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AcordeónBuscando a Enric González

Buscando a Enric González

 

 

Mi llegada a El País fue una carambola. Como todos –o casi todos– los periodistas de mi generación quería trabajar allí y lo había intentado por caminos prometedores sin resultado alguno. Aquella vez no iba a ser más que un trámite, pensé cuando me recibió Jesús de la Serna, subdirector, y colocó mi curriculum en una bandeja. Sin embargo, a las cuarenta y ocho horas recibí una llamada: “¿Te puedes incorporar?”, me dijo De la Serna. “¿Cuándo?”, respondí. “Ahora mismo”, repuso. Nunca lo he contado, pero llegué con la que entonces era mi novia, que me esperó en el coche pensado que era cosa de un rato, pero me pasaron a la redacción y estuve cuatro horas. A la salida, y contra toda lógica, todavía estaba allí, dormida.

 

Esta fue la dinámica desde entonces. Me habían llamado para reforzar el equipo de documentación de cara al juicio del 23-F, que se celebró un año después del golpe. No había nadie en Documentación por la tarde y era imprescindible que tuviera una clave de ordenador y supiera lo que había que hacer al día siguiente, el primero que me quedaba solo. La persona a la que recurrían en estos casos había dicho que no volvía más, que eran contratos temporales sin continuidad (¡qué tiempos!) y supongo que habían cogido el primer curriculum. La casualidad quiso que a alguien se le ocurriera, cuando mi contrato tocaba a su fin, que El País debía tener una sección de necrológicas, que nadie quiso hacer y terminé haciendo yo: no hay comienzo más adecuado para un redactor.

 

La oportunidad siguiente me la ofreció un redactor-jefe al que recuerdo con enorme cariño, Ismael López Muñoz. Brusco en sus formas pero irremediablemente sentimental, comenzó a gritar un día cuando leyó las necrológicas. Acudí aterrado y se lo aclaré: el Libro de estilo decía que, referido a un hombre, había que escribir “modista” y no “modisto”. Pasé por la sección de Confección, por Edición y por Cierre –una formación de lujo– hasta que llegué a Cultura, donde quería llegar. Ser redactor de El País durante los ochenta como fui yo es, visto con perspectiva, un regalo del cielo, aunque me dejara en ello la vida entera. No exagero, llegaba por la mañana al periódico y terminaba de madrugada, regalando el ejemplar del día al portero de casa, que muchas veces ya se levantaba. Sin fiestas ni fines de semana, ni más novia (la mía terminó dejándome porque no me veía) que la actualidad.

 

Joaquín Estafanía, que se decantaba como sucesor de Cebrián, dirigía las páginas del domingo (las del periódico, no lo que se conoce como el colorín) y quería poner en marcha un equipo de periodistas de investigación (según la ampulosa terminología de la época) para que abordara en profundidad los temas más importantes desde diferentes perspectivas. Eligió a Amelia Castilla (una magnífica reportera que llegaba de local y de sucesos), a Enric González (de Economía, que venía de Barcelona), y a mí (de Cultura, que no había cumplido treinta años y creía flotar en la cumbre del mundo). Pero Estafanía fue nombrado director y el equipo se deshizo sin que aquello llegara apenas a ponerse en marcha.

 

Traté brevemente a Enric, cuyos reportajes había leído, recuerdo vagamente uno sobre la alta burguesía catalana que me gustaría repasar estos días de independentismo. Estaba deshecho por la muerte de su hija y, en contra de lo habitual en los periodistas, no acaparaba la conversación. No pude convencer a Sol Gallego Díaz, subdirectora férrea, de que me dejara escribir: las necesidades habían cambiado y tenía que ir a reforzar la sección de Madrid. Por eso, cuando al cabo de unos meses recibí la oferta de José-Miguel Ullán, al que consideraba el intelectual más lúcido del panorama patrio, no pude negarme y me incorporé a Diaro 16 como redactor jefe de Cultura y con un proyecto mucho más amplio. Había terminado la década de los ochenta.

 

Nació entonces mi hijo Alfonso, con una gravísima lesión cardiaca que requirió una operación compleja cuando tenía dos años con dos quirófanos sincronizados, uno para mantener el pálpito del corazón. La niña de Enric murió, pero mi hijo sobrevivió, y yo dejé el periodismo. O el periodismo me dejó a mí. Recalé en la Biblioteca Nacional, que frecuentaba para mis artículos y mi tesis doctoral, y llevo allí más de quince años, tantos ya como los que dediqué al periodismo.

 

Durante todos estos años he sentido nostalgia de aquellos tiempos con ciertas dosis –por qué no reconocerlo– de frustración. Me dediqué a escribir libros y a organizar exposiciones siempre sobre el mundo de los periódicos y durante cinco años impartí clases en una facultad de periodismo. Si lo rememoro, en buena parte de mis sueños de entonces estaba otra vez en Miguel Yuste con mis compañeros de siempre: Ángeles, Fietta, Gabi, Sama, Pérez Ornia, Pedro, Rosana, Ángel, Andrés, Alfonso… dirigidos por Juan Cruz, de personalidad imposible, pero de quien aprendí lo que sé de periodismo. Alguno ha sido afectado por el ERE; otros, creo, están bien posicionados; otros se fueron, se han jubilado o sobreviven en la redacción, y Ángel Fernández-Santos murió.

 

Además de la sección, que por lo general había que cambiar completamente un par de veces durante la tarde, hacíamos un suplemento semanal de espectáculos cuyo nombre no recuerdo. Inmersos en la explosión cultural de los ochenta, nosotros éramos la guía de los grupos musicales, de las exposiciones, del cine, del teatro, de la moda… La información iba en un sumario y los títulos eran frescos, desenfadados, irónicos, procaces. No había para mí sensación más placentera que acertar con uno; flotaban en el ambiente, en la jerga de la movida, en las letras de las canciones… y yo titulaba el decurso de los tiempos.

 

Te llamaba por teléfono el ministro de Cultura y decías: que espere; Bioy Casares no podía irse de Madrid sin tomar un café contigo; la asamblea de la Orquesta Nacional retrasaba una hora su nueva convocatoria de huelga para que te diese tiempo a llegar, salías por la mañana para entrevistar a Robert Redford en Estados Unidos… Tuve que acostumbrarme a vivir sin todo esto en un ambiente muy distinto y distante, el de la Biblioteca Nacional, y aprendí a redactar una nota interior. Me sumergí en el mundo nostálgico de la hemeroteca y descubrí, por ejemplo, el paralelismo con otra época vibrante del periodismo español, la del fin de la dictadura de Primo de Rivera y el estallido de la República. Recomiendo a mis antiguos compañeros, que ahora tendrán más tiempo libre, que se conforten con la lectura de estos periódicos y con las memorias de estos periodistas. César González-Ruano decía que la redacción del Heraldo de Madrid era “inteligente, audaz y hambrienta, donde no había un tonto”.

 

La generación que sale de la crisis del 98, con el desarrollo de los géneros, la fotografía, la empresa periodística y el nacimiento de la profesión misma de periodista fue la primera. Tres en un siglo no está nada mal. Es probable –aunque no seguro– que los bibliotecarios del futuro, tras una minuciosa descripción del tamaño, las ediciones y los suplementos añadan una anotación: “Durante una década El País fue el exponente de los cambios que demandaba la España de la transición, desde su primer número (4-5-1976) hasta la dimisión de Javier Pradera (20-2-1986)”. A continuación y sin más mención a la OTAN o a Cebrián, una larga e inabarcable bibliografía. Y seguramente otro bibliotecario de rango superior reprenderá al redactor y corregirá: “Durante cerca de una década…”.

 

Hace unos años organicé una exposición sobre corresponsales extranjeros en la Guerra Civil española (que tuvo éxito: recorrió quince países) y me entrevistó la directora para Europa de The New York Times. Recorrimos juntos los paneles y ante la crónica de Herbert L. Matthews se detuvo pensativa. Qué mal se portó mi periódico con él, me dijo, qué gran periodista era, y añadió: pero hoy no se podría escribir así. Mathews fue relegado paulatinamente de la redacción y murió olvidado en Australia. Contesté en esta misma revista digital a un artículo de opinión de El País en el que se le calificaba poco menos que de juguete de Fidel Castro. Para entender la significación internacional de la guerra hay que leer sus crónicas de España, y sigo recomendando uno de sus libros: The Education of a Correspondent (1946).

 

Desde mi perspectiva alejada, asisto al debate que ha suscitado el ERE de El País, que no creo innecesario ni interesado ni vengativo, pues sentará las bases del futuro. Leo con cierta sorpresa algunas opiniones que sostienen que El País ha traicionado sus ideales de libertad y compromiso con los lectores para mostrar su despiadado rostro empresarial, cuando lo excepcional es que durante unos años la empresa haya primado estos valores. No entiendo, sin embargo, cómo se puede prescindir de una buena parte del acervo en aras de la rentabilidad económica y no hay fórmulas para que se complete el ciclo generacional.

 

El periodismo desangra demasiado y el oficio consiste en implicarse hasta el final, como le ocurrió a Matthews cuando mantuvo sus convicciones más allá del cambio de los tiempos. Creo que Enric González, al que considero el mejor periodista de nuestra generación, ha dado una vez más con el tono del debate, que requiere trascender las fronteras del conflicto laboral. Su ya famosa carta de despedida me conmovió profundamente y me ha hecho salir, por una vez (tampoco volverá a repetirse), de mis polvorientos plúteos para contar mi experiencia. Por mi parte, seguiré buscando, allá donde recalen finalmente, las crónicas de Enric González.

 

 

 

Carlos García Santa Cecilia es escritor y periodista. Pertenece al equipo de FronteraD casi desde su fundación, donde ha publicado, entre otros artículos: Pero, ¿dónde está el ‘Titanic’?, Ehrenburg, el otro ruso de la guerra civil, Las dos Españas de Virginia Cowles, Destino fatídico, Góngora frente a Velázquez, Un gran paso para Neil Armstrong y Tribulaciones de un español en China

 

 

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