La cosa, laboralmente, ofrece futuros premios por la mejor interpretación, mientras los que ponemos la pasta tenemos que mirar para otro lado, no sea que la progresía aumentada hasta el tsunami por los sindicatos nos tomen por negreros cuando en realidad estamos salvando sus vidas. No acudir al trabajo con una excusa vana es ya una excusa pasto de las llamas; ahora, como mucho, se cuece más eficaz el hacerse amigo del médico de cabecera que te firma las bajas con la misma caligrafía que tu colega, que repite ese mismo ejercicio, con un bic azul, en la escayola que te asegura que esa fractura pasará pronto a la historia, sin miedo a una gangrena.
Pero bueno, centrémonos: el que lleva la manija de mi restaurante, un camboyano de buena presencia y mejores modales, me envió un mensaje a mi móvil a eso de las seis de la mañana, exigiéndome el día libre ya que su abuelo había muerto. Debo reconocer que automáticamente le envié un ‘ok’, para luego, y arrastrándome sobre las sábanas, plantearme que no era la primera vez que faltaba al trabajo por asuntos que siempre tenían que ver con sus abuelos, tíos y demás familia. Que llegué a imaginarme a todos los suyos residiendo en la mismísima sala de urgencias de su ambulatorio más cercano.
Aquella mañana bajé a desayunar lo de siempre: pan tostado con tomates maduros restregados y una catarata de aceite de oliva, cuando entre bocado y bocado, recibí un correo de mi manager. La verdad, tardé en abrirlo porque me había entretenido con la clasificación del grupo cuarto de la Segunda B, ya que era lunes, un asunto harto recurrente cuando adormilado decido comenzar un nuevo día, que además era semana, apestando todavía a sábanas rancias. Pero hete aquí que a eso de la media hora, que era cuando meditaba enviar a los proveedores los pedidos del día, recordé lo del correo sin abrir. Y al hacerlo, el síncope: mi manager, justificando su ausencia, me había enviado una foto a todo color de su abuelo muerto y amortajado. Emotivo, me dije, justo antes de escupir el pan con tomate que tenía en la boca que me dejó un sabor a canibalismo en mi paladar de no te menees.
La gente debería saber que el tacto es uno de los cinco sentidos. Y que debemos trabajarlo para no joderle el desayuno a ninguno de nuestros cercanos, especialmente si es nuestro jefe. Porque la cara de aquel señor, blanquecina, me sigue taladrando las mañanas de mi vida, cuando a mí los entierros nunca me gustaron mucho. Y menos los de tipos a los que nunca traté. Ni de lejos.
Mi manager, para más inri, me la colocó por segunda vez, cuando a eso de las cuatro de la tarde, y revisando esa sarta de estupideces que es Facebook, publicó la foto de su abuelo amortajado, en una de las demostraciones más palpables de que Darwin dejó hace ya mucho tiempo de habitar en nuestras cabezas; y que si hoy viviera no tendría cuenta en esa broma narcisista donde te enteras antes de quién podría tu ex quedarse preñada que de cosas menos problemáticas. Lo más sarcástico del asunto es que la foto del abuelo tenía más de cien ‘me gusta’, cuando uno, aún novicio en esto del Facebook, no sabe exactamente si aquello del ‘me gusta’ era un pésame modernizado o una declaración de amor necrofílica, con enfermos sexuales enviándole mensajes internos al enterrador como queriendo quedar antes del sepelio. Por lo que pudiera pasar borré la foto de mi cuenta y me cagué en los muertos de mi manager, que justo ese día y en ese mismo instante era el momento perfecto.
Esa noche no pude dormir bien: la cara muerta de un señor con pelo blanco se me aparecía cada vez que apagaba la luz. Y eso que para compensar me había leído más de ochenta páginas de las obras completas de un Kafka que seguro que al morir dio bastante menos por culo que el abuelo de mi manager: un campesino que nunca supo ni qué era internet ni qué iba a hacer su nieto el día que éste dejara de respirar. Cría cuervos. Y en mi caso, contrátalos.
A la mañana siguiente, y con el nacimiento de un nuevo día, me propuse superar el día anterior preparándome media barra de pan con tomate y aceite mientras repasaba las noticias. Tras dejar correr la mañana a lomos de una vagancia extrema fui a comprar los productos que deberíamos cocinar ese día a un mercado central repetitivamente normal. A la vuelta del mismo abrí el negocio, llegaron los empleados, y entre ellos mi manager, con los ojos llorosos, al que abracé y le dije un ‘lo siento’ cuando casi se me escapa un ‘me gusta’, por la mierda del Facebook. Luego me imaginé a mí mismo muerto, octogenario, con mis nietos alquilando avionetas que comandarían por playas atestadas de gentes con la idea de homenajearme de otra manera siniestra: colgando una pancarta con la foto de mi cuerpo amortajado mientras tiraban pasquines con mi parte de defunción firmado por el médico de guardia. A esa misma hora, creo asegurar, ya había comenzado a ingerir vino, en este caso blanco: Murta, de Portugal.
Joaquín Campos, 01/12/14, Saigón.