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Caballo de Troya. Sobre arte y desobediencia

 

No pedí permiso porque no necesitaba permiso para hacer lo que estaba haciendo. Sabía, eso sí, que lo hubieran denegado si hubiera preguntado y por lo tanto aquello nunca hubiera sucedido. Esto es lo que le conté a cada uno de los participantes, en el 2008.

 

No desobedecí tampoco porque seguí todas sus reglas. Como educadora de museo se me permitía pasear con un amigo o amiga por las solitarias galerías. Después del proyecto, las normas cambiaron.

 

—Te castigarán si haces tu proyecto público –me dijo un artista, que trabajaba también en la misma institución, al que había invitado a participar en Tell me, título de este proyecto artístico basado en diálogos en la privacidad de un museo cerrado al público–. No puedo participar. En el momento en el que hagas este proyecto público recibirás seguramente una carta que diga que ya no trabajas aquí.

—¿Por qué? –contesté yo–. He dedicado mi tiempo libre a hacer este museo accesible a artistas mientras pagaba a baby-sitters. Deberían darme un medalla.

 

Mi compañero sonrió.

 

—Mira, admiro lo que has hecho, pero, qué es lo que más te importa ¿tu obra o tu trabajo? 

 

Sin dudarlo un segundo, contesté.

 

—Por supuesto, mi obra.  

 

Mi respuesta me pilló por sorpresa; no por lo que había dicho, sino por cómo lo había dicho. “No es lo que pintas, sino cómo lo pintas”, diría uno de los participantes de Tell me. Yo estaba convencida de que no había cosa más importante para una artista que ser fiel a su obra, sincera consigo misma, pero ¿qué era verdad y qué era el arte? ¿Qué era una intervención y qué la desobediencia? ¿Y cuál era la relación entre ambos?

 

Creo firmemente que los museos han sido hechos para la cultura, no lo contrario. Pero, si ese iba a ser el caso –pensé entonces– existía la necesidad de crear un proyecto de colaboración en el interior de una institución artística, con el apoyo y la participación de algunos de los artistas más aclamados a nivel mundial; visible para todo aquel que quisiera verlo y, aun así, invisible para la propia institución. ¿Podría tal proyecto ser desarrollado, concluido y presentado? ¿Querrían los artistas participar en un proyecto de esta naturaleza? ¿Desobedecería una institución artística a las pautas dictadas por los artistas? ¿Intervendría una institución en el desenlace de un proyecto desarrollado por artistas respetados, cuya obra formaba parte de la colección de la misma institución?

 

No se me ocurrió pensar que en 2013 algunos museos tendrían poder suficiente como para borrar del mapa arquitectura de renombre, para re-etiquetarla después. Esta no es la primera obra de arte que se borra, alguien podría argumentar.

 

Algunos de los participantes de Tell me decían que lo que estábamos haciendo era una intervención; otros decían que le estábamos haciendo un gran favor a la institución. Al concluir el proyecto, la subdirectora del museo me puso en contacto con el departamento de asuntos legales, el cual concluyó que las imágenes de sus cámaras de seguridad no podían ser usadas para fines artísticos. Recordé entonces la conversación que había mantenido –antes de conocer el veredicto– con un representante del museo. Habíamos hablado sobre el significado de estar vigilados, sobre los derechos de privacidad, y me había comentado: “No sé exactamente qué es lo que haces, pero lo haces muy bien. Si hubiera más gente como tú en el mundo, el mundo sería un mejor lugar”. Nadie me había dirigido antes tales comentarios, y mucho menos en el contexto en el que los estaba escuchando.  

 

Construimos un Caballo de Troya, pero no atacamos. Dejamos, sin embargo, nuestras armas por el suelo para que otros las utilizaran después; para que las etiquetaran y cambiaran todo aquello que era necesario cambiar. Publiqué un artículo en español titulado Tell me o como perder el miedo dentro de un museo, y esperé hasta hoy.

 

“La seguridad del edificio, las obras de arte y la intimidad del espacio nos permitió mantener conversaciones que no hubieran podido tener lugar en ninguna otra parte”, le conté al director del museo en una sentida carta que le entregué en mano el 20 de enero de 2009, el mismo día en el que Obama tomaba posesión de la presidencia por primera vez. La carta explicaba el proyecto y le invitaba a ser el último participante del experimento artístico. “Animada por su descripción del museo como un laboratorio donde las ideas pueden encontrarse con las obras de arte; y reconociendo que MoMA es un lugar donde distintas sensibilidades pueden comunicarse, le presento un proyecto efímero con la convicción de una artista que cree que este recorrido será muy positivo para el futuro de las artes”.

 

Soy una artista intrigada por el modo en el que el público interactúa y se comunica con las obras de arte y con las personas que acuden a los museos. Los museos son, para mí, ecosistemas y escenarios ideales donde las diferencias pueden ser discutidas a través del diálogo; donde es posible conectar con los múltiples pensamientos que surgen de estas diferencias y, así,  incrementar nuestro conocimiento a través de campos interconectados.  

A lo largo de los últimos diez años, he trabajado como educadora y conferenciante en cinco museos de la ciudad de Nueva York impartiendo más de dos mil charlas y visitas guiadas por sus galerías. Los museos me han permitido experimentar, como artista, el papel fundamental que sus salas pueden jugar para el desarrollo de sociedades más justas y equitativas a nivel mundial; así como las innumerables posibilidades interactivas que se pueden alcanzar entre sus paredes.

 

Tell me se desarrolló en el Museo de Arte Moderno de Nueva York los martes, a lo largo de seis meses. En mi tiempo libre invité a veintidós amigos y profesionales de la cultura a participar en conversaciones  individuales indocumentadas. “Los artistas, cuando se les permite experimentar la colección en tal privacidad, expresan conceptos e ideas para proyectos artísticos más interesantes de lo que uno pueda imaginar”, continuaba mi carta. Entre los participantes se incluían antiguos directores de museos de arte moderno europeos; artistas internacionalmente reconocidos, novelistas, compositores, coreógrafos… Cada uno de ellos escribió sus impresiones en un cuaderno que documenta cada uno de nuestros encuentros: “Sentí una llamada en una de las galerías, una llamarada”; “parecía elevarme durante nuestra conversación”; “volviste a abrir mis ojos”, dejaron escrito.

 

Las palabras, aun sin presencia física, tienen un poder extraordinario; son capaces de cambiar el futuro; pueden destruir o crear. Tenemos que trabajar en equipo para hacer visibles las buenas ideas.

 

El Premio Hannah Arendt de Teoría crítica e investigación creativa de 2013 preguntaba a sus competidores: “¿Puede la desobediencia creativa ser tan sutil como para evitar completamente el castigo?”. No lo sé. Tell me fue desarrollado, concluido, presentado y olvidado por una institución cultural, pero no de las mentes de sus participantes ni de las páginas de nuestro cuaderno. Tell me creó experiencias únicas, duraderas, que dejaron marcas que son hoy visibles para mí y para muchos otros. Esa era la idea: inspirar, porque por aquel entonces me había dado cuenta de que mi autoría no sería suficiente para hacer mi proyecto visible; porque mi etiqueta como “artista emergente” seguramente borraría los nombres de los artistas consagrados y no consagrados que habían confiado en mi visión y tanto me habían animado. Mi proyecto desaparecería para emerger con nombre y etiqueta diferente, porque los proyectos desarrollados  por artistas dentro de museos, sin raíces en sus departamentos, no es suficiente hoy en día.

 

¿Qué es la desobediencia? O, como el fotógrafo William Eggleston me preguntó por teléfono: “¿De qué tienen miedo?”.

 

¿De qué tenemos miedo?

 

 

La hora en que las cosas cambiarán

 

Camino hacia el final de la luz

Mi vida apareció ante mi vida

Mi ojo 

Mi alma

Miro al final del túnel y me paro  

Tengo miedo

No sé qué hacer

¿Debería seguir?  

¿Debería dar la vuelta?

Pero espera

Si no me muevo mi vida no avanza 

Se queda congelada en el tiempo

 

Por Cassy Blackwell

(Traducción de G. Á.)

 

 

*     *     *

 

Cómo nudo y varilla externa

de la pierna pueden formarse

de pena tan antigua, esa respiración,

cómo un hueco o llanto que no hubo

se calcifican y tensan en la noche.

Sólo la huella o cuenco al conducir

el aire a ese lugar –saber que no   

se sabe– trae la pena, pierna

respiración, nudo que caminando

en lo oscuro se deshace.

 

Por Por Olvido García Valdés

 

 

En diciembre de 2012, Cassy Blackwell, una de las estudiantes de 16 años que había participado en la interpretación de la pintura Tren circular A (Tren telescopio), del artista japonés Nakamura Hirosi, me regaló una poesía al concluir la clase. La había escrito durante uno de los espacios de silencio que habían surgido después de preguntar “¿Qué podría estar pensando el artista?”. A través de la iconografía del lienzo nos habíamos adentrado en el fatídico rastro que la Segunda Guerra Mundial había dejado en Japón. Un tren se adentraba en un túnel con forma de ojo que reflejaba en su iris un mar en calma, y en su pupila una ola encrespada a punto de romper. En el interior de los vagones, cuarenta estudiantes-cíclopes con coletas a los lados y uniformes azul marino, viajaban a un destino desconocido, con maletas rojas entreabiertas en el porta equipajes, saturadas de cráneos como bolas de cera a punto de derretirse.

 

La interpretación de Cassy me sorprendió por sincera, y por tener esa fuerza y energía de los generales que inspiran a sus tropas antes de afrontar la batalla –que siempre es incierta–, en los momentos en los que se duda lo que hay que hacer, casi siempre por miedo a fallar; aunque sepamos que se falla cuando no lo intentamos, cuando no nos involucramos. ¿Cuántas veces nos aterra dar un paso firme a pesar de que nuestra intuición nos dice con un ligero nudo de estómago que hay que avanzar? Ese ojo muestra las verdades que las personas no comunican, me había dicho Cassy antes de darme su poema. Cuánto hay por hacer, habíamos concluido en grupo mientras intentábamos asimilar la dificultad que debía haber supuesto para los artistas japoneses enfrentarse cara a cara con un paisaje o un recuerdo desolado después de 1945. Aquel día, todo hay que decirlo, Cassy había sido la única en dar ese primer paso.

 

Yo también quería dar otro paso. Pero involucrarse siempre asusta un poco. Una vez te involucras, no hay marcha atrás.

 

Escribí a Olvido García Valdés, Premio Nacional de Poesía en España, sobre La hora en que las cosas cambiarán. Uno de sus libros había llegado a mi casa el día posterior al huracán neoyorquino Sandy –un par de meses antes de conocer a Cassy–. El cartero, tras esquivar cuatro o cinco árboles caídos, me había entregado en mano un sobre amarillo mostaza, relleno de burbujas de plástico, con un sello impreso de correos toledano que decía: “Franqueo pagado en oficina”. La televisión hacía balance de los muertos y los daños de la tormenta mientras yo tiraba de la lengüeta bien pegada. El título del libro asomó la cabeza por fin: Y todos estábamos vivos,  y me estremecí. Me pregunté si el logaritmo que controla las coincidencias de la vida me estaba señalado con el dedo para mantener en pie una peonza que aún no me habían regalado. Sentí que las alas de la mariposa que genera el tornado al otro lado del mundo me harían estornudar en cualquier momento. Cosas así, unen.

 

Escribí a Olvido, decía, y le enumeré la sucesión de interpretaciones a partir de la pintura de Nakamura. Cassy me había contado que su sueño era ser poeta, y yo los sueños me los tomo muy en serio. Olvido me dio a elegir entre dos de sus piezas inéditas. Me encandiló la de los calambres que todos sufrimos, que asustan la vez primera, pero que caminando en lo oscuro se deshacen, como esos túneles angostos que también son nudos, que se derriten con el calor humano de los que entregamos cartas con la ilusión de cambiar el rumbo de las cosas.

 

Eso es lo que hay que hacer, y sin miedo.

 

 

 

 

Un parte de este texto (A Troyan Horse) participó en el Premio Hannah Arendt de Teoría crítica e investigación creativa, 2013. Otro fragmento aparecerá este mes de septiembre en Centerpoint Now, una publicación del World Council of Peoples for the United Nations (WCPUN).

 

 

 

 

Gema Álava (Madrid, 1973) es una artista visual multimedia que vive en Nueva York. Su trabajo ha sido expuesto en el Solomon S. Guggenheim Museum, el Queens Museum of Art y la sede central de las Naciones Unidas, entre otros espacios. Su trilogía Tell Me – Find Me – Trust Me (2008-2010) ha sido premiada con una 2011 Peter S. Reed Foundation Fellowship. En octubre la Twin Gallery presenta su primera exposición individual en España, con ocasión de su proyecto Dime la verdad, una publicación independiente donde catorce profesionales de nueve nacionales diferentes (filósofos, periodistas, neurólogos, artistas o abogados) hablan de la posibilidad o imposibilidad de contar verdades dentro de sus respectivos campos. En FronteraD ha publicado Nueva York: después de SandyTell me o cómo perder el miedo dentro de un museo. Jonathan Goodman le dedicó el ensayo Gema Álava, un mundo atrevido

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