El hombre se mete los dedos en el bolsillo de la camisa.
—Pues yo llevo la mascarilla en el bolsillo de la camisa.
El hombre, de unos setenta y pocos años, baja la cabeza de pelo cano y se le pliega la papada en dos montoncitos de piel moruna y barba hirsuta sin afeitar de tres días. Tira del elástico de la mascarilla blanca, pero enseguida la empuja con sus yemas y la esconde.
—Como vengan los guardias, verás tú—le dice, a su lado, un hombre con boina gris, en cuyo bolsillo de la camisa asoma, no una mascarilla, sino una cajetilla de tabaco.
—A los guardias no hay que temerlos. A quien yo temo es al que me pueda pegar eso.
—¿Viene a menudo la Guardia Civil?
—Casi todos los días—dice el de la mascarilla en el bolsillo.
Su dedo apunta a lo lejos, a otra de las pedanías de esta comarca norte de Lorca (Murcia) que no se ve en el horizonte de sierras y donde dice que hay un cuartelillo; bajo los nublos de una tarde tranquila de primeros de junio.
—¿Y cómo han pasado ustedes el confinamiento?
—Pasando los días.
—Aguantando, ¿no?
—Claro. Una cosa así, tan desconocida…
—Estos meses yo he perdido siete u ocho kilos por el marengue este—dice el hombre de la boina. Tiene la cara y el cuerpo muy enjutos, patillas de tres dedos y la camisa de cuadros abierta por los primeros botones descubre un manojillo revuelto de vello ceniciento. Cuando fuma parece como si su piel atezada se adhiriera a los huesos de los pómulos. Y cuando se refiere al coronavirus le llama marengue.
—¿Y tienen ustedes un lugar donde juntarse?
—Mira, ahí está lo de los viejos—dice el de las gafas de armadura negra señalando un local paralelo a la iglesia. Un señor sale del interior y cierra la puerta—. Ahí nos juntábamos todas las tardes, echábamos la partida (dominó, porras). Pero cuando nos encerramos, claro, pues no teníamos entretenimiento ninguno.
Hace un rato han visto cómo entraban cajas de vino.
—Eso es que abrirá mañana.
El dueño del local pasa por al lado de los dos hombres y dice:
—Bueno, vamos a recogernos.
El de las gafas le pregunta:
—¿Seguiremos mañana igual?
—No—dice el dueño con una media sonrisa—. Mañana vamos a probar.
—Vamos a probar, claro.
Corre una brisa que estremece los árboles.
—Hace fresquillo.
—¡Arrea! —dice el de la boina—. Aquí en Avilés te acuestas y te dejas la puerta abierta. Pero la ventana hay que cerrarla. Yo he tenido hasta hace unos días la estufa de leña encendida.
—¿Y cuántos habitantes hay aquí?
—Quedamos pocos.
—Y muchos solos—dice el de las gafas negras—. Yo tengo la suerte de tener mujer. Pero mi hermano mismo—señala al de la boina— se acuesta solo.
—Ah, ¿son ustedes hermanos?
—Sí. Yo, Antonio—dice el de la boina—. Y mi hermano, Miguel.
—¿Y ha habido aquí algún caso?
—Cero.
Antonio saca un pitillo largo y blanco del paquete de tabaco de su pechera y se lo enciende; suelta enseguida un humo espeso; parece que no se lo traga; un humo de volutas que no se elevan en un hilo indio de chimenea; una bocanada que se queda en el aire, suspendida como una pompa, como una burbuja de bomba nuclear, como cuando se revuelve la arena debajo del agua de la playa.
—Quedamos pocos, pero buenos.
Los dos hermanos tienen los ojos puestos en la explanada, donde la iglesia, a la que suele ir «media docena de mujeres», y que hace muchos años estuvo integrada en el centro del pueblo, se encuentra cerrada.
—Y lo ha estado todos estos meses, por el marengue este.
El color blanquecino de la torre contrasta con el paisaje amarillento y pistacho de los bancales yermos y de cebada, con la inmensidad grisácea de los cabezos, con la charca brillante como plata verde que nace al lado del templo, con la ancha vía de tierra marrón oscuro que atraviesa la explanada y bordea un parquecito con dos bancos acordonados, cuya cinta policial el aire agita como un lazo festivo.
Un ruido de cascabeles, ladridos y gritos de hombre se aproximan. Viene el hatajo de ganado de borregas y cabras por la ancha vía que divide la iglesia y las casas del pueblo.
—Es hermoso esto.
—¡Arrea! —dice Antonio sonriente y contemplando la escena.
El pastor azuza a los animales y dos perros corren en las orillas enderezando la comitiva y procurando que ninguna se descarrile.
Antonio saca otro cigarrillo. Lo enciende. Lo fuma como soplando velas. La cara se le chupa en cada calada.
—Se dice que ahora va a crecer mucho más el turismo rural.
Ni Antonio ni Miguel dicen nada.
—¿Aquí hay casas rurales?
—Dos o tres esturreadas por el pueblo—dice Miguel.
Una avispa oronda y de vuelo lento viaja de una mano a otra, pero ninguno de los dos la espanta. Antonio tira la colilla. Miguel dice:
—El pueblo está de dulce.
Y su hermano le responde:
—Pero ahora no me tropiezo a nadie.
***
El mundo está repleto de historias, tantas como habitantes tiene el planeta, dice Luis Guillermo Hernández en su ensayo Periodismo literario (Comunicación Social, 2017). Ese periodismo que «necesitamos como nunca, o al menos como tantas otras veces en las que la cultura y la sociedad se han roto de pura aceleración». Ese periodismo que «no marca distinción alguna entre las experiencias de personas comunes y las experiencias de personas ‘importantes’, famosas o célebres. Porque todos los testimonios, todas las historias, guardan el mismo valor». Porque, como escribe David Vidal, «lo literario es, en ese sentido, un ámbito de encuentro con la alteridad». Y es necesario que el periodista «vea ante sí a personas, a seres humanos vivos».