Kay Redfield Jamison, profesora de psiquiatría en la Universidad John Hopkins, es la autora de Night falls fast, publicado en 1999. Un considerable recuento sobre el escalofriante aumento del suicidio entre los adolescentes. El libro tiene un prólogo explosivo. Un verano en Beberly Hills, ella y su amigo Ryan, hablando del suicidio. Ambos, bipolares. Ella come cangrejo y bebe whisky. Su amigo le propone que se casen. Ella no se lo toma en serio. Hacen un pacto: si alguno de los dos vuelve a pensar en el suicidio, se alojaran en la casa de Ryan en Cape Cod. Y uno intentará convencer al otro de que abandone la idea y vuelva al litio. De la misma forma que habían acordado que ninguno de los dos comprara una pistola. Andarán por la orilla. Se darán una semana. Si no funciona, al menos lo habrán intentado. Gritan hurra y brindan. El escepticismo de la profesora es palpable. Nunca durante cualquier episodio de depresión –a los 28 años intentó suicidarse– ha llamado a ningún amigo pidiendo ayuda. El tiempo pasa. Ryan se casa y ella se muda a Washington. Un día, recibe una llamada desde California. Ryan se ha pegado un tiro en la cabeza.
Según el Manual diagnóstico de enfermedades mentales (DSM), la biblia de la psiquiatría, el paciente con trastorno bipolar, oscila vertiginosamente entre episodios maniacos (grandiosidad, delirios, ideas expansivas, ánimo gozoso y energía sin fin) y episodios de depresión severa. La alteración del sueño, la irritabilidad, la pérdida de concentración y la ideación suicida son algunos de sus síntomas. Y su diagnóstico dependería, grosso modo, de qué lado de la balanza se incline el paciente, si manía con depresión (tipo I) o depresión con hipomanía, una versión ligera de la manía (tipo II). Como los suicidios, leo en otro manual, los episodios maniacos o hipomaniacos tienden a concentrarse en la primavera. Y durante los maniacos, los pacientes están demasiado ocupados para dormir.
No sabemos qué ocurrió en la cabeza del amigo hasta su muerte. Una elipsis. A veces, un autor cubre varios años con una frase, dado su escaso interés. Dudo de que ese sea el caso de los suicidios. Si hay una tarea urgente frente a la muerte autoinfligida es la de remontar la corriente. Como ha demostrado, por cierto, la psiquiatra Rocío Herrera, de Avilés, tras examinar un año de prensa española: el 92 por ciento de las informaciones no refiere antecedentes de salud mental ni factores de riesgo. En los periódicos antiguos se podía leer, por ejemplo, que un tipo había subido a una cafetería de la última planta, había dejado su cartera sobre la barra y se había arrojado por la ventana, sin mayor rastro de enfermedad. Como máximo, en alguna esquina del texto se informaba que dejaba viuda e hijo y poseía una empresa. Ahora, las elipsis provocan otro tipo de malentendidos, como el de creer que el suicidio es un acto impulsivo frente al desahucio, las deudas o, mi favorita, una broma radiofónica. La noche cae rápido, sí. Pero sólo si aceptamos que hubo muchas otras noches.
Un ejemplo antitético es el capítulo sobre Drew Sopirak, un carismático cadete de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, diagnosticado de trastorno bipolar y cuyo descenso a la locura es uno de los más sobrecogedores que yo haya leído jamás. Escribe la profesora: «En medio de su insomnio, cada vez más maníaco, Drew se convenció de que poseía muchas o la mayoría de las respuestas a los problemas del mundo y de que era el mensajero de Dios. […]. A principios de julio, mientras estaba en las montañas, oía a Dios pidiéndole que se purificara. En respuesta, se quitó la ropa y corrió desnudo por los bosques. Más tarde, asustado, confuso, y lleno de cortes y moratones, aterrorizado de que el mundo se estuviera acabando, se dirigió a la casa del capellán». El lector ve al antiguo cadete buscando alguna excusa cuando le preguntan por qué ha abandonado la academia, luchando denodadamente por hallarle un sentido a lo que le ocurre, escapando del hospital en medio de una inmensa tormenta de nieve, lee las respuestas que da en los tests psiquiátricos, convencido de que todo el mundo le etiquetará como un enfermo hasta el día en que se muera, y va preguntándose qué demonios haremos con la vergüenza: «En sólo un año y medio, un joven prometedor había pasado de un mundo de estudiantes, atletas, oficiales y caballeros, a ser un desempleado sin esperanza». Drew se disparó a las afueras de Pensylvania a principios de 1996, después de abandonar su medicación y, como dijo su familia en el funeral, con la enfermedad moviéndose más rápido que su aceptación.
Dice la profesora que empezó a escribir ese capítulo un día de invierno en la biblioteca de la Universidad escocesa de Saint Andrews. Y que de vez en cuando se levantaba a mirar el mar del Norte por la ventana, tratando de aplacar el horror de aquellos informes psiquiátricos. Pero que tenía una foto de Drew al lado de un avión en el escritorio. Le consolaban. La foto y un verso de un poeta escocés.
Me he ido.