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Buscando una teología de las caricias. Notas de urgencia

 

Como consecuencia de una de
las muchas búsquedas insomnes por la geografía diversa de la Red, acabé
recopilando múltiples e infundadas abjuraciones de las caricias desde otras
tantas lecturas religiosas. Algún otro hubiese elaborado una crítica del hecho
religioso afirmando, como conclusión, que la religión es una superchería
lacerante y peligrosa. Sin embargo, entiendo que, como aseguraba Walter
Benjamin, y contra lo establecido por la mentalidad moderna, «la religión
es un asunto solo para espíritus libres».


 
Es cierto que muchas religiosidades, incluso las más cacareadas, terminan por
fundar su vivencia sobre una restrictiva moral rigorista. Pero ahí no se debe
agotar la fe. En definitiva, entiendo que la religión más que consuelo es
cuestionamiento, como muestra la lectura de algunas de las páginas más
sugerentes de Dostoievski.


 
La pregunta central y esencial de la religión es: ¿quién y dónde se encuentra
el otro? Por ello, las caricias deberían entrar dentro de la reflexión
teológica con naturalidad. Necesitamos ser tocados y acariciados porque es la
mayor prueba de reconocimiento del otro. Las caricias, ya sean gestos, miradas,
abrazos o besos, nos abrigan, nos cuestionan y nos ilusionan. Aunque no
reflexionemos sobre ello habitualmente, una caricia también es un desafío
ético, que difícilmente caerá en la injusticia.


 
Probablemente las caricias nos desvelen cotidianamente que son una de las
escasas formas que tenemos de no mentir. Probablemente sean la fórmula más
efectiva de hablar de Dios. No es el camino hacia el pecado, sino un deber
moral imprescindible. Sin la experimentación de una caricia sería imposible
diferenciar el bien y el mal en el establecimiento sincero del horizonte. Porque,
no lo olvidemos, sin caricias solo hay ausencia y renuncia.
 
 

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