Vengo de la provincia de Buenos Aires es una frase que siempre quise escuchar. No sólo por el suave bisbiseo de ambas palabras, y ni siquiera por esa construcción de la hache invisible y aspirante entre los vocablos. Es por esa vibración intencionada de desear buen viento.
Llegué a la Argentina la víspera del patriotismo malvino. Y los ventanales de la furgoneta que nos llevó desde Osorno recogían una luz dorada que invitaba a llorar de gratitud mientras bordeábamos el lago Nahuel Huapi, a la altura de San Carlos de Bariloche.
Apenas cruzamos la frontera, empecé a estremecerme con la tonadita. Un autóctono rebuscaba folletos turísticos mientras yo le rogaba a los cielos que su boca se tropezara con más ll, con más y.
—¿Llevaste la llave para allá?
No quepo en mí de tanto gozo.