Acabo de volver de Bulgaria. Es un país sólo conocido por los gourmets de los viajes, los connaisseurs. Ha sido un agradable descubrimiento. Es un país verde, atravesado por montañas muy poco pobladas, virginales. Hay pocos turistas y pocos indígenas. Nominalmente, Bulgaria tiene ocho millones de habitantes, pero es una entelequia estadística. Muchos han emigrado. Muchos de esos muchos no volverán. Antes de lograr reponerse del periodo soviético, Bulgaria está sufriendo los embates de la crisis económica mundial. Demasiado para un país sin recursos energéticos, sin tejido empresarial sólido y sin una idea clara de cuál debe ser su cometido en la babélica UE de los veintisiete.
Los búlgaros son nacionalistas. El género museístico preferido en el país es el etnográfico. Hay museos etnográficos en cada rincón de Bulgaria. Todos suelen exhibir los mismos objetos del siglo XVIII y XIX, en su mayoría rurales: trajes típicos, mantas, cacharros de cocina, muebles decorados con motivos florales. Ser búlgaro consiste, esencialmente, en no ser semejante a cualquiera de los pueblos de los que, andando el tiempo, se han ido liberando. Se es búlgaro, en parte, por negación del pasado helenístico, romano, bizantino, turco o soviético. Muchas costumbres búlgaras recuerdan, obviamente, a sus conquistadores: es evidente la influencia turca en la vestimenta tradicional, en los hábitos culinarios, en la estructura de las casas urbanas, similares a las del Estambul dieciochesco. La influencia bizantina es igualmente patente en el arte religioso. Aquí y allá hay restos romanos impresionantes. La calle principal de Plovdiv era un circo enorme. En pleno centro se alza aún un magnífico teatro romano, contruido en tiempos del emperador Trajano.
Más que reivindicar la mezcla cultural como un rasgo definitorio del carácter nacional, los búlgaros han preferido ocultarla, rechazarla. Por eliminación, lo específicamente búlgaro se reduce al alfabeto cirílico, la lengua vernácula y a un puñado de lugares donde se libraron cruentas batallas contra el invasor.
Bulgaria es un país muy hermoso, pero triste. La tristeza se percibe en la desolación de sus pueblecitos y en la vida la gente, obligadamente austera. El salario mínimo es muy bajo, apenas 120 euros, pero el precio del carburante, por ejemplo, es similar al de España. La adhesión a la UE, probablemente, ha sido un éxito político, pero también ha sido una pequeña catástrofe cultural. En la UE da igual ser búlgaro o portugués, holandés o sueco. Las diferencias culturales son tantas, tan variadas las lenguas, que una identidad nacional más no importa. Es como si Bulgaria hubiera luchado diez siglos por su independencia para acabar diluida en el potpourri europeo.
Volvería a Bulgaria, sobre todo, a descansar: he visitado diez ciudades y todas parecen un balneario. Puede uno perderse felizmente por los bosques balcánicos o por las calles de Sofia. Todo es apacible y maravillosamente silencioso.