Uno no tiene afición a las plantas. Una vez le encargaron cuidar de una por vacaciones y la mató, por olvido, de sed. En la segunda oportunidad, concienciado como estaba, por poco se repite la tragedia, pero en este caso por ahogamiento. Siempre le han llamado la atención los amantes de las plantas, sobre todo aquellos que decoran sus balcones de ciudad con gran profusión.
Hay algunos a los que les gusta que sus plantas sobresalgan de sus domicilios y a veces, si se tiene suerte, se les puede ver entre ellas, con su regadera y sus pequeñas tijeras de podar y hasta con su mandil. Incluso les hablan, cariñosos, y a lo lejos se puede apreciar sus rostros de felicidad en sus pequeños e íntimos jardines.
A este respecto hace tiempo que uno observa crecer las plantas de los vecinos de abajo a quienes, por cierto, no conoce. Empezaron colocando unas simples macetas, pero poco más tarde continuaron con una especie de hiedra colgante. Luego decoraron las paredes interiores (lo que desde el exterior se puede ver), y también colgaron tiestos del techo.
La especie de hiedra empezó a crecer en longitud y volumen, del mismo modo que el resto de las plantaciones, y hoy sólo se observa verdura sobresaliente, como si de ese piso emergiese una selva.
No se imagina de qué forma estos inquilinos se mueven por su hogar si no es con machetes y hasta con guías aborígenes, y uno empieza a sentir cierto temor puesto que la hiedra colgante ha debido de mutar en trepadora y ya se destaca por la cornisa en dirección a la ventana de la habitación donde uno escribe, como si se aproximase para vengar aquella muerte lejana de su congénere. El asunto ha llegado a ser objeto de asombro y de crecientes comentarios, incluso de animadas charlas en la comunidad.
El conserje, como un detective con el caso entre manos, casi le muestra a uno a diario su preocupación, con ojillos tenebrosos que auguran cadáveres en la espesura y no sonríe, serio y premonitorio, cuando se hacen bromas sobre Jumanji, que es el nombre en clave utilizado por los vecinos para referirse al lugar. Porque ya no es un piso sino un lugar, acaso como la casa de Boo Radley en ‘Matar un ruiseñor’.
Hay quien dice haber visto enormes sombras de inquilinos tras los cristales como si fueran Bigfoot. Uno se lo comentó al portero para ayudarle en sus pesquisas y pudo ver sus pupilas ensanchándose excitadas ante la posibilidad de un gran descubrimiento. “Puede ser, claro que puede ser que allí se escondan, ¿sabe quienes?, los Pujol”, dijo antes de dirigir la vista hacia el lugar, con una mano como visera, y con la otra en el bolsillo haciendo sonar compulsivamente su manojo de llaves.