Esta semana ha vuelto a suceder. Mientras el presidente de la Reserva Federal norteamericana, Ben Bernanke, decía que las expectativas de los mercados no iban a condicionar su política (había decidido no reducir los estímulos, contra pronóstico, contra lo que los grandes inversores habían previsto, lo que ha provocado que algunos de ellos hayan perdido mucho dinero por el camino), el nuevo rey de Holanda afirmaba en la inauguración del nuevo año parlamentario que había que sustituir el clásico Estado de Bienestar de la segunda mitad del siglo XX por una “sociedad participativa”. Precioso eufemismo. Suena incluso mejor que la expresión “sociedad civil” que era la que se utilizaba con anterioridad para construir frases tan bonitas como: “La sociedad civil tiene que ganar más protagonismo” o “hay que dar más poder a la sociedad civil”. Detrás de eso, por supuesto, había un intenso deseo de acabar con el Estado.
No le vamos a echar la culpa al nuevo monarca holandés, sino a quien la tiene, a quien gobierna en el país, una coalición social-liberal, que es la que le escribe los discursos. Así se explica que se esté hundiendo en los sondeos. Y me atrevo a pensar, aunque sin ningún dato, sólo atendiendo a lo que le sucede al PSOE español y al PASOK griego, que la “socialdemocracia” (ya sólo podemos escribir esa palabra entre comillas) holandesa sufre más que sus socios liberales. “Cada holandés debe adaptarse a los cambios que se avecinan”, dijo por la boca del rey. Quizás mientras leía esas palabras le estaban temblando las piernas: al fin y al cabo, si hay alguien que vive al cien por cien del presupuesto público es la monarquía. ¿También tendrá que buscarse la vida?
Aún no podemos escribir bien de los liberales
Queríamos escribir en algún momento un artículo sobre las positivas aportaciones del pensamiento liberal clásico, que final y afortunadamente logró ganarle la partida al conservador. Teníamos párrafos seleccionados en el Touchard y en el Sabine. Teníamos ya pensadas las primeras líneas, pero hemos decidido que no, que no es el momento. Tenemos que seguir combatiéndolo, aún a costa de que alguien piense que lo nuestro, nuestro casi odio furibundo al liberalismo (al de ahora, seguimos pensando que los liberales clásicos siguen teniendo cosas rescatables), ya roza lo patológico. Pero es que creemos que el pensamiento liberal se ha convertido en un arma de destrucción masiva. La extrema derecha es un peligro. Sin duda. Pero el verdadero riesgo está en el liberalismo: se está convirtiendo en un verdadero totalitarismo, en el pensamiento único. O lo es ya. O ya lo era. Ideología disfrazada de ciencia. Ideología convertida en “lo necesario”, “lo indiscutible”, “lo que no tiene vuelta atrás”, “porque lo que había hasta ahora es insostenible”. Ideología impuesta a golpe de “Doctrina del Shock”, “o esto, o el caos”, como teorizó Naomí Klein y ahora se reinterpreta en el teatro de manera un poquito simple pero apta para todos los públicos en “Capitalismo. Hazles Reír”.
El Estado del Bienestar es insostenible porque se quiere que así lo sea. La política es el arte de lo posible y podría poner en marcha reformas para que siguiera funcionando, incluso haciéndolo más potente y aumentando su alcance. Así, por ejemplo, un grupo de economistas ha elaborado un documento en el que desmontan los topicazos falsos respecto a las pensiones públicas y plantean alternativas para que puedan continuar pagándose.
Pero el liberalismo no está jugando sólo en primera división, en la gran política, en las grandes decisiones sobre el sistema público de pensiones, la privatización de la sanidad o los recortes educativos con el objetivo de que la tajada de la empresa privada vaya creciendo progresivamente hasta quedarse con todo. No. También juega a pequeña escala.
El mito del emprendedor
La “ideología del emprendedor” va en la misma dirección: búscate la vida, pon tu propia empresa, nadie va a hacer nada por ti. Y si te estrellas, será por tu culpa. Arrastrarás el estigma del fracaso toda la vida. Y puede que muchas deudas. Habrás gastado toda la indemnización por despido en un negocio que estaba abocado a fracasar sólo por el mero hecho de que la economía española está más hundida que nunca. Incluso puede que hayas capitalizado el paro, lo hayas arriesgado y haya acabado tirado por el desagüe. Es muy posible que no te recuperes nunca. La irresponsabilidad no tiene límites: la propaganda emprendedora está creando muchos desgraciados. Pero sólo nos cuentan los casos de éxito, que los hay, no vamos a negarlo. Menos mal que tenemos a economistas como Julio Rodríguez, que nos cuentan cosas como ésta para desmitificar el que él llama “el mito del emprendedor”.
La “ideología del emprendedor”, además de promover la idea esa tan insolidaria del “que cada cual se las apañe”, del “si te estrellas es por tu culpa, haber estado listo, haber trabajado más”, del cargar toda la responsabilidad de su suerte al individuo y no repartir las cargas con la sociedad, también busca acabar con la figura del trabajador asalariado. Al final, los que tenemos la fortuna de seguir siéndolo no somos más que una piedra en el zapato de las empresas. Engordamos sus costes, y los peores entre ellos: los fijos. Y, encima, a veces, hasta nos da por reivindicar cosas. Cada vez menos, eso sí. Las empresas prefieren, sin duda, subcontratar. Hazte emprendedor y ya, si eso, contratarán tus servicios a un menor coste.
En el mismo sentido juegan propuestas como las de los rectores: en lugar de que sea el Estado el que garantice el derecho a la educación, que lo haga la caridad de quienes tienen recursos. O los nuevos programas de la televisión pública, que se dedican a apelar a los buenos sentimientos de la audiencia (“la sociedad civil”, “la sociedad participativa”) para ayudar a quienes corren el riesgo de quedarse en la cuneta por no tener dinero para pagar una operación que debería cubrir la sanidad pública.
Caridad y no justicia. En eso consiste la “sociedad participativa” de la que habla el Gobierno holandés por boca de su monarca, al que utilizan para que así sus ideas ganen legitimidad, si es que la monarquía de ese país goza de más crédito que la de aquí, claro.
¿Sólo otro totalitarismo puede hacerle la competencia? Respuestas al margen de la derecha extrema
A veces pensamos que a un totalitarismo, en este caso el liberal, sólo otro puede hacerle frente. Y, ahora mismo, el único que tiene cierta infraestructura en Europa es el de extrema derecha. Fueron sus ideas las que fueron calando durante el primer cuarto del siglo XX para alcanzar su máximo poder en los años treinta, coincidiendo con una crisis económica brutal. El “establishment” dejó al individuo solo frente a la adversidad y el fascismo le proporcionó la calidez y la solidaridad del grupo.
Es posible (y deseable) que haya otras maneras al margen del totalitarismo de frenar el avance de las ideas y, sobre todo, de las prácticas del neoliberalismo.
Salvador Aguilar, en un artículo que recoge el interesante Anuario del Conflicto Social en su edición de 2012, analiza las reacciones populares en respuesta a la crisis y a las políticas de austeridad (o de imposición de un modelo liberal).
No, no todo el mundo opta por el conformismo, ni se cree la ideología del emprendedor, ni la de la caridad, no ya cristiana, sino la única que admite como legítima el liberalismo. De hecho, Aguilar es ligeramente optimista respecto a la evolución de cómo la gente ha ido cambiando a lo largo de esta crisis.
Así, describe que en su primer tramo, entre 2007 y 2009, la respuesta generalizada fue la de la lealtad, la del conformismo: el individuo percibía los efectos de la crisis en su vida cotidiana, pero no de la manera lo suficientemente intensa como para optar ni por alzar la voz, ni por escapar, bien emigrando, bien creando una especie de sociedad paralela al margen del desorden introducido por la crisis. En la segunda fase, entre 2010 y mediados de 2012, lo que dominó fue la rebelión, la protesta, cuyo ejemplo palmario fue el 15M, pero también la salida, con las hordas de jóvenes que se han visto obligadas a emigrar. Entre mediados de 2012 y principios de 2013, este sociólogo observó el surgimiento de un ciclo de protesta en toda regla por la emergencia de una movilización general y permanente, así como por la aparición de más y nuevos actores políticos desde abajo en un contexto de anulación de la democracia.
Y ésta es su previsión: “Si la estructura institucional al mando sigue sin abrir cauces para satisfacer las demandas mayoritarias desde abajo y, en paralelo, cada vez es más claro para el común de la población que los procesos electorales no sirven para definir las políticas públicas, son de esperar algunas transformaciones que se añadirían a ese vuelco de la situación al que apuntan las tendencias e indicios”. ¿Una salida revolucionaria? Aguilar habla de nuevos proyectos políticos no exactamente populistas, tampoco autoritarios, sino populares que, lejos de despreciar la democracia, quieren ponerla al mando.
Por eso, creemos que Aguilar no habla de una salida por la derecha extrema, sino con una democracia participativa, a la que el Gobierno holandés ha robado el apellido para cumplir con su programa de recortes con algo de mejor imagen.
Podemos hablar de democracia participativa o, mejor, de un nuevo contrato social. A nosotros nos serviría con que se volviera a firmar el que se acordó tras el 45. De algo así habla “El espíritu del 45”, de Ken Loach. Iremos a verla y la comentaremos.
Para ello haría falta, creemos, un mundo al menos bipolar, como el de entonces, o preferiblemente uno multipolar como el que se fue conformando a partir de los años sesenta gracias, por ejemplo, a Tito, el yugoslavo, pero, no sabemos por qué (o sí y el FMI tuvo mucho que ver) casi se abortó antes de nacer.
Una era anormal por excepcional: camino a la Edad Media
Puede que Aguilar peque de optimista y que estemos viendo el final de una era. De una era, en realidad, anormal por excepcional en términos históricos. No sólo por próspera, sino por pacífica y porque se redujeron las desigualdades como nunca antes gracias al consenso respecto a las políticas de redistribución de la riqueza. No pecamos de eurocéntricos, puesto que somos conscientes de que también en términos geográficos esa ecuación casi sólo se materializó en Europa. Pero parece que retrocedemos sin pausa y con mucha prisa hacia la Edad Media. No será porque no nos lo ha advertido, aunque no explícitamente, el rey de Holanda que, si la memoria no nos falla, sabe mucho de esto, porque es licenciado en Historia.
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