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Buero y el espejo de «Las meninas»

Velázquez. «Las meninas» (detalle). Museo Nacional del Prado. Madrid

El espejo refleja con exactitud. No se
equivoca porque no piensa. Pensar
es esencialmente equivocarse …
Fernando Pessoa

Primeros compases de 1999. En el Teatro María Guerrero se habla de la «última temporada del siglo»… Este texto podría haber comenzado más o menos así, pero lo cierto es que ahora mismo escribo en la Biblioteca Nacional, en un pupitre de la Sala Goya, a más de un cuarto de siglo de distancia de aquella noche. Demasiado lejos para andar ensayando juguetes, lo sé. Para colmo, mi memoria es un yacimiento bastante pobre: de todo aquel ajetreo finisecular apenas consigo recuperar algún que otro vestigio. Este fragmento no es más que uno de ellos. Es posible que más adelante podamos entender por qué ha llegado hasta aquí.

Vaya por delante. Ya ni siquiera soy capaz de distinguir dónde acaba la memoria y comienza el simulacro, veintiséis años son muchos anocheceres. Aun así, intento mover el pensamiento hasta enero, tal vez principios de febrero de aquel «último año del siglo XX». Anochece pronto, es sábado. Mi amigo Eduardo Galán me pregunta si conozco a Buero: —¿No? Pues ven, ya verás como le encanta hablar de pintura contigo—. Recorremos los tránsitos del María Guerrero. Alguien ha tenido la delicadeza de habilitar un silloncito versallesco, idóneo, en un ángulo recoleto. Esto debe de ser, me digo, cosa de Juan Carlos Pérez de la Fuente, o quizá de Rosario. En este ‘despachito’, con indisimulada complacencia, el octogenario dramaturgo recibe a sus visitas. El programa de mano insiste en el carácter finisecular de la temporada. En cartel, La Fundación. Antonio Buero Vallejo vuelve a pisar las tablas.

*   *  *

—De modo que estudiaste Bellas Artes, yo también, seguro que ya lo sabías. ¿Te gustará Velázquez, verdad? Qué cosas pregunto… ¿Y qué te parecen a ti Las meninas?
Acaban de presentarnos. Apenas hemos cambiado unas frases de circunstancias y ya me he dado cuenta de que Buero no es amigo de circunloquios, al menos en lo tocante a «la Theología de la Pintura». Mi bosquejo de sonrisa parece valerle por respuesta. Sin anestesia:
—¿Supongo que más de una vez te habrás planteado el problema del espejo? —ha debido de notar mi falta de calentamiento, porque de inmediato añade:
—¿Qué es para ti lo que vemos en él: el reflejo directo de los reyes en carne y hueso o el retrato que Velázquez está pintando en ese lienzo del revés?
—Bueno, seguramente no voy a descubrirle nada… —tengo cuarenta años —me digo—. ¿Por qué demonios no me atrevo a tutear a este hombre?, ya sabrá usted más que de sobra que acerca del origen de ese reflejo circulan varias hipótesis…
—No estoy hablando de hipótesis, hablo de datos exactos, demostrables.
La mirada ardiente, oscura de Buero ha debido de calar mi incipiente mosqueo, porque algo más apacible añade:
—Entiéndeme, estoy refiriéndome a la geometría, a la perspectiva.
Ahora es como si se hubiese quedado con las ganas de añadir: porque algo de esto os habrán enseñado, ¿no?
—La verdad —contesto— es que pienso que Velázquez trató con bastante libertad estas imágenes ambiguas, es posible que solo quisiera jugar con estas semirrealidades, ya sabe, los cuadros dentro del cuadro, las ventanas, los espejos, el tapiz de Las hilanderas… Continúo desgranando tópicos universitarios, autores, ejemplos. Noto como su expresión va pasando de la expectación a la decepción. Sus labios se fruncen bajo el sempiterno bigotillo. Otro que no se entera —parece estar pensando—, esto es lo que les enseñan ahora en Bellas Artes.
Pero el maestro también es rápido en el quite.
—Yo tengo algo escrito sobre el tema, no sé si lo conocerás, pero creo que te va a interesar. Es un artículo que publiqué hace ya mucho tiempo en la Revista de Occidente. Lástima que no incluyesen mis dibujos.

Le dije que no había oído hablar de él, pero que sí había leído con gusto su drama histórico sobre Las Meninas —lo cual era más o menos cierto— y que, por supuesto, iba a leer su artículo. A partir de aquel momento, aunque sus dos ascuas negras no parecían querer cejar en su interrogatorio, su expresión comenzó a distenderse. Hablamos de sus dibujos, del retrato de Miguel Hernández en la prisión de Conde de Toreno, de pintura, pintores y, cómo no, de las rarezas velazqueñas: —esa paleta de Las meninas, ¡qué barbaridad!—.
Cronos depuso sus rigores y el tiempo de Kairós se puso claramente de nuestro lado. Después de un buen rato, al despedirnos me sobrecogió la fuerza con que apretó mi mano, fue como si me la hubiera estrechado un joven de veinte años. Su rostro, desde luego, no parecía en absoluto el de un anciano crepuscular. Todo Buero era pura, radical voluntad. Un veterano de una pieza.

Antes de soltar su presa me atrajo hacia él; noté un furtivo vistazo por encima de mi hombro. Sonrisilla de complicidad… (En voz baja.) «¿No tendrás por ahí un cigarro?»

Entre cajas: Victoria Rodríguez y Buero. «Las Meninas» (1960)

Fue la primera y última vez que pude hablar con él. Antonio Buero Vallejo apenas alcanzó a asomarse al nuevo siglo. Su viuda, Victoria Rodríguez —excepcional actriz y aún más entrañable persona—, nos contaba cómo el viejo dramaturgo, esta vez desde una silla de ruedas, le “daba” a Juan Carlos Pérez de la Fuente su cotizada Historia de una escalera: «a ti sí». Tan solo cinco días después, Buero cerraba un círculo perfecto. No cabe duda: sabía dibujar.

Cubierta de Arquitectura, núm. 25, enero 1961

Pasaron años hasta que volví a interesarme por la geometría del cuadro. Por suerte, antes de leer el artículo de Buero decidí hacer el caminito de Schopenhauer: los pensamientos escritos —venía a decir el educador— son como las huellas de un caminante en la arena; gracias a ellas podemos ver qué camino ha seguido, pero si lo que queremos es ver lo que él ha visto no queda más remedio que usar los propios ojos. Eso fue lo que hice. En el Colegio de Arquitectos encontré el entonces poco visto, aunque muchas veces citado, artículo de Ramiro Moya: “El trazado regulador y la perspectiva en Las Meninas”. Había sido publicado en la revista Arquitectura, en enero de 1961, tan solo un mes después del estreno de Las Meninas de Buero en el Teatro Español. Primera enormidad: uno puede entender que en la segunda mitad del XVII a nadie se le pasara por la cabeza emprender un estudio de la perspectiva de un cuadro recluido en el sanctasanctórum del Alcázar; pero que transcurriesen todo el Siglo de las Luces, todo el XIX y más de la mitad del siglo XX sin que nadie lo intentara —o al menos lo considerara publicable— resulta verdaderamente pasmoso.

No es este el momento de entrar al artículo de Moya ni a otros que lo siguieron, pero si me gustaría hacer un par de observaciones. La primera, en absoluto trivial aunque pueda parecerlo, sería la saludable distancia irónica desde la que el arquitecto emprendía su tarea: «se trata de seguir, en el lugar del suceso, la pista del hombre que cometió hace tres siglos un hecho increíble, Las Meninas». La segunda, no menos importante a la hora de corregir algunos excesos, sería su elogio de la «sencillez y eficacia» del método velazqueño frente a la sofisticación de sus colegas italianos. Humor, sencillez, eficacia… ¿No son estas precisamente el tipo de cualidades que los geómetras duros intentan negar a Diego Velázquez?

Alzado y planta de la galería de «Las meninas». Tanto este trazado que hoy pudiera parecernos artesanal, como las conclusiones que Ramiro Moya extrajo de él, fueron seguidos por Buero.

*   *  *

Vuelvo a leer “El espejo de «Las Meninas»”, el artículo que Buero publicaba en 1970 en la Revista de Occidente. De nuevo me sorprende la clarividencia de sus páginas finales. La forma en que, por ejemplo, percibe esa tensión «entre resolución y pudor» que palpita bajo las aparentemente apacibles superficies velazqueñas. Sus observaciones acerca de las que llamaba «rarezas visuales» del pintor son verdaderamente penetrantes, no tanto por su novedad —ya Beruete o Ramón Gaya habían reparado, por ejemplo, en esa «fingida» paleta de Las meninas—, sino porque lo que a Buero no se le escapaba era el carácter voluntario de estos paradójicos ensamblajes. ¿Habrá una pincelada más gamberra, más negra y desafiante en todo el Museo del Prado que la que el joven maestro comete alrededor de su jarrita de barro al pie de Los Borrachos? Tengo la sensación de que a Buero tampoco se le hubiese escapado.
Pero está claro “El espejo de «Las Meninas»” no era solo esa segunda parte. De las treinta páginas que componen el artículo más de la mitad eran pura y dura geometría descriptiva, ¡sin un solo gráfico!
Una única muestra:

 […] tracemos una muy útil recta de fuga que no encontramos en el esquema de Moya: la que va desde el ángulo inferior del gran bastidor hasta el punto de vista, y recordemos que esa recta sería, en el aposento verdadero, perpendicular a la pared del fondo. En el enorme espejo que allí imaginamos ahora la recta se refleja sin quebrarse, en dirección al punto de vista, y sigue dividiendo a la imagen invertida del suelo de la sala en las mismas dos zonas en que divide a este. [p. 148,].

Solo alguien tan convencido como Buero de la irrefutabilidad de su argumentación podría pensar que, en 1970, los sufridos lectores y lectoras de la Revista de Occidente, pese a su cívica curiosidad, iban a poder seguirle a lo largo de aquella investigación fotogramétrica. El desarrollo argumental de “El espejo de «Las Meninas»” —creo que ya hay que decirlo claro— es prácticamente incomprensible sin el apoyo de algún material gráfico sobre el que poder visualizar todo ese galimatías de rectas, fugas y espejos. En mi caso, debo admitir que de no ser por el bendito «esquema de Moya», en aquella primera lectura hubiese tirado la toalla.

En mis tiempos de estudiante se decía que la regla era un invento del diablo. Sigue siendo para mí desconcertante que una persona tan inteligente como Buero continuase, casi treinta años después, creyendo que el reflejo en el espejo de Las meninas obedecía a una incuestionable construcción geométrica —¿lo creía realmente?— y que las espectrales figuras del azogue provenían del cuadro vuelto. Un cuadro del que, por supuesto, el psicólogo Velázquez nunca quiso mostrarnos su anverso.

*   *  *

En su introducción a Las Meninas de Buero, Virtudes Serrano recordaba que lo que más se le reprochó al dramaturgo tras el estreno de 1960 fue su falta de rigor documental: «Si algo hemos podido aprender de la evolución de las artes en este siglo es la flexibilidad que la creación estética posee, y si algún privilegio tiene el creador es el de poder manejar sin objetividad (“poéticamente”) lo que los universos referenciales le suministran como materiales moldeables en sus manos.» [las cursivas son mías].

Resulta incluso divertido que esta nueva «alucinación» —uso con toda intención el término bueriano— haya sustituido a la del reflejo de los reyes en carne y hueso, el famoso espejismo de Las meninas que con tanta vehemencia Buero Vallejo combatió. Pero lo cierto es que ya ha sido más que comprobado técnicamente: ese espejo «pintado» por Velázquez carece de objetividad, es poético.

En 1980 Buero escribía: «Un drama histórico es una obra de invención». ¿Y un cuadro histórico, acaso no lo es?

 

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