Después de todo, el experimento post-Soviético en Ucrania (llamarlo democracia sería malograr a una pobre viejecilla que ya está lo suficientemente vilipendiada) ha degenerado paulatinamente en un espectáculo tan deplorable como peligroso en el que los protagonistas no tiene otra alternativa que convertirse en celebridades, bien sea por el naranja de su revolución, por los estragos ocasionados por un veneno misterioso o por los juicios políticos cuyos veredictos son más predecibles que el final de la saga de la prima de riesgo.
Shevchenko no es el primer deportista célebre en unirse a la familia política ucraniana, ni tampoco el primer futbolista en hacerlo: los hermanos Klitschko, hábiles gestores de la burocracia que regula el boxeo mundial, son, con el UDAR, partido creado por Vitali, el mayor de ellos, las figuras más mediáticas de la política ucraniana, en la que también ha figurado el famoso Oleg Blokhin, héroe del Dinamo de Kiev y estrella del combinado nacional soviético.
Sin embargo, tal vez el legado más importante del fútbol a la política en país alguno haya sido el experimento social que llevara el Corinthians de Sao Paulo en los años ’80, de la mano del inigualable Sócrates y del Presidente del club, Waldemar Pires, quien permitió que todas las decisiones deportivas de la entidad fuesen resueltas por voto entre los futbolistas del elenco. La llamada “Democracia Corinthina”, de la que ya hemos hablado en este espacio en el pasado, sirvió como protesta y como modelo alternativo contra el gobierno militar de Joao Baptista Figueiredo.
Evidentemente, no es de extrañar que condiciones extremas o sistemas políticos autoritarios sean los principales catalizadores de las ambiciones políticas de los futbolistas. Lo que puede resultar más curioso es que estas ambiciones no estén siempre orientadas hacia la resistencia.
Uno de los ejemplos más insignes concierne la situación que se vivió en Hungría a mediados de los años ’50, cuando el proceso orgánico de transición política hacia un sistema menos represivo colisionó estrepitosamente con los planes de Josep Stalin y una Unión Soviética que apenas había sellado, con el Pacto de Varsovia, su hegemonía en todo el este y parte del centro de Europa por medio siglo. La Revolución húngara del ’56, liderada por estudiantes e intelectuales, coincidió con el partido de ida de la Copa de Europa que el Honved disputaría contra el Athletic de Bilbao en San Mamés. Aquel Honved, núcleo central de la poderosa selección húngara, acaso la mejor de todos los tiempos, decidió no volver a Budapest, convirtiéndose en un equipo de desterrados que hizo gira por Europa y América en protesta a la situación vivida en su país.
De aquel combinado emigrarían Kocsis y Czibor al Barca, y Puskas al Madrid, pero muchos otros, como el gran arquero Gyula Grosics o el emblemático centrocampista Josef Bozsik habrían de regresar a Hungría a continuar su carrera. Las tendencias políticas conservadoras de Grosics son harto conocidas, y le merecieron una sentencia de 18 meses en prisión tras su retorno. Aunque nunca tuvo vínculo directo con la política, su activismo sigue siendo considerable, a menudo apareciendo, viejo y decrépito, en asambleas y congregaciones del partido nacionalista húngaro, Fidesz. Por su parte, Josef Bozsik apoyó con convicción el vendaval comunista, a tal punto que fue elevado a miembro del Parlamento durante los últimos años de su carrera futbolística, mientras aún se hacía cargo de orquestar el medio campo del Honved.
En la historia de futbolistas ligados a la política destacan, sin embargo, dos nombres: Albert Gudmundsson, atacante espigado de origen islandés, jugó brevemente con el Rangers de Glasgow antes de incorporarse a las filas del Arsenal, donde solo jugaría dos partidos en el primer equipo. Hizo su nombre en Francia, con el Nacy, en la temporada 1947-48, tras la cual partiría al Milán, anticipando la llegada, un año más tarde, de la famosa tripleta nórdica de Gren, Lindholm y Nordhal. Gudmundsson nunca pudo jugar con el insigne Gre-No-Li, pues una lesión de la rodilla selló el final de su carrera en Italia, a pesar de que una ardua recuperación le permitiría jugar al fútbol hasta 1956 de manera profesional en Francia. En 1970, el atacante islandés entró en la política; cuatro años más tarde, fue electo al Parlamento de su país; fue candidato a la presidencia en 1980 y actuó como Ministro de Finanzas de 1983-85 y Ministro de Industria de 1985-87 antes de que un escándalo fiscal le costara el puesto. Como de su lesión en la rodilla, Gudmundssonse perseveraría en la vida política con la creación de su propio partido por unos años más, pero el período de su protagonismo en la vida pública islandesa ya había terminado.
El otro nombre de peso es, por supuesto, el de George Weah, atacante de piernas interminables y una potencia estelar que, como Shevchenko, hizo su nombre en el Milán de los ’90. Jugador del año del ’95, Jugador Africano del Siglo, emblema del Mónaco de Wenger, goleador con el PSG, Weah consiguió el título en Francia con el PSG en el ’94, ganó la Copa de Francia tres veces con el Mónaco y el PSG, se hizo con dos títulos de la Serie A con el Milán, e inclusive ganó una FA Cup con el Chelsea en 2000, año en el que jugó cedido de los rossoneri. Tras guindar las botas, Weah se hizo de unas enormes gafas de vista y transformó su imagen a la de político. Estuvo cerca de conseguir la presidencia de su Liberia natal en 2005 (but no cigar) y luego, en 2011, también estuvo en el bando perdedor de las elecciones, esta vez figurando como candidato a la vicepresidencia.
Tal vez no sea casualidad que los futbolistas más prominentes en el ámbito de la política hayan jugado con el Milán. Después de todo, el presidente del equipo desde los años ’90 ha sido, también, el capo de la política italiana: Silvio Berlusconi. Por el bien de Sheva, solo queda rogar que sus pasos por la política ucraniana no emulen los de su jefe en una Italia donde él, Shevchenko, sigue siendo idolatrado.
Dada la realidad de la política ucraniana, es difícil vislumbrar un escenario en el cual Sheva logre emular su éxito futbolístico. Sin embargo, para un ucraniano que nació bajo el mandato soviético de Brézhnev, que vivió la independencia de su país mientras escalaba los rangos juveniles del Dinamo Kiev y que tocó las puertas del estrellato mundial junto a su pareja de ataque en aquel equipo, Rebrov, en la Champions League de 1998, cuando juntos, a base de rapidez y explosividad, hicieron trizas a las defensas del Barcelona y, un año después, a las de colosos como el Madrid o el Bayern; para un Sheva al que, vamos, jugar una Copa de Europa en Kiev, la cuna de su éxito, ha debido parecer no solo un sueño, sino una fantasía inconcebible en su niñez, esta nueva etapa puede significar un reto. Uno que, quizás, no termine por ser infranqueable.