La primera vez que escuché el término «pasabolero», mi madre lo dijo con tal rabia que juré nunca serlo.
Lo importante en el tenis (y en la vida, creía yo) no era pasar la bola, sino jugarla bien: estirar el brazo con la raqueta hasta que apuntara al cielo, correr por la cancha con estilo.
Un pasabolero solo podía ser un jugador sin pasión, sin amor propio.
Mi madre no tenía un mejor insulto para referirse a gente así.
A gente como mi papá.
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Sin embargo, mi papá siempre le ganaba. Siempre.
Ella lo gritaba (¡Caramba, Jorge!), lo insultaba (¡Carajo, Jorge!), pero mi papá seguía tranquilo, parado y atento en su lado de la cancha. Casi sin moverse. Golpeaba las bolas amarillas con efecto y muy poco esfuerzo: ellas pasaban la red, rebotaban de un modo interesante en la arcilla, y mi madre nunca las alcanzaba.
Ella renegaba y papá volvía a su puesto con su sonrisa Kolynos.
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¿Acaso pasabolear lo hacía a mi padre un jugador mediocre? ¿O un hombre más sabio?
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Era evidente que él no quería (ni podía) ser André Agassi ni Pete Sampras.
Con su panza y su talla tirando para XS, a papá poco le interesaba «verse bien». Qué mejor si corría un poco menos. Ya tenía sus años. Además, odiaba perder.
No creo que lo afectaran los insultos de mi madre.
O mis gruñidos: Yo, con esos saques explosivos que mi madre aplaudía, nunca podía alcanzar sus pelotas con spin. A pesar de mi talento, agilidad y destreza, de mis tremendos golpes de revés, jamás podía ganarle a mi padre. Y yo tampoco lucía ni como Sampras ni como Agassi.
¿Quién tenía razón?
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En otras áreas de la vida, «pasabolero» equivale a un término también de connotaciones negativas: diletante.
Se suele insultar así a quienes van por la vida sin apasionarse mucho. Sin embargo, dice la RAE que la palabra –derivada del italiano– significa: que se deleita.
Mi padre no juega tan bien, pero se deleita jugando al tenis.
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Al empezar este texto pensé que me saldría un tratado extenso, a lo Foster Wallace. Algo así como «El pasaboleo como experiencia religiosa».
Mas no. Demasiado trabajo. (Y ya ven lo que le pasó al bueno de David).
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Por eso, voy a terminar. Lo haré dedicando esta breve «Apología del pasaboleo» a los ilusos que escribieron largas listas de resoluciones para el año nuevo.
Este año romperé el juramento: aparte de tres o cuatro–a lo más cinco–cosas que me importan mucho, este 2022 pasabolearé. Sin asco, como un cerdo.
El 2022 pensaré en la victoria fácil. Sé que ganaré los partidos como los gana mi padre: sin mucho esfuerzo.
Y si no gano, sé que por lo menos la pasaré bien. Me deleitaré. Sí señor. Y que me disculpe mi madre.
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Postdata:
Me doy cuenta que lo que acabo de escribir se parece demasiado a una «resolución de año nuevo». Qué le vamos a hacer. Me reafirmo: este año más lectura, más ternura y más locura. Menos mesura, menos estrés.
Ahí vamos.