El próximo 22 de abril –día más, día menos, no hay unanimidad en la fecha– se cumplen los cuatrocientos años del fallecimiento de uno de nuestros más insignes escritores, gloria de las letras hispanas. Pero, como en La vida de Brian, hay que mover el foco ligeramente, pues a la par que rendía su alma a Dios el Manco de Lepanto y recibía sepultura en el madrileño convento de las Trinitarias, algo más al sur, en Córdoba, dejaba este valle de lágrimas el Inca Garcilaso de la Vega, cuya figura eclipsa tan fatal coincidencia. Más previsor que su coetáneo –sus huesos terminaron en un batiburrillo–, el Inca Garcilaso había comprado unos años antes una capilla en la Mezquita-catedral, donde está enterrado con su escudo grabado en mármol y bronce y una inscripción que reza: “Varón insigne, digno de perpetua memoria. Ilustre en sangre. Perito en letras. Valiente en armas”.
La capilla de las Benditas Ánimas del Purgatorio de la mezquita árabe cristianizada, erigida sobre una basílica visigótica, en la que yace un descendiente de los emperadores incas es, este sí, un verdadero Ministerio del Tiempo. Era hijo de Sebastián Garcilaso de la Vega, bravo conquistador a las órdenes de Hernán Cortés y Pizarro, que contaba entre sus ancestros al Marqués de Santillana y al poeta toledano Garcilaso de la Vega. Su madre, la ñusta inca Chimpu Ocllo –cristianizada con el nombre de Isabel– era nieta del emperador Túpac Inca Yupanqui y prima carnal por tanto de Huáscar y Atahualpa, que se enfrentaron en una cruenta guerra en la que se impuso el segundo de los hermanos, a la postre el último de los emperadores incas.
Nació y fue bautizado en Cuzco, en 1539, con el nombre de Gómez Suárez de Figueroa, y aunque su padre se casó finalmente con una española –y a su madre la casaron con un soldado español–, recibió una esmerada educación en el Colegio de los Indios Nobles del Cuzco, junto a otros mestizos como los hijos ilegítimos de Francisco y Gonzalo Pizarro. Dejó su padre testado al morir que terminase sus estudios en España y con poco más de veinte años se embarcó para no regresar jamás a su patria. Hombre apocado, discreto y tímido, siempre cuidadosamente atildado para mitigar su aspecto mestizo, no consiguió en la adusta Corte, tras largo pleito, la pensión y las mercedes que pretendía por las hazañas de su padre, fue ignorado por sus parientes y llegó a pasar necesidades y a alojarse, según sus palabras, “en un pobre mesón donde paraban artesanos y gente de inferior calidad”.
Abrazó la carrera de las armas y, en 1569, participó en la feroz represión de la revuelta de las Alpujarras por parte de don Juan de Austria, como dos años después y a las órdenes del mismo capitán, batalló Cervantes en Lepanto. Pero para entonces el Inca había recibido una generosa herencia de su tío Alonso de Vargas y se había retirado a la tranquila ciudad de Montilla y a la capital cordobesa, donde vivió hasta el final de sus días. Dejó las armas por las letras y se rodeó de libros y papelotes, inmerso en su rememoración de gloriosos y nobles tiempos pasados. Devino en hidalgo oscuro, extraño de aspecto, tenido por loco, que vivía en mundos que ya no existían. Pensó en algún momento, al parecer, regresar a Perú, pero los encomenderos habían sustituido a los conquistadores y la nobleza incaica se había desvanecido.
Emprendió su carrera literaria con determinación, enseguida orientada a la historia. Tuvo conocimiento, por la amistad que trabó con uno de los conquistadores, de la expedición de Hernando de Soto a la Florida (1539-1543) y abordó la redacción de aquella hazaña reuniendo documentos y testimonios, sin descartar elementos novelescos que le sirvieron de vehículo para su mayor logro: construir una cierta identidad mestiza. Pero antes culminó la traducción de los Dialogui d’amore de un judío portugués expulsado en 1492, León Hebreo, y la publicó en Madrid en 1590 con el título La traducción del Indio de los tres Diálogos de Amor de León Hebreo, adoptando para siempre su nombre de Inca Garcilaso de la Vega. Fue el primer libro dado a las prensas por un americano, todo un bestseller de la época que le dio fama en los círculos literarios. “Cervantes utiliza al Inca como una de las fuentes de su Persiles”, señala José Durand, “y cita a León Hebreo según la traducción del Inca”. También asoman los diálogos de León Hebreo en el prólogo a la primera parte del Quijote, que se publicó en 1605, el mismo año que vio la luz La Florida del Inca.
Pero el empeño del Inca es escribir una gran panorámica para reivindicar el extinto y colosal imperio incaico y las conquistas de los españoles. En la primera parte de los Comentarios reales, que se publicó en Lisboa en 1609, traza una crónica sobre el gobierno, la lengua y la genealogía del antiguo imperio andino, la primera gran obra que describe y relaciona las costumbres, ritos y ceremonias de sus antepasados incas, para la que se basó en sus recuerdos y en los textos y documentos que fue capaz de encontrar. La segunda parte, que se publicó póstumamente con el título Historia general del Perú (1616), se ocupa del descubrimiento, conquista y de las guerras civiles entre los españoles y el fin del linaje incaico. Si la primera parte, según declara el autor, la escribió para honrar la memoria de su madre india, la segunda tiene por objeto enaltecer el recuerdo de su padre conquistador. A través de la historia de sus ancestros, traza la historia de su propia vida.
Sus pretensiones en la Corte madrileña de obtener un reconocimiento por los servicios prestados por su padre fracasaron cuando el Consejo de Indias adujo que, según varios historiadores, había sido un traidor. Había ayudado al rebelde Gonzalo Pizarro durante la batalla de Huarina (1547), al proporcionarle su propio caballo cuando este perdió el suyo para que huyera. “Esta mentira me ha quitado el comer”, escribió el Inca, y levantó su inmensa obra para demostrar que fue un gesto de humanidad e hidalguía cuando ya todo estaba perdido. La fortuna del Inca, en este caso, por un caballo. Concluye: “No sin causa escribieron los españoles lo que dicen y yo escribo lo que fue”. Para lograr su fin reconstruye y corrige toda la conquista, y nos legó una obra esencial para conservar la memoria de lo que fueron los incas que inaugura, como ha señalado Mario Vargas Llosa, la “reivindicación del mestizaje”.
A finales de 1591, Miguel de Cervantes, que quiso ir a América a seguir la senda de los conquistadores pero no lo logró, recaló en Montilla recabando provisiones para la Armada Invencible, y pudo encontrarse con el Inca Garcilaso de la Vega, cuya traducción de León Hebreo había valorado y utilizado en sus libros. Cabe imaginar que charlaron de las grandes gestas, de los sueños y de las ambiciones de los hombres, y tal vez de la futilidad de la fortuna.
Capilla del Inca Garcilaso de la Vega en la Mezquita-catedral de Córdoba.