A disturbance in mirrors,
The sea shattering its grey one–
Love, love, my season
Sylvia Plath
–Ojos de perro azul– dijo ella. Y lo miró como se mira a un perro.
No importa el paisaje: era una mañana al lado de los acantilados de Lima. No interesa la música (Adióooos amor...). Tampoco el olor a mariscos frescos. Sólo interesaba lo que decía ella.
Y lo que ella decía apestaba.
Se había robado el carro de su viejo y se había metido en contra del tráfico por la carretera al lado de la costa. A ella no parecía importarle mucho (fue muy divertido, pasado el pánico). Sin embargo se lo sacó en cara apenas se sentaron a comer. ¿Tenía que repetirle que se había tirado el carro por ella? No.
–Que se joda– pensó él.
Lo había tratado como a un perro y eso era todo lo que veía. O quería ver. Al diablo con los ojos y con el azul. Y eso que ella le había dicho cuanto le gustaban los ojos azules. Al diablo porque sus ojos no eran azules. Color caramelo. Verdosos (a veces) con el sol indicado. Pero nunca azules. Qué perra. Hacerle esto a él.
–¿Sabes lo que más recuerdo de este tiempo que hemos estado saliendo juntos?
¿Quería una respuesta? A ella le encantaba esa retórica.
Para qué apurarla. Se había indigestado con su indiferencia en un concierto, se había odiado a sí mismo en una cena carísima de pésimo desenlace. La había visto tocar el piano, para enterarse que ella solo lo veía como a un amigo.
Sin embargo, sí que había momentos inolvidables.
Esas tardes en que la había visto sonreír con alguna frase inspirada, momentos de ternura en que casi, casi, creía que le iba a conceder el deseo de besarla. Y esas noches en que la cubría de pies a cabeza con una manta antes de retirarse, a pie, hasta el paradero. Solo para escucharla, a la semana siguiente, relatarle las historias con su amado inmóvil, en las que lo único que faltaba contarle era de qué manera se la habían cachado.
La quería. Sí, la quería.
Y estaban los momentos en que ella se apareció con el vestido de colores tierra, falda vaporosa, de mirada inalcanzable y musa, para acompañarlo a la cita con el oftalmólogo.
–Preciosa ¿Tu enamorada? No es mi enamorada.
Y en la misa de cuerpo presente, con una cafarena blanca, ávida del Cielo. Y su tía:
–¡Linda tu enamorada! No es mi enamorada.
Y las frases elocuentes, los poemas inspirados, almuerzos en su casa, helados en pareja. Tardes de cine, algunas afortunadas. Sí, hubieron muchos momentos en que ella lo hizo feliz.
Momentos imborrables:
–El momento que más recuerdo –dijo ella– es cuando le dimos comida a ese mendigo en la carretera, regresando de este restaurante (de esta tarde de mariscos, de esta maldita tarde de tráfico en contra, de sus ojos clavados en sus ojos que no son azules). Y sus pestañas larguísimas. Sí. ¿Te las quieres rizar? Y otra vez su risa regresando. Sus puños clavados en la cama. ¿Te irías a un hotel conmigo?
Unas semanas después: dos manos le cubrieron los ojos.
–¿Adivina quién soy?
Y otra vez el vestido elegante, bellísimo. Era de noche, bastante tarde, a la salida de un bar recién inaugurado de Barranco. Y él estaba abrazado a otra mujer bonita. A otro torpe aprendizaje.
–No sabes cuan cerca estuve de decirte que sí– le dijo ella.
Él puede reírse ahora. Entoces sólo tenía ganas de decirle:
–Vete al diablo, ojitos de perra. Perrita chihuahua.
(Esta historia apareció con algunas variaciones en The New York Street)