En unas cuantas horas más, todos los reflectores del universo estarán puestos en las escalinatas del Capitolio, en Washington, DC, para la inauguración del Clown más ordinario y vulgar del cosmos estadounidense, Donald Trump. El mundo entero estará pegado al televisor, observando cada movimiento del inversionista en bienes raíces, estrella de reality-show y patética “celebridad”, según los estándares socialmente aceptados en Estados Unidos de América.
Todos estaremos atentos a las palabras que surjan de este súper-vendedor de rascacielos, campos de golf, propietario de las reinas mundiales de la belleza y, ahora, de la primera magistratura del que todavía es el país más poderoso del mundo. A saber qué tonterías emitirá desde su ridícula e infantiloide boca.
Mientras eso sucede, uno de los circos más refulgentes, desmedidos y atendidos del país será desmontado, pieza por pieza, hasta que no quede nada. Me refiero al célebre “Auto-Show” de Detroit, la meca de la industria automotriz y sede de uno de los espectáculos más obscenos, y vaya que me he metido en agujeros infestos, que yo haya presenciado en mi vida.
Hace veintiún años, en 1996, anticipándose al ascenso del todavía presidente electo y en buena medida al caótico y desparramado mundo de la modernidad líquida, Vicente Verdú escribió en su ensayo El planeta americano: “Los americanos son vendedores excelentes. Han alcanzado a vender su sistema hasta hacerlo creer la encarnación del futuro, pero, de hecho, Estados Unidos carece de proyecto humano para el porvenir.”
Vaya que sí son buenos vendedores: adoran al comerciante y hombre de empresa exitoso, así se trate del mismo personaje que, en la globalización tardía, los haya despojado de sus empleos, de la propiedad de sus casas, de su condición de eternos miembros de la clase media que, como podían, iban tirando generación tras generación, hasta convertirse a la xenofobia, el resentimiento de raza y de clase, si bien esto último resulta paradójico pues todos los futuros integrantes del gabinete de Donald Trump son súper-millonarios: por uno de esos extraños movimientos del ajedrez político, los grandes ganadores de la globalización en Estados Unidos gobernará, presumiblemente en forma autoritaria, a una masa de perdedores que cuenta, dicen los expertos, más de 50 millones de hombres y mujeres que viven por debajo del nivel de pobreza extrema pero, excitados y estimulados por Trump, al parecer vivirán montados en una nube de felicidad, regocijo y embobamiento escuchando las arengas y leyendo tuiteres del Populista en Jefe.
Por supuesto que sirve leer a Ulrich Beck y a Slajov Žižek para enterarse de los riesgos que el gran poder le impone a lo que todavía llamamos sociedad, no se diga de los problemas en el paraíso visibles para cualquiera que incursione unas cuantas millas más del mastodóntico centro de convenciones donde, año con año, tiene lugar el “Detroit International Auto-Show”.
Yo no había estado, pero por cuestiones de mi trabajo tuve que darme una paseada en el “Auto-Show”. Me declaro a favor de la economía de mercado, feliz poseedor de dos tarjetas de crédito, supongo que la única fuente fiable de mi propio crédito. Y así las cosas, no pude evitar sentirme, entre fetichistas extremos nadando en un océano de admiración obscena y religiosa, el “solitario instante”.
Eso: me dije rememorando ese verso de Borges mientras deambulaba entre el fulgor, las luces, la exhibición masiva de las máquinas del futuro en tiempo vuelto eternidad presente, la producción desaforada de sonrisas y felicidad a raudales: Eres cada solitario instante.
El instante acaba de comenzar.