“He sobrevivido. ¿Mi nombre? Podría ser cualquiera: Muhamed, Ibrahim, Isak, no importa. Yo he sobrevivido, muchos otros no. He sobrevivido del mismo modo que ellos murieron. Entre mi supervivencia y su muerte no hay ninguna diferencia, porque permanezco vivo en un mundo que está marcado para siempre, indeleblemente, por su muerte. Procedo de Srebrenica. En realidad, procedo de otra parte, pero elegí Srebrenica. Es el único lugar del que me atrevo a ser, igual que el fue el único al que me atreví a ir, en un tiempo en el que no osé ir a ningún otro sitio. Precisamente por eso creo que el lugar de nacimiento, en comparación con el la muerte, carece de importancia. El primero no dice nada sobre nosotros, es un mero dato geográfico; el lugar donde se muere, en cambio, lo dice todo sobre las convicciones, creencias y elecciones que hemos hecho y mantenido hasta el final, hasta el momento en que nos alcanza la muerte”.
Emir Suljaguic, Postales desde la tumba
(Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores, 2007)
Había dos poderosas razones que hacían irresistible la invitación de Gervasio Sánchez para que le acompañara en su viaje por carretera desde España a Bosnia: primero volver, veinte años después, a los lugares que habíamos recorrido juntos en plena guerra y que no se me habían borrado de la cabeza (Gospic, Zadar, Mostar, Turbe, Vitez, Zenica y, sobre todo, Sarajevo), y asistir en Srebrenica al funeral por las víctimas del genocidio de julio de 1995.
“Su padre intercambió su casa de Sarajevo por el chalé que ahora ocupan en Pale, cerca de Jahorina, a un musulmán que ‘decidió’ regresar a la ciudad. ‘¿Y sabes lo que hizo mi padre cuando por fin nos instalamos aquí? Dio las coordenadas de nuestra antigua casa en Sarajevo a un oficial serbio para que la destruyera. Es un patriota, mi padre, dice que prefiere que la casa desaparezca a que un turco viva en ella’”.
Clara Usón, La hija del Este
(Seix Barral, 2012)
Vi cómo cargaban en tres camiones parte de los 409 ataúdes en el cementerio de Visoko, donde desde hace diez años se encargan de preparar los restos, los huesos, los que han ido identificando y reuniendo en el laboratorio de Tuzla, después de recoger restos desperdigados por los serbios en fosas comunes por toda Bosnia. Son la cosecha del genocidio en Srebrenica, cometida en tres días de julio de 1995. Después de separar a todos los hombres en edad militar, y a algunos centenares del niños, de las mujeres y las niñas, 8.372 fueron pasados por las armas. Estas son las cifras que nos facilita Kenan Karaudic, musulmán bosnio, casado con una ortodoxa serbia, uno de los responsables de preparar los ataúdes, verdes, estrechos, livianos, porque solo llevan los huesos con los que al menos las familias, los deudos, podrán cerrar el luto, enterrar a los muertos. Están son las cifras, año tras año, de los 6.066 desaparecidos identificados, entregados, enterrados en el gran cementerio-memorial de Potocari, donde estaba la base holandesa que permitió que los musulmanes bosnios fueran separados de sus mujeres y exterminados:
2003: 989
2004: 338
2005: 610
2006: 505
2007: 465
2008: 308
2009: 532
2010: 775
2011: 613
2012: 520
2013: 409
No pude asistir en las calles de Sarajevo al paso estremecedor de los camiones. Como todos los años, me cuentan, la ciudad se paraliza para asistir al paso de la comitiva, que recorre varias ciudades del centro de Bosnia para devolver a los muertos al lugar donde vivían. Vi en Potocari cómo llegaban los camiones. Cómo se abrían las lonas, se desclavaban los travesaños que sujetaban las baldas con los ataúdes, cómo un mar de brazos formaba un río para trasladar los ataúdes a la gran nave. Y cómo al día siguiente eran llevados a un prado dentro del cementerio, donde ya estaban cavadas las 409 tumbas, de un metro de profundidad, y cómo junto a cada fosa había cuatro palas y diez tablas para proceder al entierro, el 11 de julio, aniversario de la matanza.
“El entorno de Srebrenica es hermoso: bosques de densa arboleda, prados verdes que se llenan de flores en primavera, ríos de aguas azules… Idílico. Un año más tarde, en 1996, los habitantes de la zona evitarán transitar por el bosque, bañarse en el río. Son serbios. Todos. Y Srebrenica ha sido liberada, alabado sea Dios, y pertenece a la República Srpska. Pero ellos recuerdan que el agua del río, un año atrás, bajaba llena de cadáveres y saben que en los bosques, sus bosques, ¡al fin suyos del todo!, ha crecido una maleza espuria, una vegetación foránea, siniestra: mandíbulas, omóplatos, columna vertebrales, manos, tibias, cráneos, salpican el césped de los claros del bosque y al andar los pies se hunden en el césped irregular y poco firme y un escalofrío recorre la piel del caminante: puede que esté pisando los huesos enterrados de su antiguo amigo, vecino o compañero de clase. La parejita de enamorados que se aventura en la espesura en busca de una sombra discreta y mullida, donde amarse sin prisas ni testigos, puede toparse, al llegar a un calvero, con el esqueleto de un hombre atado a un poste, lo cual enfría al más ardoroso de los amantes. De ahí que los serbios de Srebrenica prefieran eludir el bosque hasta que alguien lo limpie de esas visiones, que les recuerdan las culpas y actos terribles que ya no sienten suyos, como los crímenes cometidos en la nebulosa íntima de la pesadilla que al despertar se revelan soñados”.
Clara Usón
De vez en cuando, en medio del frío de Sarajevo, hablábamos de Srebrenica. De la necesidad de ir a Srebrenica, de cruzan las líneas, los cercos serbios, de comprobar cómo vivía la gente del enclave, de la ciudad protegida por las Naciones Unidas. De Sarajevo a Srebrenica. Nunca lo pensamos completamente en serio. Del mismo modo que he tardado veinte años en volver a Sarajevo, hasta ahora no he puesto los pies en Srebrenica, el 9 de julio pasado, dos días antes del funeral por los 409 desaparecidos, asesinados, que fueron finalmente identificados, entregados a sus familias, enterrados el día 11 en un funeral hermoso y tristísimo, durante un largo rato bajo el aguacero, mientras un coro de muchachas vestidas con túnicas negras y con el pelo descubierto, cantaban un desgarrador réquiem por Srebrenica, empapadas.
“La única pregunta que me gustaría plantear a todos los amigos que he hecho después de la guerra es si recuerdan dónde estaban el 11 de julio de 1995. No me atrevo porque no estoy seguro de recibir la respuesta que deseo con todos sus detalles; no me atrevo porque sé que al final me quedaría solo, sin nadie. Y eso a pesar de estar convencido de que tengo derecho a exigir una respuesta a esta pregunta. No porque me interese dónde estaban exactamente, sino porque me gustaría saber que no han participado en la traición. Lo que ocurrió en Srebrenica durante unos pocos días de julio de 1995 fue una de las más grandes traiciones de la especie humana”.
Emir Suljagic