El portal Europeana, que reúne millones de recursos digitales de archivos, museos y bibliotecas de todo el continente, ha pedido a la Biblioteca Nacional de España que señale las quince obras esenciales que habría que salvar de un incendio. La selección incluye las cuevas de Altamira, Las meninas de Velázquez, los fusilamientos del 3 de mayo de Goya, la vista de Toledo de El Greco, la Inmaculada Concepción de Murillo, la Piedad de Ribera y Paseo a orillas del mar de Sorolla. Obras incontestables todas ellas, aunque algún comentarista apunta que sobran santos y echa de menos, por ejemplo, el Guernica. Las otras ocho pertenecen al patrimonio bibliográfico y aquí la elección es más peliaguda. Parece que el criterio no ha sido tanto el valor de las piezas –el manuscrito de las andanzas del Cid no tiene futuro en la web– como la variedad y vistosidad de las imágenes y el acceso a portales diversos españoles. Así, una cartilla escolar antifascista de 1937 (Centro Documental de la Memoria Histórica), un cartel publicitario de Josep Renau (Turespaña) y un Beato (Biblioteca Histórica Santa Cruz).
La Nacional se queda con cinco obras: el Libro de horas de Leonor de la Vega (siglo XV), y otras que uno se pregunta si son las que cogería mientras avanzan las llamas por los depósitos: un códice de trajes del siglo XVI, un impreso en dos volúmenes editado en París con una colección de litografías de monumentos españoles de mediados del XIX (Jenaro Pérez Villaamil) y un número de la primera revista ilustrada en color de España (Álbum de Salón, 1903). No se entiende la elección del cuaderno de Francisco de Holanda De Aetatibus Mundi Imagines, una excepcional representación de los primeros días de la Creación… portuguesa. Habría sido mejor incluir los códices de Leonardo de la Biblioteca Nacional, que también llegaron a España por la atracción del mejor cliente de la época, Felipe II. Se trata, supongo, de un divertimento para que el internauta pique y se entretenga un rato con curiosas imágenes que dan paso a un abanico de portales españoles. De momento no hay un incendio en nuestra cultura, aunque más de uno rebatiría con argumentos mi optimismo.
Sin embargo, en el otoño de 1936 sí se planteó a los funcionarios de la Biblioteca Nacional la necesidad de elegir qué salvar de nuestro acervo bibliográfico ante la cercanía del fuego. Es un episodio poco conocido y apenas difundido de nuestra historia cultural. Tras las primeras hostilidades, las autoridades republicanas decidieron incautar archivos y colecciones bibliográficas y concentrar los fondos en la sede de la Biblioteca, cuya seguridad se reforzó. En la tarde del 16 de noviembre de 1936, con la ofensiva rebelde a las puertas de Madrid, la aviación enemiga arrojó veintiocho bombas incendiarias sobre la Biblioteca. Algunas cayeron en los jardines pero otras reventaron los techos de cristal que cubrían las salas. Un proyectil ardió cerca de la Sala de Bellas Artes y otro en la Sala Usoz, de tan inquietantes y únicos fondos. La fortuna, las medidas de protección adoptadas y la rápida intervención de los bomberos evitaron daños irreparables. Como había sucedido en el Museo del Prado en los bombardeos que se verificaron ese mismo día, los edificios fueron iluminados con bengalas por la aviación franquista para no errar el tiro. Fue un ataque premeditado.
Semanas después se decide la evacuación de los fondos y se delega en el director, Tomás Navarro Tomás, la responsabilidad de elegir las obras que serán salvadas, tanto de la Biblioteca Nacional como de las numerosas bibliotecas y archivos cuyos fondos habían sido allí trasladados. Navarro Tomás recurrió a los bibliotecarios Amalio Huarte y Francisco de Borja San Román para que seleccionaran los impresos y manuscritos de las bibliotecas y archivos incautados mientras que la selección de los manuscritos de la Biblioteca Nacional recayó sobre el jefe de la sección, Julián Paz y Espeso. Llenaron 67 cajas de libros y documentos, remitidas a Valencia a finales de diciembre de 1936. Siguieron el mismo recorrido y corrieron el mismo peligro que los cuadros del Prado: Valencia-Barcelona-Ginebra, aunque este patrimonio bibliográfico, cuando se cita, siempre es como un apéndice del espectacular traslado y protección de las obras artísticas.
En 2005, la entonces directora Rosa Regàs organizó una exposición, Biblioteca en guerra, en principio destinada a recuperar aquella memoria. La relevancia de la exposición habría consistido en descubrir el contenido de las cajas y la actuación de los bibliotecarios, pero fue una iniciativa improvisada e inmadura que optó por construir una escenografía de sacos terreros con el sonido de las bombas y se centró en los programas de fomento del libro en la época republicana. El archivo de la Biblioteca Nacional, arrumbado durante muchos años, acababa de ser recuperado y lo que hubiera hecho falta es poner los medios para estudiar la documentación y cotejarla con la de otros archivos y fuentes. A diferencia de lo ocurrido con las obras artísticas, las cajas no fueron abiertas e inventariadas a su llegada a Suiza, debido a presiones franquistas.
Durante estos últimos años, la labor paciente y profesional del archivero de la Biblioteca Nacional, Enrique Pérez Boyero, diseminada en publicaciones especializadas –que reclama a gritos un libro–, ha permitido desvelar no solo el contenido de las cajas sino lo acaecido en la Biblioteca durante la guerra. El 2 de octubre de 1936, un grupo de milicianos comunistas irrumpió en la Biblioteca, detuvo a los lectores y a todo el personal, acusados de quintacolumnistas, y clausuró las instalaciones. En la madrugada del 19 de junio de 1937, un proyectil impactó en la fachada de la Biblioteca y descabezó la estatua de Lope de Vega. Un grupo de bibliotecarios de ideología derechista creó un sindicato dentro de la CNT –se infiltraron– con la intención de protegerse, obtener documentos y prestarse ayuda mutua. Después de la guerra, en la depuración, se cruzaron graves acusaciones. El pistolero anarquista Felipe Sandoval, de cuyas fechorías dio cuenta Carlos García-Alix en la estremecedora película documental El honor de las injurias, tendió una trampa y ejecutó al bibliotecario infiltrado en la CNT Florián Ruiz Egea.
Hoy conocemos los 5.439 volúmenes y documentos de la Biblioteca Nacional y de otras colecciones incautadas, como la de Lázaro Galdiano, la del marqués de Toca o la del duque de Medinacelli que los bibliotecarios pusieron a salvo del inminente incendio. No se incluyeron estampas de la Biblioteca Nacional por la actuación obstruccionista, en connivencia con el enemigo, de Enrique Lafuente Ferrari. He tenido en mis manos el listado con el contenido de las cinco cajas de manuscritos de la Biblioteca Nacional que preparó Julián Paz y Espeso: 221 volúmenes, lo más granado de los fondos. Con su firma al pie y la fecha en la que concluyó el trabajo: el día de Navidad de 1936.
Hijo de un famoso archivero y erudito, Antonio Paz y Meliá, no dudó en acudir a la llamada de Tomás Navarro Tomás, que residía en Valencia y apenas pisó la Biblioteca durante la guerra. Su labor heroica no figura en las biografías: ni en los elogios publicados en las revistas de su tiempo ni en las reseñas de la Wikipedia. Lo que más me asombra es que siguió su tarea imperturbable y publicó en Madrid, en 1938, en plena guerra, un catálogo de manuscritos. Al finalizar la contienda, muchos bibliotecarios franquistas –convencidos o avenidos– acusaron a la República de haber organizado no un salvamento sino un expolio del patrimonio bibliográfico. Con más de 70 años –vivió hasta cerca de los 100–, Julián Paz siguió con sus manuscritos y catálogos y cuentan que jamás nadie le molestó. Logró la discreción absoluta y el respeto de sus compañeros, máximos honores a los que aspiran los grandes bibliotecarios.
La estatua de Lope de Vega de la escalinata de la Biblioteca Nacional, decapitada durante la Guerra Civil.