Genialidad, provocación, venganza, bufonada, empacho, delirio… Han transcurrido casi tres cuartos de siglo desde la publicación de la última obra de James Joyce, Finnegans Wake, y seguimos debatiendo con pasión el sentido –o la falta de sentido– de una obra que nos observa desde su atalaya como uno de los retos literarios de nuestro tiempo. Según el profesor Francisco García Tortosa, se trata de “el mayor esfuerzo de la historia de la literatura universal por entender, pragmáticamente, la naturaleza de la lengua”.
Si Ulises es un libro diurno: el deambular por las calles de Dublín de una legión de personajes desamparados hasta el encuentro de un padre y un hijo, Finnegans Wake es un libro nocturno, que nace tal vez del duermevela de Molly Bloom. Antes de enmarañarnos en las pantanosas aguas que anegan la hermenéutica del irlandés, no está de más recordar las palabras de uno de sus mejores lectores españoles, Ricardo Gullón: “Si no hubiera tanta y tan abismada verdad en el monólogo final de Molly Bloom en Ulises, o en las escenas de Retrato, parecería Joyce empecinado en obtener la perfección de lo artificial, pero esas páginas y otras semejantes aconsejan rehuir cualquier precipitado juicio y examinar cautelosamente el caso”.
Joyce dedicó diecisiete años de su vida y miles de horas a lo que denominaba Work in Progress. A su lado, dijo, todo lo que había escrito hasta entonces carecía de importancia. El resultado es una confusa amalgama de lenguas, personajes, citas y recuerdos que constituyen un texto difícilmente transitable. Podemos olvidarlo en los altares –o los infiernos, en este caso es lo mismo– de la literatura o intentar desbrozar la trocha.
Parece, en primer lugar, una obra en la que estalla la carga humorística, conviene no perderlo de vista. Parte, vagamente, del sueño de un tabernero irlandés que se despierta en su velorio porque él también quiere seguir bebiendo. Pero en Finnegans Wake como en toda la literatura de Joyce hay que seguir las huellas personales del autor. Compuso la obra mientras luchaba en la dura batalla de la recepción de Ulises y se agravaban sus problemas de visión y sus achaques; por otro lado, no se entiende sin el proceso de degradación de la salud mental de su hija Lucía, a la que consideraba heredera –y víctima– de su propio genio.
Si, como escribió Joyce a un amigo con su habitual sarcasmo, su intención era mantener ocupados a los críticos durante los siguientes trescientos años, en este tiempo transcurrido y desde la publicación misma del libro en 1939 han abundado las descalificaciones feroces, incluso de los más allegados. Borges consideró Finnegans Wake como una concatenación de retruécanos “frustrados e incompetentes” y Juan Benet dijo que, en definitiva, se trataba de “un autor costumbrista”. H. G. Wells aseguró que no estaba dispuesto a invertir tantas horas desentrañando caprichos, fantasías y genialidades con las pocas que le quedaban por vivir.
Finnegans Wake termina con un lector pasivo medio siglo antes de la aparición de internet y de lo que se adivina como una nueva forma de leer y de entender la literatura. Los que han logrado adentrarse en el laberinto aseguran que se puede avanzar en el texto hasta alcanzar la solución del enigma, pero luego conviene iniciar un proceso de duda que nos lleve al principio.