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Cada vez que el viento pasa se lleva una flor. Recuerdos de Juan Amor sobre su ‘tito’ Justo Aedo, gerente del Hotel Florida

En esta conocida foto de Alfonso Sánchez Portela, publicada en febrero de 1931, posan en la cárcel Modelo de Madrid buena parte de los que habrían de ser poco después los dirigentes de la Segunda República: Niceto Alcalá Zamora, Francisco Largo Caballero, Miguel Maura, Fernando de los Ríos, Santiago Casares Quiroga… Junto a ellos, Justo Aedo (tercero por la izquierda).

[A veces se producen confluencias inesperadas y lo que permaneció oculto largo tiempo de pronto cobra luz. Para reconstruir la desconocida historia del Hotel Florida de Madrid mucho se había especulado en torno al destino de sus dos gerentes, artífices del éxito del hotel de la plaza del Callao: Manuel Morán y Justo Aedo, que tuvieron que abandonar Madrid con motivo de la Guerra Civil. El primero estuvo exiliado y sabemos que regresó esporádicamente a España en los años sesenta. De Aedo, sin embargo, pocos datos constaban y solo se sabía que a comienzos de los años cincuenta se entregó a las autoridades franquistas (los tiempos habían cambiado y no ingresó en prisión). Preparábamos las sextas jornadas de evocación del Hotel Florida cuando recibimos un correo electrónico de su sobrino-nieto, Juan Amor, al que hemos pedido que nos evoque los recuerdos de su querido tito].

“Cada vez que el viento pasa se lleva una flor”. Con esa letrilla de la famosa habanera ‘Yo te diré’, de la película Los últimos de Filipinas (1945), cantada en voz alta, el tito mandaba a mi madre el mensaje de que alguno de nosotros, sus hijos, se habían llevado al paso, camino de la calle, alguna pieza del frutero que estaba en el cuarto de estar. Era un robo inocente que a mi madre le hacía gracia porque, en el fondo, era lo que ella pretendía, que comiéramos fruta cada vez que tuviéramos ganas.

El tito lo era de mi madre, y es así como ella le llamaba, y mis hermanos y yo aprendimos a llamarle de esa misma manera, Tito, como un nombre propio. Yo era el pequeño, mi hermano me sacaba dos años y mi hermana casi cuatro. Para mí el tito era como el abuelo que no tuve, un abuelo que vivía en casa de mis padres, y no podría nunca haber imaginado o pensado que eso no hubiera sido así siempre. Un abuelo que vivía en casa; lo normal, vamos.

Justo Aedo, solo, y en compañía de Amparo Ferrando. Años 1930’s

El tito jugaba conmigo, y me sacaba de paseo por el barrio. A veces íbamos a tomar un chato de vino a un bar cercano. Digo íbamos en plural porque yo también probaba el vino. En aquellos años de la tardía posguerra no era algo censurable. En casa, en las comidas a los niños se nos echaba un chorrito de vino en la gaseosa (creo que de La Casera), o en el agua, para darle color. A veces la merienda era una rebanada de pan mojada en vino, con azúcar. Nos gustaba, y no por ello crecimos mal, ni estábamos desatentos en el colegio, ni creamos adicción. Pues eso, que eran otros tiempos.

El tito tuvo la mala ocurrencia de morirse un 18 de enero de 1961, justo al día siguiente de mi cumpleaños. Una tragedia. Yo había cumplido siete, y por tanto ya tenía, oficialmente, “uso de razón”. De pronto tomé conciencia de lo que era la muerte. Un ser querido, muy querido, desaparece para siempre de tu vida.

Murió de noche, en su cama, en la pequeña habitación al fondo del pasillo, su habitación. Nosotros, los tres hermanos, nos levantamos como siempre, desayunamos y nos fuimos al colegio. Mi padre ya se había ido de casa, a su trabajo. El tito se levantaba siempre un poco más tarde. A la salida del colegio nos esperaban unos amigos de mis padres que se inventaron una historia para llevarnos con ellos. Cuando regresamos a casa, dos o tres días después, el mundo se me cayó encima. No sé si eso mismo les paso a mis hermanos, pero yo me derrumbé. Recuerdo que lloré mucho. También recuerdo que vaciaron su habitación, la fumigaron (con un producto que olía fatal), y la pintaron de nuevo. Creo que también se deshicieron de la cama.

El piso donde vivíamos estaba en la calle Hermanos del Moral, de Madrid, que confluía en la calle del General Ricardos. Nuestro colegio era el Concepción Arenal, cerca del Puente Toledo, al comienzo de la calle de Antonio López. Recuerdo que el piso era no muy grande. Tengo la imagen del tito cogiendo un estuche metálico en el que hervía una jeringa. Luego se remangaba un camal del pantalón y se inyectaba algo, insulina decía mi madre, porque el tito era diabético.

El tito a veces recibía la visita de un señor muy trajeado, con una cartera de cuero. Creo que se llamaba Ramón, don Ramón. Se encerraban en el comedor, “a despachar”. Creo que a veces se les unía mi padre. Nunca se comentaba nada después. No nos preocupaba con esa edad, ni nos parecía raro, tampoco se comentaba nada de los abuelos maternos que vivían en Francia. Nuestro abuelo paterno había muerto poco después de la guerra por una neumonía (no había antibióticos). La abuela María, su viuda, vivía en un piso en una corrala en Santa Engracia. La queridísima abuela María vivió muchos años y su vida también merecería un relato. Pero ahora se trata de recordar al tito.

De la pasada guerra civil no se hablaba nada en casa. La omertá completa. Los niños sabíamos por el colegio que había habido una guerra contra los malos, a los que llamaban rojos, y que gracias a Dios la había ganado Franco, con su ejército, que eran los buenos. Poco a poco fuimos sabiendo que los abuelos que estaban en Francia se habían ido cuando la guerra, sin más información, y que habían hecho su vida allí. Por eso teníamos tíos y primos franceses. La tía francesa, hermana más pequeña que mi madre, se había ido con ellos. Allí creció y se casó con otro español. Pronto tuvieron hijos a los que dieron nombres franceses. Entre ellos hablaban francés. Se atrevieron todos a visitarnos en Madrid en 1957, todos menos la abuela, que había muerto en Francia en 1947. A partir de entonces los viajes fueron en aumento, y con el tiempo ya pasaban todos sus veraneos en la costa levantina, en la playa frente a Pego. No podía haber sido otro sitio, como se entenderá más adelante.

Del tito, tras su muerte, nunca más supimos nada. A veces algo se le escapaba a mi madre. Cuando paseábamos por la Gran Vía, al pasar por la Plaza del Callao, señalaba a un edificio y decía algo así como “aquí el tito tuvo un hotel”, y si preguntábamos la respuesta era del tipo “lo perdió cuando la guerra”. Tampoco nuestra curiosidad iba más lejos. Con el paso de los años supimos algo más de la historia del tito y su relación tan estrecha con nuestra madre.

Los abuelos maternos tuvieron tres hijas. El abuelo era de Pego (Alicante). No sé cómo ni cuándo se conocieron y casaron, pero vivían en aquellos años anteriores a la Guerra Civil en Madrid. El abuelo trabajaba en una empresa relacionada, creo, con el Ayuntamiento. Tuvieron tres hijas. Mi madre era la mayor. El abuelo tenía dos hermanas, ambas por tanto titas de mi madre. La tita Amparo se casó con un hombre de negocios, que pasó a ser también tito. No tenían hijos y acordaron con mis abuelos que mi madre se fuera a vivir con ellos. Ella debía tener entonces alrededor de los cinco o seis años. Supongo que eso era algo también normal en esa época, porque he conocido más de un caso. A veces se formalizaba el asunto como una adopción y otras veces no, como creo que ocurrió con mi madre. Mi madre pasó a ser niña afortunada, porque los titos eran adinerados. No perdió el contacto con sus padres y hermanas porque no vivían muy lejos unos de otros.

Cuando mi madre tenía trece años, ya estallada la guerra, con bombardeos sobre Madrid, sus padres recibieron la oferta de su familia en Pego de que les enviaran allá a las niñas, porque en esa zona no había esos peligros, y la comida estaba asegurada. Y así salieron un día en tren, camino de Alicante, tres niñas, la mayor, mi madre, al cargo se su hermana pequeña, de ocho o nueve años, y de una prima de parecida edad. Nos contaba mi madre que el viaje fue muy largo, muchas horas. Pero finalmente fueron recogidas en una tartana y llevadas a Pego, donde pasaron el resto de la guerra y unos años más. No sabemos si ese viaje era uno de que los que organizaron las autoridades madrileñas para evacuar niños hacia zonas más seguras, o si fue un viaje con billete ordinario.

Y ahí empieza la nebulosa sobre qué es lo que pasó entonces con los titos. Mis abuelos habían marchado primero a Barcelona, con la hija mediana, y de ahí al exilio en Francia. No les trataron muy bien, según luego nos contaron los primos franceses. Pero, ¿y la tita y el tito? ¿Qué fue de ellos? ¿Cuándo fue acogido por mis padres en su pequeño piso? ¿Por qué razón, más allá del amor filial que sintiera mi padre por él? ¿Qué edad tenía él entonces? ¿Qué había sido de su vida, de él y de la tita, desde que mi madre partió para Pego?

Lamento mucho no haber inquirido a mis padres, cuando yo era ya mayor, y en los muchos años que ellos vivieron, sobre los titos. Tampoco ellos sacaron el tema nunca. Mejor olvidar el pasado, que no había sido grato. Pero aun así a veces se deslizaban cosas: que el tito había viajado mucho a Cuba y a Florida, donde tenía negocios de hostelería, que en una ocasión le habían propuesto ser ministro en la República. Que lo de aquel hotel en la Plaza del Callao le ocasionó muchos problemas… y poco más.

El Hotel Florida, a la derecha de la imagen, en la plaza del Callao de Madrid. Años 1950’s

Me enteré por casualidad, escuchando la radio, este enero pasado de 2024, que se estaba conmemorando el centenario del Hotel Florida, ubicado en la Plaza del Callao, derribado en 1964 para construir un gran centro comercial. ¡El hotel del tito! Ya llegaba tarde para asistir a los actos organizados, pero escribí un email a los organizadores, Ámbito Cultural de El Corte Inglés, y para mi grata sorpresa me contestaron inmediatamente y pude comprobar en los documentos escritos que habían elaborado para la efeméride que allí se referían al tito, al querido tito de mi madre, a mi abuelo de la infancia, a Justo Aedo Alonso, socio propietario gerente de ese emblemático hotel de Madrid. Pude a los pocos días reunirme con Juan Andrés Milleiro, quien me dejó atónito de toda la información que tenía sobre el tito y que yo, evidentemente, desconocía. Que si había sido industrial, que si fue un hombre con muchos contactos importantes en la política, que si fue masón de cierta relevancia, que… Que fue condenado en rebeldía, según consta en el Archivo de Salamanca, por los tribunales que se crearon al acabar la guerra para la represión de la masonería, y de responsabilidades políticas, a un total de 20 años por una parte y a 30 años por otra. Juan Andrés había hecho una verdadera labor detectivesca para hallar más información. Tenía la partida de nacimiento, la de defunción (donde figuraba mi padre como la persona que aportaba los datos), fotos del tito en la cárcel Modelo de Madrid en 1931 con la plana al completo del comité revolucionario republicano, y muchas cosas más. Tenía hasta la foto del nicho donde descansan sus restos en el cementerio de la Almudena. También tuve la oportunidad de reunirme con Carlos García Santa Cecilia, quien me pasó mucha información, además de regalarme el libro publicado por Ámbito Cultural y fronterad sobre el Hotel Florida, y de animarme a escribir este pequeño artículo con mis recuerdos. A ambos les agradezco de corazón su amabilidad.

Todo esto ha removido muchos sentimientos y emociones en mí. Qué pena de no haberme interesado más por la vida del tito. Pero si soy sincero, tampoco lo he hecho con respecto a mis abuelos maternos y paternos. No sé si es un mal generalizado y eso pasa en todas las familias, y las nuevas generaciones tienden a creer que el mundo surge con ellos y lo anterior no importa.

Cada vez que el viento pasa se lleva una flor. Cada vez que el huracán de la guerra pasa se lleva todas las flores, las ilusiones, los amores, las vidas, incluso los recuerdos.

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