina en la boca
y los aleje
del palacio, del parlamento, de la barra del bar, del hospicio de la verdad.
Dejo que Zbigniew Herbert
venga esta noche
un rato
del bulevar de la muerte
y escriba
como hacen los grafiteros
en su Informe desde la ciudad sitiada:
«–y ahora hablemos
de hombre a hombre
no es verdad lo que proclaman los carteles
la verdad la portamos tras nuestros labios apretados
es cruel y demasiado onerosa
de modo que preferimos soportarla solos
no somos felices
de buena gana nos quedaríamos
aquí».