Los últimos tiempos nos han permitido multiplicar los contactos con extranjeros, conocer a individuos de lugares más o menos lejanos. Ya tratemos con ellos o tratemos acerca de ellos –y aspectos gastronómicos o artísticos aparte-, surge la ocasión de mostrar algún grado de desconcierto e incluso de escándalo ante varias de las creencias o costumbres de esos extraños que nos parecen las causantes de los sufrimientos o humillaciones de muchos. En tales conversaciones, y más temprano que tarde, alguien echará mano de la expresión mágica es que esa es su cultura, y todo parecerá definitivamente aclarado.
1. En realidad, no habremos aclarado nada porque sólo nos apremiaba desembarazarnos de lo que no entendíamos o hería nuestras categorías y sentimientos. Este papanatismo culturalista, como mucho, sólo habrá neutralizado el escándalo y con él nuestra capacidad crítica. El respeto más aséptico o más entusiasta hacia esas otras culturas crecerá a una con su distancia o su exotismo; en esa misma medida es probable que incluso tendamos a contemplarlos como “minorizados” por otras culturas más poderosas. Pero, al mismo tiempo, semejante actitud provoca el desinterés real por la penosa suerte de aquellos seres lejanos y hacia los prejuicios no cuestionados que refuerzan sus daños. Cuando vayamos de visita turística a esos pueblos, hasta nos sumaremos encantados a celebrar sus ritos y colgarnos sus atuendos. Sin duda seríamos más resueltamente críticos a poco tuviéramos que convivir con los afectados o hiciéramos el ejercicio de imaginar que aquella cultura extraña pudiera algún día ser la nuestra.
Y es que en todo esto laten diversos presupuestos que será bueno sacar a la luz. El principal es que la cultura del grupo al que se pertenece configura la identidad de uno (en este caso no una elegida, sino otra natural o forzosa) y que esa identidad cultural, así como el grupo que la nutre, constituye un elemento primordial de la vida buena del
individuo y un rasgo cuya protección debe incluso encomendarse al régimen político. Esa identidad es constitutiva del ser humano, algo que propiamente le antecede, de manera que no hay realización del individuo como no se asegure la supervivencia de su cultura y valores. Antes que la autonomía individual, que no existe sino gracias a su identidad como miembro del grupo, está la autonomía grupal misma. Junto con ésta vienen otras premisas, como que cada cultura levanta barreras infranqueables que la vuelven poco menos que impermeable al influjo de las otras; que no hay unas culturas superiores y otras inferiores, puesto que todas cumplen idéntica función identitaria y su valor radica en fomentar su misma diferencia respecto de las demás; que, a fin de cuentas, toda cultura es inmediatamente justificable y a nadie ajeno a ella le asiste el derecho a entrometerse en sus prácticas y creencias.
2. Las réplicas a todo ello pueden seguir varias vías. De entrada, no es fácil determinar si son unas previas diferencias culturales las forjadoras de identidades colectivas o vale más bien la sugerencia inversa. Ya sería muy grave que, so capa de respeto, se llevara a cabo un ejercicio artificial de fijación esencialista del grupo identitario, a fuerza de exagerar (cuando no inventar) sus rasgos, como hace el “narcisismo de las pequeñas diferencias”; o bien de detener al grupo en una fase de su evolución o sencillamente coaccionar a sus miembros para amoldarlos a la horma grupal. Pues habría que aquilatar en primer lugar si es voluntad del individuo -al fin, la que debe primar- permanecer inserto o no en su grupo de origen, no vaya a ser que la protección externa de esa identidad colectiva oculte en su interior restricciones de la libertad individual. En ese caso el grupo identitario, como si fuera una persona, se otorgaría derechos colectivos por encima de los individuos mismos. ¿Sería defendible entonces clamar por la tolerancia ajena mientras se ejerce la intolerancia con los propios? No es infrecuente que el sujeto de esa cultura autóctona prefiera disfrutar de ciertos beneficios de la nuestra antes que conservar otros contenidos desventajosos de la suya. A lo mejor el otro no sea tan “otro” o distinto como se le obliga a aparecer…
Si en múltiples casos ya nos costaría delimitar las fronteras del grupo (quiénes son sus miembros), más difícil aún será decidir que sea de justicia el excepcional trato público de favor o, en el plano privado, el respeto que reclama. Cabe poner en duda que la pertenencia a una comunidad de origen sea por fuerza un bien primario para su sujeto, porque esa pertenencia y la identidad que se le adhiere carecen por sí mismas de valor moral. Sostener lo contrario sería, como se ha dicho, una “idolatría de los orígenes” y convertir lo que se ha sido en deber ser. Tampoco la lealtad a ella habrá de ser la forma más alta de solidaridad, pues podría constituir una versión contemporánea del tribalismo que rechaza el valor superior del cosmopolitismo. He aquí un falso dilema apuntado por Garzón Valdés: si se es cosmopolita se carece de identidad personal, pero si se posee identidad personal habrá que propiciar una cultura de campanario.
En razón de este aislamiento, para el relativista cultural cada cultura se rige por pautas morales propias y resulta inconmensurable con todas las demás. De ahí que las distintas culturas merezcan incluso el mismo respeto, en tanto que supuestamente dotadas de igual valor…, con lo que se desvanece la noción misma de valor. Desde semejante relativismo, las nociones de democracia y derechos humanos pierden su vigencia universal, y ello da lugar a otro falso dilema: o somos tolerantes y renunciamos a fundar objetivamente la democracia; o se defiende a la democracia a la par que sus derechos, pero así caemos en la intolerancia y nos habremos ganado el reproche de “etnocentrismo”.
Es una confusión que todavía se apoya en otra, la de la equivalencia entre la diversidad cultural y el enriquecimiento moral. Toda cultura sería moralmente valiosa nada más que por ser diversa, lo que supone vacunar la cultura contra el examen moral y aceptar cualquier institución o costumbre por aberrante que fuere. El nuevo dilema diría que o se eliminan ciertas prácticas por reprobables, pero así nos empobrecemos, o se mantienen para no cometer “genocidio cultural”. Claro que si lo diverso fuera ya signo de riqueza moral, todo comportamiento o punto de vista -también el odiado etnocentrismo- estaría permitido. No cabe otra conclusión sensata sino la de que las culturas serán más o menos valiosas en función de cómo satisfagan las necesidades primarias de sus sujetos.
De modo que no todas las diferencias culturales son determinantes de la personalidad moral de los individuos, ni todas las diferencias identitarias son valiosas y respetables (o tolerables). Una cultura que instaure o ampare flagrantes atropellos de los derechos humanos no tendría derecho a recabar respeto o solicitar una acción positiva en su favor. En dirección opuesta, una sociedad democrática ha de procurar entender las identidades de manera que favorezca la distancia crítica antes que la acomodación a lo tradicional y lo dado; o, lo que es igual, que minimice las diferencias y acabe revelando las identidades múltiples que nos constituyen. No hay otra tolerancia para las culturas que la activa disposición al diálogo entre sí. Que no se proponga, pues, el ideal de preservar las culturas en decadencia o en trance de desaparecer como un deber de “conservación de las especies culturales” (en irónicas palabras de Habermas). Podría además ser un esfuerzo inútil frente a la potencia arrolladora del presente e incluso moralmente rechazable ante la prioridad de necesidades colectivas más graves o urgentes.
3. Tiremos del último hilo esbozado y, por si los anteriores fueran argumentos demasiado fríos para los sujetos aferrados al tópico examinado, vengamos a una experiencia común y a los interrogantes que suscita. Esos multiculturalistas parecen olvidar que muchas culturas conocidas han arraigado en (o coexisten con) la penuria material, la extendida ignorancia o la sumisión política, tal vez para así desentenderse de la suerte a menudo miserable de los individuos que habitan en ellas. No abrigamos ninguna duda de que se hallará valor en numerosas instituciones culturales que han brotado de las deplorables condiciones materiales y sociales de una u otra región del mundo. Pero ¿habrá que salvar esas instituciones -y la identidad grupal e individual que presuntamente configuran- a costa de mantener el subdesarrollo de las condiciones de vida de sus gentes? No sólo se trata de discernir entre los componentes de una identidad colectiva lo valioso de lo menos valioso y hasta repugnante. Sería también rechazable esa abstracción que separa unos pocos valores culturales para dejar en la sombra los demás que les acompañan. ¿Puede cantarse acaso la riqueza en la indumentaria femenina de un pueblo sin reparar al mismo tiempo en los gravísimos y permanentes abusos sufridos allí por sus portadoras?
Parece inevitable que tanto el sujeto moral como el político se pregunten entonces si su deber no le solicita algo más que cultivar la tolerancia hacia el distinto. El tolerante habitual renuncia de antemano a la búsqueda de un baremo objetivo o un criterio común para la evaluación de las diversas razones y normas. Pero un afán de verdad práctica le obligaría, más allá de prohibirse imponer las propias, a buscar unas opiniones mejor fundadas y más universalizables que otras. El más profundo respeto del prójimo no puede conformarse con reconocer su derecho a profesar creencias y
llevar una forma de vida con las que disentimos. Nos pide asimismo, además de revisar nuestros valores a la luz de los valores del diferente, invitar al diferente a medir los suyos por comparación con los nuestros. Ni tampoco nos deja acudir a evasivas tolerantes cuando cabe presumir con fundamento que de una doctrina religiosa o de un hábito político van a seguirse efectos públicos indeseables. A fin de cuentas, si el respeto que debemos al otro es una forma de propiciar su bien, sería incongruente dejar de ofrecerle lo que tenemos por mejor y más razonable