Puede que fuera una revelación: el día que me dieron la comunión por primera vez dejé de ir a misa.
Fue la primera y la última vez que me dieron una hostia, entendida como esa “hoja redonda y delgada de pan ácimo” que define la RAE. Hostias de otro tipo sí que me han dado. Así que despojado de cadenas con cruces y de madrugones dominicales pasé a entrar en las iglesias por el compromiso de las bodas y los bautizos. A dudar entre entrar o quedarme en el bar. A entrar en catedrales como quien visita el Museo del Prado. Pocas catedrales tan magnéticas como la de Canterbury, cuya imponente torre central creo adivinar siempre que miro al horizonte. Y pocas odas al exceso como San Pedro, el corazón de la Iglesia católica.
‘El País’ lleva hoy en primera página una fotografía muy recurrente: dos ángeles custodiando desde lo más alto la plaza, con su característica forma elíptica, delimitada por unas columnatas que hipnotizan. El obelisco central apunta a lo más alto, como lo hace la cúpula de la basílica. La cúpula impresiona más de noche, en los regresos rodeando al Vaticano, que de día. Ayer canonizaron a los papas Juan XXIII y Juan Pablo II y mi amigo A., desde tierra de peregrinos, me recuerda lo apañado que es Francisco. Mucho papa había, le respondo. Sólo les faltaban las corbatas. “De cuatro papas nada. Ahí sólo había dos. Dejan en ridículo a Obama con estos fastos”, me dice.
Con Obama hemos topado.
“A la investidura de Obama, en 2008, fueron cuatro millones de personas”, le recuerdo.
“Sí, sí. Pero no había cuatro papas”. ¿En qué quedamos: cuatro papas o dos?
“Había otros presidentes de Estados Unidos. Algunos milagrosos, como Bush, que ganó dos elecciones. O el propio Obama, el primer presidente negro”.
“¿Y las reliquias para besar?”.
“La Constitución. Es sagrada”. “El Capitolio es mejor que el Vaticano”, le provoco.
“De eso sí que tengo dudas. En el Vaticano pierdes la noción de las proporciones”. Entonces le mando a A. una fotografía que muestra a Obama de espaldas. En el horizonte se dibuja el monumento a Washington, el segundo obelisco más grande del mundo. Se eleva hasta los 169 metros. El resto es un río incontenible de gente. Quizá por eso no hay columnatas.
“‘Habemus Obama’. No hay fumata blanca”, reacciona mi amigo.
“Las elecciones”.
“Le falta esa liturgia”, insiste.
“El presidente de Estados Unidos, cuando abandona la presidencia, se va en helicóptero”.
“Como Benedicto XVI. Ya ves tú”, remata.
Está claro que tenemos dioses distintos.
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“Hace catorce años el Real Madrid sufrió ante el Bayern en semifinales para ganar la octava. Anelka marcó el gol decisivo”, leo a mi amigo P. en Twitter. “¿Catorce años?”, pienso, escribo, mientras la cara se me llena de arrugas. ¿Catorce años? Te das cuenta de que vas cumpliendo años cuando ves que los jugadores empiezan a ser más jóvenes que tú. Cuando los comentaristas hablan del pasado y nada te resulta extraño. Cuando un recuerdo te golpea en la cara. Anelka rematando a la red un centro de Savio. “Treinta y dos años esperó la familia blanca desde la sexta copa de Europa (1966) hasta que llegó la séptima en 1998, ya en color y formato Champions”, sigue P. “Los doce años que lleva el Real Madrid sin ganar la décima no son nada comparado con el dato anterior”. Yo sigo en esos catorce años. Con las arrugas recién estrenadas. Hará unos catorce años de cuando empezamos a colarnos en discotecas light. Entonces el ‘semáforo’ marcaba tendencia, aunque yo siempre fui de Coca Cola. Con mi amigo P. jugaba al fútbol en unas pistas donde hoy hay una comisaría; a las chapas en un parque que ya no se parece al que yo disfruté; con él iba a clase y me entrenaba dos, tres veces por semana, siempre con un curso y una categoría de diferencia. Con mi amigo P. fui al Bernabéu por primera vez… y con él salí por patas por una amenaza de bomba. Escribo estas líneas después de ver cómo el Real Madrid le ha metido cuatro goles al Bayern en Múnich. Es la primera vez que los blancos ganan allí. Con dos goles de Cristiano Ronaldo, que me saca dos años. Con otros dos de Sergio Ramos, sólo uno mayor que yo. Cumplir años quizá consista en congelar estos recuerdos para, dentro de catorce años, volverse a sorprender de lo rápido que ha pasado el tiempo.
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Fui el primero en llegar a la fiesta, cosa normal entre los que son como yo, que no soportamos que nadie se nos adelante. Una casa en Chueca, al lado del mercado de San Miguel. Al fondo del pasillo, el salón. Y en el salón, una chimenea. Me fijé en ella porque, de lejos, veía arder la leña. Había truco: de cerca, el fuego era la pantalla de un ordenador. El teclado estaba cubierto por un trapo negro para disimular. Pasé buena parte de la noche pegado a la chimenea, pero el salvapantallas del Mac no daba calor. La reacción de los demás invitados que llegaron después de que lo hiciera yo fue muy parecida a la mía. De la sorpresa a la sonrisa, y de la sonrisa a la botella de whisky. Ver fuego en la chimenea, escribió Josep Pla, produce verdadera ilusión. En la época de su cuaderno gris, año 1919, había quien colocaba unos trozos de cartón en la chimenea para imitar la leña.
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El primero de mayo, hace cinco años, me pilló en Santander. El viaje no era para madrugar, así que cuando salí a la calle sólo quedaban los restos de la manifestación: banderines, carteles, panfletos… Como cuando pasa la cabalgata de reyes. Me quedé con las ganas de ver a los sindicalistas buscando caramelos debajo de los coches. Era difícil imaginar que los sindicatos acabarían saliendo a la calle para reclamar trabajo. Trabajo de calidad, si acaso. Hoy, en un trayecto de once paradas en metro al centro de Madrid dos personas piden dinero. Uno lo hace sorteando a los viajeros, como si quisiera pasar inadvertido. “No es la primera vez que lo veo”, me dicen. El segundo –“Pido dinero porque soy padre de dos hijos. No soy drogadicto ni alcohólico”– canta una canción mientras da manotazos a una guitarra. “A este también lo he visto más de una vez”.
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Siento unas ganas irrefrenables de ir a Móstoles en busca de franceses. Y mira que Fernando VII era bobo.
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Leo que un jugador de fútbol sala, después de varios años en la élite, ha decidido poner fin a su etapa como deportista profesional. Explica que ha recibido una oferta de trabajo que no puede rechazar. A partir de ahora trabajará como fisioterapeuta.
El fútbol sala nunca ha dejado de ser un deporte de segunda categoría. Los que se dedican a él no coleccionan coches de lujo ni ponen su nombre a calzoncillos diseñados por ellos, sino que empezaron a jugar en los recreos del colegio con los botes de los batidos. Luego se apuntaron en el equipo de su pueblo, o con algunos amigos. Como se les daba bien, les empezaron a convocar con la selección de su comunidad autónoma: la selección madrileña y la murciana siempre fueron las más potentes. Y entonces llegaron los equipos más fuertes y los ficharon. Empezaron a entrenarse dos, tres, cuatro veces cada semana. A ser convocados con los equipos de categoría superior y jugar dos, tres partidos cada fin de semana. Muchos dejaron los estudios por el camino. No se interesaron por trabajar.
Sólo llegaron los elegidos.
Hubo una época en la que jugar al fútbol sala daba para vivir muy bien. Entraba dinero en los ayuntamientos y las constructoras eran indestructibles, así que los mejores jugadores del mundo venían a España a cobrar sueldos con muchos ceros. Todo eso quedó atrás. Los que antes se quedaban por el camino ahora juegan en la primera división sin que aún les haya salido barba. Cobran (los que cobran) tanto como lo que ganaban quienes jugaban en tercera división en los años de la burbuja. Los brasileños han cambiado España por Rusia, que es donde aún hay dinero. Y los que renunciaron a todo para llegar a la élite del fútbol sala se agarran hoy a las ofertas que antes rechazaron.
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Lo primero que debe hacer quien estudia en una universidad a distancia es mirar las guías de las asignaturas. Ahí está lo más relevante: si es necesario presentar algún trabajo y el manual elegido por el equipo docente. Sólo más tarde mirará las fechas de los exámenes para constatar que, en efecto, todavía queda mucho. Los manuales siguen a una prudente distancia. Hasta que se lo ocurre volver a mirar. Entonces, con suerte, sólo le quedarán dos semanas para empollarse varios libros de principio a fin. Le ha vuelto a pillar el toro. Decide dejar de leer por unas semanas, de planear escapadas. Deja de escribir. Volveré dentro de un mes.