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Mientras tantoLa ópera ¿es cara?

La ópera ¿es cara?


 

Hay quien dice que hablar de dinero no es de caballeros, pero hay muchos más que piensan que gastarse cuatro millones y medio de dólares en una ópera es una barbaridad.

 

Inmersos en un revuelo suscitado, sin duda, por cierto afán de transparencia del Metropolitan Opera House de Nueva York, hoy se publica en The Wall Street Journal un incisivo reportaje sobre la estructura de costes de las producciones de la gran casa de la ópera estadounidense, en el cual se pone al descubierto desde el proceso de negociación hasta los siempre imprevisibles sobrecostes de un caso específico, el de Prince Igor dirigida por Dmitri Tcherniakov.

 

El plato fuerte se encuentra en el campo de florecillas, que costaron la módica cantidad de 20.000 dólares… Con un coste de mano de obra de 148.000. Esto solo para una escena. Por comparar, he aquí el anuncio publicado en el BOE para la construcción de la escenografía de Poppea e Nerone en el Teatro Real. Por 160.000 euros (nunca he visto uno de estos anuncios de licitación que superasen los 200.000 euros).

 

Costes aparte, lo que pocas veces se tiene en cuenta (y se nota que el Met pasa un poco de puntillas) en esta clase de presupuestos es lo que supone que el equipo viaje a reunirse con el director de escena tres veces, y por medio mundo; lo que supone el almacenaje de materiales; o lo que supone algo tan sencillo como un rediseño para que un elemento escenográfico quepa aquí, quepa allá o se pueda mover con facilidad.

 

Qué feo es el mundo de los dineros, y qué sacrificado el pobre Tcherniakov, obligado a tasar sus impulsos artísticos (vídeos, fuegos, etc.) por culpa del vil metal hasta embutirlos en unos módicos 4,3 millones de dólares de escenografía y vestuario, que, trasladado a euros, es prácticamente el presupuesto total de la Ópera de Oviedo para poner en pie cinco producciones y veintitrés funciones al año.

 

Estas comparaciones (o dividir el dinero en salarios mínimos, o en menús del día, etc.) son más odiosas aún, en la medida en que los costes de la ópera incluyen dos o tres cosas que conviene tener en cuenta. Una: si hay alguien en el mundo que debe gastarse millones y millones de dólares, ese es el Metropolitan. Si ellos no hacen Turandot como hacen Turandot, esa forma de arte (con la que se puede estar más o menos de acuerdo, pero que existe), morirá. Y por muy combativos que nos pongamos, preservar eso es fundamental.

 

El segundo aspecto, y más importante, no tiene que ver con que X director de escena decida liberar su mundo interior en forma de billetes de 500 euros, sino con la cantidad de mano de obra cualificada, de empleo y de actividad económica que genera la existencia de un teatro. Al grito, que por estos lares se escucha con cada vez más fuerza, de que la ópera la paguen los ricos solo se puede responder que, si empezamos a cerrar teatros, quienes lo pagarán serán ante todo los pobres: todos aquellos que sostienen a sus familias con su trabajo, para empezar. Y para seguir, al presunto millonario no le costará demasiado coger un avión e irse a Bayreuth, pero a los escolares, los jóvenes, los asalariados, o los melómanos sin más no conviene quitarles de la boca la música. Así que quien sale perdiendo, si tiramos por la calle de en medio, somos todos los demás.

 

Dejemos a un lado, por un momento, las pulsiones de Tcherniakov y pongamos rumbo a Milán. Allí, en la temible Scala, pulverizaron la semana pasada un nuevo récord de permanencia, al despedir a su nuevo director artístico seis meses antes de que tomase posesión del cargo. Alexander Pereira fue fichado, en sustitución de Stéphane Lissner, para encabezar el proyecto milanés después de abandonar el festival de Salzburgo. Al poco tiempo de saberse que se le contrataría, se organizó la mundial en la Scala porque empezó a circular el rumor de que había comprado para Milán varias producciones que él mismo había programado para los próximos años en Salzburgo y, casualmente, por un precio que coincide con el déficit presupuestario que iba a dejar en el festival alemán.

 

Este precio (alrededor de millón y medio de euros) es muchísimo más barato, esgrimía Pereira, que el precio de mercado, lo cual también sentó mal en Salzburgo. Con todos en pie de guerra, la solución final, muy italiana y sanguinolenta, ha sido romper su contrato y sustituirlo por uno mucho más breve (si es que Pereira llega a tomar posesión del cargo, que está por ver).

 

En un impulso comparable al de medir superficies en campos de fútbol, desde que el mundo está en crisis y lo mismo da un Starbucks que una frutería, ha empezado a romperse una norma del show business que parecía sagrada: que el espectáculo parezca sencillo, que no se hable de dinero, que lo único importante sea sentarse en la butaca y dejarse llevar. Ponernos a explicar ahora, a trompicones, lo que cuesta montar una ópera (o una obra de teatro, o un circo, o un concierto de rock’n’roll) tiene una doble implicación, sin duda negativa: que, por un lado, la gente se lleva las manos a la cabeza por semejante derroche; y, segundo, lo que es peor, que se despierta un cainismo felizmente extinto en la profesión. Porque a este le dan más, y a mí no me dan nada.

 

Todo esto se deriva de una incapacidad manifiesta de la sociedad, en teoría civilizada, para transmitir la importancia de mantener estos transatlánticos culturales (que la tiene, por muchos motivos), pero también porque no existe, de puertas adentro, ni una estrategia ni una conciencia clara de cómo se debe transmitir lo que sucede intramuros.

 

Que Tcherniakov se gaste el presupuesto anual de la Federación Rusa en un Boris Godunov si le place, no importa. Que Pereira vendicompre lo que estime, y que la Junta de la Scala cuelgue del palo más alto a quien crea conveniente, no importa. Lo esencial es que, si se producen desmanes, quede claro lo que son y por qué; y que si en verdad merece la pena hacer ciertos esfuerzos o invertir ciertas fortunas, quede claro también. Pero al final, ni lo uno, ni lo otro: hablar de dinero sigue siendo demasiado complicado.

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