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Atentados terroristas en París cometidos, supuestamente, por franceses y belgas, europeos en definitiva, y la primera respuesta del Gobierno francés es un bombardeo sobre Raqqa, la capital del Daesh, con más de 200.000 habitantes. Ahí está el feudo del Estado Islámico (Hollande, al hablar de «acto de guerra» para referirse a los ataques del pasado viernes, es posible que haya legitimado su condición de Estado).
La mera existencia del ISIS, el Daesh, el Estado Islámico, es el gran problema, es el gran reto, el gran riesgo, el enorme peligro, quizás el mayor que haya existido nunca en la historia, por el carácter indiscriminado de sus ofensivas, de sus ataques, de sus crímenes.
Podemos dejar al margen la duda (para algunos certeza) de si Occidente, desde la última guerra de Irak, o quizás desde antes, desde la de Afganistán de 1979, que reforzó a los talibanes y gestó Al Qaeda, ha alimentado la génesis y el crecimiento del ISIS. Pero ahí quedan las últimas confesiones de Tony Blair o de Hillary Clinton, así como las advertencias de Vladimir Putin en el año 2013.
Sin analizar la conveniencia, o no, del bombardeo, su utilidad, su potencial eficacia para cumplir con el objetivo buscado (debilitar al Daesh en su territorio, aniquilarlo), es obligatorio tener en cuenta cuáles pueden ser las consecuencias dentro de nuestras sociedades, entre quienes están entre nosotros y se ven seducidos por el Isis hasta el punto de querer viajar a Siria y unirse a él y luego viajar a Europa con la lección aprendida y convertido en máquinas humanas de propaganda asesina.
Rafael Calduch, profesor de Relaciones Internacionales en la Complutense, habla hoy de la necesidad de una acción reflexiva, de un análisis de consecuencias de cada decisión política que se tome.
¿Hay hoy más o menos radicales en Francia que antes del bombardeo?, ¿hay más o menos dispuestos a unirse a la Yihad entre los belgas?
El problema, el gran riesgo, el gran peligro está muy lejos, entre Siria e Irak, muy cerca de la frontera turca, pero también está en Europa.
¿En qué ha fallado Europa para que algunos de sus ciudadanos, muy pocos afortunadamente, se sientan seducidos por el Daesh y estén dispuestos a morir matando en su nombre?, ¿qué han hecho mal nuestros Estados de Bienestar para que ciudadanos que viven dentro de nuestras fronteras estén dispuestos a irse a Siria y volver a Europa a matar?, ¿en qué ha fallado el modelo social europeo para que quienes no pueden viajar a Siria sientan una frustración que traducen en una mayor radicalidad?
Quizás los Estados de bienestar europeos no hayan llegado a ciertas zonas como la que narraba Pablo R. Suanzes hoy en El Mundo y que describe como «más deprimida que amenazante, más abandonada que perseguida y harta de ser vista con una mezcla de compasión, condescendencia y temor». Zonas excluidas. Personas dejadas al margen. Es una idea que casa con las del sociólogo Michel Wieviorka. En un artículo publicado en La Vanguardia tras los atentados contra Charlie Hebdo, escribía: «La crisis de las banlieues, iniciada a finales de los años setenta, no ha dejado de agravarse y muchos barrios populares van a la deriva, abandonados por las instituciones de la República, y oscilan entre la violencia de la agitación y la delincuencia organizada, sobre todo en torno a la droga, mientras que el único lugar dotado de sentido tiende a ser la religión y, más concretamente, el islam».
Quizás los modelos de convivencia con la inmigración han fallado por completo, tanto el integracionista o multicultural como el asimilacionista, según el análisis de un artículo de The Guardian publicado este fin de semana.
Algunos de los hijos y los nietos de las primeras generaciones de migrantes no han encontrado su sitio en las sociedades de acogida. Y de hecho hay quien cree que su conversión al Islam radical es el modo en que han resuelto un profundo problema de identidad. Lo hace, por ejemplo, Fernando Reinares, del Real Instituto Elcano: «los descendientes de inmigrantes musulmanes en Europa Occidental, a menudo atrapados entre dos culturas, son especialmente propensos a tensiones de identidad relacionadas con su situación de diáspora. Muchos de ellos no muestran afecto hacia la nación en que han nacido o donde han crecido, pero tampoco apego hacia la nación de la que son originarios sus padres (…) Miles de estos jóvenes musulmanes de segunda generación en Europa Occidental terminan por mostrarse receptivos a la idea de que la única nación a la que en realidad pertenecen es la ‘nación del islam’, tal y como la promueven el Estado Islámico y su pretendido Califato al igual que, en menor medida, al-Qaeda. Así se conectan identidad y terrorismo». Recuerda Reinares que en un reciente número del órgano de propaganda del Daesh, se lee: «El revival del Califato proporciona a cada musulmán una entidad concreta y tangible para satisfacer su natural deseo de pertenecer a algo mayor». El Califato ofrece una identidad.
¿Bombardear a los que están lejos radicaliza a los que están cerca?, ¿qué se puede hacer en Europa para vacunarnos contra la radicalización de quienes viven aquí, en la presuntamente próspera, solidaria y moderna Europa?, ¿que nuestros jóvenes se unan al Isis es un síntoma de una enfermedad europea?, ¿se puede agravar esta enfermedad si la xenofobia crece al mismo ritmo al que van cayendo las bombas sobre Siria?
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