Se ha dicho poco, lo defendía bien Peter Biskind, pero los años 80 arrasaron como un maremoto con los autores más europeos del cine norteamericano. Quedaron los expertos en entretenimiento; cortos para los que pensamos que la gran pantalla no debe ser sólo Indiana Jones escapando en una vagoneta. No hay género, incluso, que le salga peor a Spielberg que el melodrama, algo que siempre esconde con su virtuosismo técnico.
La bella y la bestia
En esas figuras del cine estadounidense de los 70, el llamado Nuevo Hollywood, mi favorito es Peter Bogdanovich que a su pesar puede ser justamente juzgado como “Truffaut norteamericano”. Hay un halo de tristeza y ternura en sus películas que evoca bien al melodrama nuevaolero galo. The Last Picture Show podría ser su Besos Robados, siendo evidentes los parecidos entre Antoine Doinel y Duane Jackson.
Voz en off: «Y así fue como arruiné mi vida…»
Este realizador experto en melodramas y comedias, que divertidamente se hizo célebre por un thriller como Targets, no tuvo suerte pasado el meridiano de los 70. Los productores comenzaron a intervenir en el montaje, su vida personal tuvo varios divorcios no muy amigables y pronto se encontró totalmente fuera de órbita cuando los filmes comenzaron a llegar “de una galaxia muy, muy lejana…”
Pero si uno revisa estas películas calmadas como Daisy Miller o la brillante Saint Jack se encuentra al mismo realizador de las anteriores. No cambia tanto su forma de dirigir, torpedeada por productores que veían ese cine como deficitario (¡con razón!), sino un público que ya no estaba buscando historias de madurez, vidas sombrías y perdedores en estados polvorientos del cinturón de la Biblia.
Para Bogdanovich, además, este tajo cultural entre décadas se convirtió en algo físico al perder a su amante Dorothy Stratten debido a la violencia de género. La personalidad se la agrió, se ve en sus libros de entrevistas, y por un momento perdió la noción de su poder real arruinándose con filmes menores en los 80. Las productoras le dejaron de lado, los actores también y el propio Orson Welles antes de morir le consideró alguien “enloquecido”.
La aventura equinoccial del eterno secundario Denholm Elliott
De esa profunda crisis personal, emergió como psicoanalista deprimente (¡y depresivo!) de Tony Soprano. Poco antes de morir, un poco de manera tapada, escribió un divertido pastiche de Howard Hawks de nombre Lío en Broadway. Estas peripecias de una meretriz despistada tenían aroma de comedia fina, alejadas deliberadamente de la escatología que dominaba los sainetes de enredos en el tiempo.
«Yo fui grande…»
No podía funcionar, claro, pero esta película conserva un tono encantador, tierno como jamás es ya el último Woody Allen, y un dominio difícil de ver en diálogos que se suceden como ráfagas de metralleta. Quizá sea bueno recordar, entonces, aquellas frases en el filme en las que el director parece confesar su ciclotimia y que suponen un buen obituario a un tipo injustamente olvidado: