El hombre está hundido en una de las tres butacas de la barbería como un boxeador antes del round que, empieza a intuir, pondrá fin a su carrera. Gordo, negro, con la cabeza afeitada y una gruesa pulsera de oro. Me mira desde un lugar lejanísimo, desde el siglo pasado o el minuto por venir. He venido a cortarme el pelo. El hombre se levanta sin decir palabra y me cede la butaca. En las paredes, retratos de Jean-Bertrand Aristide, Malcolm X, Mandela, Martin Luther King y Ronaldo. Donate for Haiti en la puerta.
¿Es usted de Haití? Sí. Lo siento. Gracias, gracias. El zumbido de la máquina del pelo y una voz en francés desde la isla en una radio vieja se funden en una nana fantasmagórica. La calefacción está exageradamente alta. A través de la cristalera, el sol corta a diamante todos los ángulos de este negocio de la avenida Flatbush de Brooklyn. Fotos de la familia, un DVD de Aristide, más fotos de Ronaldo, un póster de Obama, polvo, trastos. Nostalgia hecha espacio. 13 dólares para volver a mi versión más dura.
Hace unos meses, cuando salía por última vez de la barriada de Kibera, en Nairobi, acompañado por mi hermano Ramón y mi amigo Jeremiah y mi amiga Paloma, me fijé en una pieza metálica que había en el suelo polvoriento. La recogí y examiné bajo un sol inmisericorde. Un pedazo de chapa dorada con un hombre a punto de montar un caballo o recién en el suelo o apostado sobre el lomo del caballo mirando con calma un atardecer imposible. Era mi última tarde en lo que, hasta entonces, llamaba África. Los tejados ondulados, el olor del agua estancada y la sensación de que ese momento no iba volver jamás. Otros vuelven, porque como escribe Cormac McCarthy en su obra maestra La carretera, «uno olvida lo que quiere recordar y recuerda lo que quiere olvidar». Era un adiós de primera calidad y la chapa rezaba: “the real thing”. Lo real, la puta realidad, esta tierra que pisas. El mundo. Salí corriendo a explicar el descubrimiento a mis amigos. No entendieron mi emoción o la entendieron a medias o la entendieron perfectamente, pero se la guardaron para ellos mismos. La puta chapa en este lugar.
Cuando el avión se posa en la gélida lengua de asfalto del JFK y salgo por la puerta de llegadas donde un día fui yo el que esperaba y cojo un taxi conducido a tumba abierta por un chico pakistaní y miro por la ventanilla la siniestra Atlantic Avenue, con sus iglesias evangélicas y sus colmados regentados por supervivientes y sus negros enormes escondidos en sus capuchas enormes en su camino hacia el final de la noche, entonces pienso en lo real, en qué voy a hacer con todas las historias, las canciones, las personas y las despedidas. ¿Qué voy a hacer con el mundo que hay en mí?