«Lejos de un país que abraza ciegamente el progreso y donde ya nadie quiere escuchar historias como ésta»
Bioy, Diego Trelles Paz
Los sicarios abrieron fuego contra el hombre de la cabeza rapada, el torso atlético y los botones desabrochados: el empresario peruano que abordaba su Lamborghini. Es Lima, transformada en el infierno donde al hombre asesinado todavía se le llama empresario.
Ya era hora de que un valiente se deshiciera de los inconvenientes de manejar una máquina así en la Lima gris. Un Lamborghini puede cruzar la Aviación, pasar sin ver esas esquinas mal resueltas donde todavía orinan los borrachos después de cierta hora y cuando cae la luz se juntan dos o tres a marcar a los peatones. Esa vereda por donde regresa el vendedor a comisión y el cajero del McDonalds que se ha gastado todo su sueldo de abril en en un motelito de Ayacucho.
Sicarios saltan sobre Lima, asesinan y se vuelven a trepar en el avión. Un auto que combina el poder y la gloria, que avanza por esta ciudad donde lo miran, pensando que algún día, si los negocios salen bien y el Señor de los Milagros ayuda, se podrán comprar una máquina similar.
La casa que mira al mar tiene un color que solo se ve en las películas, la ciudad desde esos asientos tiene un aura de irrealidad. No hay mujer que se resista al sonido de un motor así. Lima tiene que pagar las cuentas del progreso. Al que mataron es un empresario.
Y cuando los asesinos se van, solo queda una grieta: lo que no se ve, lo que podría verse si se quisiera, lo que se me antoja ver desde esta mañana desde lejos. Una grieta a la que si te asomaras, podrías ver el futuro de tu ciudad moderna: empresarios que morirán acribillados, sicarios que llegarán en avión.
Exagero, claro. Mil hombres caminan con el celular pegado a la oreja, los negocios. Mil hombres avanzan con miles de dólares en una maleta, los negocios. Mil hombres entran al colegio sin esperanzas, los negocios. Mil hombres estudian una carrera que no los va a convertir en empresarios ricos, los negocios. Mil poetas no podrán ganar dinero (ni en China), los negocios. Mil pueblos pelean por el derecho al agua, los negocios. Mil años nos separan de cierto sistema sin esta desigualdad social, los negocios. El Perú lo deben de dirigir los empresarios limeños, los negocios. Un policía entra a limpiar un lugar de criminales y matan a su caballo a ladrillazos, los negocios. Un policía dirige un sistema de coimas entre sus subalternos, los negocios. Mientras tanto la ciudad espera el metro que ya aparece recién pintado y sonríe, mira con esperanza que todo lo que hoy se desea se vende aquí. No se produce, los negocios.
El negocio es que ese empresario que negociaba con la droga, se paseara sin camisa en un automóvil de lujo por un país que produce poco más que platos deliciosos, y universidades privadas que crean una clase empresarial que también quiere un Lamborghini pero saca las cuentas y a menos que seas futbolista, o narco, aún no se puede. Una ciudad que crece al margen, una legión de gente notable, que cree en un futuro diferente, que tendrá que entender que la grieta que allí se ve es el futuro: grandes negocios, grandes empresarios que mueren asesinados.
Asi que miramos y a veces el futuro no nos deja ver la ciudad, el piso, las huellas, las veredas, la precariedad de esta casa de cartón que consume lo que no produce. Ayer vimos un auto de lujo cruzando la ciudad, hoy vemos un charco de sangre, un hombre misterioso que sacó una maleta del asiento, un policía que dijo que los sicarios llegaron y se fueron. «No es la primera vez», claro. «Esto está pasando más seguido» dirá otro que sabe más que tú, encogiendo los hombros, porque parece ser que así es que llegan los años verdes.
Sonríe, así es: unos pierden, otros ganan. La estamos pasando muy bien. El progreso ya llegó, limeños. Acomódense.