Nosotros llevábamos seis meses callados, pero para Verdi eran ya diez años cuando, al fin, lo convencieron para ponerle música y drama al Shakespeare más operizable: el de Otello, con la cual se abre, el próximo jueves 11 de septiembre, la nueva temporada de la Ópera de Oviedo.
(Inicio con esta entrada una pequeña serie que precederá a cada uno de los títulos de esta temporada: Otello, de Verdi; Cuatro últimas canciones, de Strauss y El castillo de Barbazul, de Bartók [programa doble]; Madama Butterfly, de Puccini; El barbero de Sevilla, de Rossini; y Samson et Dalila de Camille Saint-Säens. Si el tiempo no lo impide, me ocuparé del sobretitulado de todos ellos, con el consiguiente y placentero encierro con los compositores y sus obras.)
Tras aquellos diez años de retiro, la gente acudió entre intrigas y misterios al Teatro alla Scala de Milán un 5 de febrero de 1887, a ver qué había preparado el genio y a ver qué salía de la atenorada boca del moro di Venezia. Primero, Verdi les tiró encima a la orquesta al completo para que los fuese ablandando; una buena paliza para contener la gran elipsis de esta ópera: el primer acto (entero) de la obra de Shakespeare, que se desarrolla en Venecia. Aquí Brabancio (que, supongo, habría sido un gran bajo) ni está ni se le espera, y solo sabemos de los albores del amor entre Otello y Desdémona por un acaramelado dueto al término del Acto I. Por lo demás, el libretista, Arrigo Boito, espolvorea a Shakespeare por el resto de la ópera, pero omite todo ese precedente veneciano.
Pero esto a nuestro público de la Scala le importa poco, ahora mismo. Ahora mismo le está pasando por encima la orquesta y un coro al que, tal y como advierte Massimo Mila en su biografía de Verdi, todavía tendrán que esperar 94 compases para oír cantar a tutti (¡Dios, rayo en la tormenta! ¡Dios, sonrisa de las dunas!) y despeinarlos definitivamente. El público empieza a parecerse a un pulpo de roca camino a la pota, al que Verdi golpea como una fornida señora de Pontedeume para que esté más tierno. Y todavía le falta el pimentón: ¿dónde está el héroe?
Pues 131 compases más tarde. 225 en total (¡à la Wagner!) antes de que el moro di Venezia irrumpa de una patada en una estructura novedosa y brutal, en un continuo bien hilado que desmonta el típico desfile de números musicales para fundirlos en uno; para darle al ruido la dimensión teatral que una ópera de esta envergadura merece. El pulpo está convenientemente apalizado. Ahora, Verdi nos tiene a su merced y Boito puede soltar amarras: ahora, que creemos que el mayor grado de intensidad ya ha sido alcanzado, es cuando el pérfido Yago puede empezar a sembrar la discordia entre todos los demás.
Con sutileza y sin prisa: Otello es, ante todo, un sitio en el que da gusto estar, y por el que se puede caminar con calma. Pero sin detenerse, porque parece que todo aquí empuja hacia el drama; como si hubiese cogido, con el fuoco di gioia de la tropa victoriosa, una velocidad de crucero de la que no se va a apear: aquí apenas hay repeticiones; la acción nunca llega a detenerse y no hay una sola aria que no esté en su sitio. Aquí nada sirve al lucimiento del tenor, de la soprano, del barítono (en apariencia, claro), sino que está cosido a un libreto compacto y muy bien llevado.
Todo ello hace del texto de Otello una especie de ristra emocional que prácticamente no tiene cortes. Salvo en puntualísimos momentos musicales destinados a que entre y salga gente del escenario (y a veces, ni eso), siempre hay alguien cantando y, lo que es más importante (e infrecuente), diciendo algo relevante para la trama. La finura que requiere un personaje como Yago para plantar la semilla del odio ante nuestros ojos y que le dé tiempo a florecer en las dos horas siguientes ya es más que notable; pero que, además, Boito (y Verdi) hayan logrado respetar la torpeza, la tosquedad, la ignorancia y la maldad inconsciente del personaje ya roza lo apabullante.
Para que el espectador se haga una idea, una comedieta como Don Pasquale, de Donizetti (que dura algo menos que Otello) contiene menos texto en sus tres actos completos que la primera mitad de Otello; pero en términos de tiempo, cronómetro en mano, se enuncia prácticamente a la misma velocidad en ambas óperas. ¿Entonces? ¿Qué ocurre aquí: que pasan muchas más cosas? ¿Que no callan?
Que Verdi reinventa y revienta, en Otello, la ópera para infundirle puro teatro; que se coloca un par de pasos por detrás de Shakespeare para luego agarrarlo del brazo y avanzar en comunión total, con un tempo interior de prosa hecha música; que aquí, como gran novedad, no hay música al servicio del texto ni texto al servicio de la música, sino un ejercicio de madurez que merece toda la atención posible por parte del espectador. No solo que la merece: que la exige.
Otello ya es, en primera lectura, un libro apasionante, una lectura atenta. No es una partitura con manchitas debajo de las notas, ni una exhibición circense de agudos y frases. Y ¿cómo contarle eso a nuestro espectador en unos buenos sobretítulos?
(Este artículo continúa en este otro.)