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Novela por entregasCafé de la mentira

Café de la mentira

 

 

 

Después de que Julián Bustamante terminó de limpiar hasta la última partícula de polvo del Chevrolet Corsa rojo, encendió el motor y fue hasta la casa de Estela, una treintañera cuatro años mayor que él. Detuvo sus ojos negros en ella durante unos segundos antes de hablarle: los aros perlados y la suave fragancia de vainilla le recordaban a otra persona, pero no sabía a quién, como un déjà vu NN que lo estremecía y flotaba a la deriva en su inconsciente.

 

—¿Te sentís bien?

 

—Sí, sí. Disculpame. No sé qué me pasó —mintió, rascándose la barba trigueña—. Me llamo Julián, y te voy a ayudar en todo lo que pueda. ¿Estás lista para empezar?

 

Como estaba algo nerviosa, le ofreció un cigarrillo. Después subieron al vehículo, ella al volante, y le dio unas indicaciones básicas. “La gurisa1 que vino ayer por lo menos sabía lo que es una autopista”, concluyó Julián más tarde, pero no hizo ningún comentario de este tipo.

 

Con una sonrisa brillante, cuando se despedían, Estela le preguntó:

 

—¿Creés que voy a tardar mucho en aprender?

 

—No. Aprendés rápido —él también sonrió.

 

“Mil diagonales”, la academia de manejo, había sido fundada por el tío de Julián unos cuantos años antes de que el joven se fuera de la provincia de Entre Ríos rumbo a la ciudad de La Plata para estudiar Psicología. La tía Emilia, al enviudar, había tomado las riendas de la escuela y, pese a sus setenta y tres años, atendía cada detalle del negocio. A veces su sobrino tenía ganas de “matarla” cuando se le traspapelaba algún billete —lo que ocurría con frecuencia, con lo cual las cuentas no cerraban—, aunque solía encontrarlo minutos después.

 

—Estaba debajo del cuaderno, m´hijo. Menos mal que todavía veo bien —le dijo en una ocasión, acomodándose los anteojos—. Cuando sea más grande y ya no pueda caminar, va a ocupar mi lugar, Julito. Todavía tiene mucho que aprender.

 

“¿Por qué mejor no te callás, vieja amargada, y me dejás la academia de una vez por todas?”, pensó él, aunque prefirió responderle:

 

—Todo a su tiempo, tía.

 

Ese día, después de que Estela se fue, Julián puso el cd “Honestidad brutal” de Andrés Calamaro y manejó hasta la escuela, ubicada sobre la calle 47. Estacionó el auto a treinta metros de la entrada, cerró los vidrios y se recostó un rato, porque sabía que tenía más de media hora de descanso hasta el turno de su próximo alumno. A los veinte minutos oyó un disparo y miró a su alrededor, pero no supo si lo había soñado o no. Recién despejó sus dudas al bajar del vehículo: escuchó el chirrido de los neumáticos de una camioneta que vio salir de la academia, sumado a los gritos de Mónica, una señora que trabajaba con ellos:

 

—¡Que alguien nos ayude! ¡Pierde mucha sangre!

 

Julián cruzó la puerta de vidrio y llegó hasta donde estaba su tía, tirada al lado de la máquina de café. Intentaba balbucear algo, pero no le salían las palabras. Tenía la mirada puesta en su sobrino, que se acercó y se arrodilló a su lado, sin comprender lo que ocurría.

 

 

1 Término usado en el litoral argentino, que significa “niña” o “muchacha”. El masculino es “gurí”. 

 

 

 

*          *          *

 

 

 

Esa noche llevaron el cuerpo de María Emilia Peralta Vera de Bustamante a una casa velatoria cercana a la plaza San Martín. Allí se convocaron masivamente parientes y conocidos que hacía años que no se veían, la mayoría de las afueras de Victoria, su ciudad natal. También estaban Mateo, el compañero de departamento de Julián; los amigos de la facultad y del autódromo; y algunas exnovias.

 

¿Cómo definir el nuevo estado de este joven? Cuando muere la esposa de alguien, el marido queda viudo. Lo mismo ocurre si fallecen los padres: el hijo pasa a ser huérfano, tal como le había ocurrido a él unos hacía un año, tras el accidente. ¿Y cuando muere una tía? Parado al lado del ataúd de madera de álamo barnizado, Julián, enlutado desde los mocasines hasta el pulóver, miraba en silencio el rostro escuálido de la anciana. Tenía ganas de llorar, pero sentía que se había quedado sin lágrimas mucho tiempo antes. Por otra parte, lo invadía la culpa: su tía yacía allí, como alguna vez él mismo lo deseó.

 

Con disimulo, mientras debatía por dentro cómo actuar, examinaba a los “invitados” y pensaba qué les hubiera dicho: “primo, acá no se come empanadas”; “más respeto, don Tomás. Mire que no estamos en carnaval para venir con esa camisa”; “Mabel, creo que la próxima vez ya le toca a usted”. Entre el aroma a café y a rosas, pudo distinguir la misma fragancia que lo había sobresaltado por la mañana. Miró a su alrededor y sin dudarlo reconoció a su prima Romina, que era tres años menor que él. Si bien el último recuerdo que tenía de ella era de esa vez que discutieron, pensó que debería dejarlo de lado. Pero casi sin darse cuenta la llevó a un pasillo menos iluminado y le preguntó, susurrando:

 

—¿Qué hacés acá?

 

Formuló la frase y se arrepintió.

 

—También era mi tía, ¿no?

 

—Sí. Tenés razón —reconoció y la abrazó—. No sé qué me pasa. Gracias por venir. ¿Querés café?

 

Ella respondió que no quería. Se separaron y se mantuvieron en silencio durante unos instantes. Las manos callosas de su prima se movían, inquietas.

 

—¿Por qué me mirás así? Algo te pasa. Contame.

 

—No sé si es el momento, Ju.

 

—Tan malo no debe ser. ¿Algo peor me podría pasar? —preguntó, y soltó una carcajada, más relajado.

 

—Está bien. Algún día te lo tenía que decir —dijo y respiró profundamente—. Federico, mi gurisito, es tu hijo.

 

Si hubieran puesto a Julián junto a su tía, no se sabría cuál de los dos estaba más pálido, o más frío. El sonido de los latidos del joven comenzó a resonar en sus oídos y se le languidecieron las piernas.

 

—Te lo tenía que decir…

 

—¿Pero de dónde sacaste eso?

 

—Los días de carnaval íbamos al monte a escondidas, ¿te acordás?

 

—Bueno. Eso fue hace mucho. Igual no tiene nada que ver que…

 

Se le vinieron a la memoria algunos recuerdos de aquellas tardes calurosas en el campo, y también cerca de las termas, cuando todo era alegría y libertad.

 

—Fuiste mi único amor.

 

—Además habías dicho que tu hijo era de…

 

—Mentí. Les mentí a todos. Tus padres no lo iban soportar.

 

—Y la tía tampoco —agregó él.

 

Ella asintió con la cabeza.

 

“Me arruinaste el velorio”, pensó decir, aunque se contuvo.

 

—Gracias por venir. Me tengo que ir —le dijo y se alejó.

 

Casi arrastrando los pies, volvió a la sala, se sirvió un café e intentó endulzar la circunstancia con tres sobrecitos de azúcar; le transpiraban las manos. En realidad, tenía ganas de salir corriendo y de escaparse del mundo. No sabía qué hacer. Mejor dicho: no sabía qué hacer para que Romina se fuera. Ella formaba parte de su pasado; durante un tiempo habían tenido algo, pero eso ya estaba olvidado.

 

—Enterrado. Punto —dijo en voz alta.

 

 

 

*          *          *

 

 

 

Un sacerdote alto y de orejas pequeñas hojeó un libro negro de oraciones para pedir por el alma de doña Emilia y luego dejaron el cadáver a un metro bajo tierra. Algunos lloraron ruidosamente, otros se sonaron la nariz a modo de respeto y hubo una señora que hasta se animó a decir:

 

—¡Era tan joven!

 

En cuclillas, Julián liberó una lágrima, que el suelo absorbió al instante. “Llevame con vos, tía”, susurró mientras la mirada de Romina, como si le leyera los labios, lo retenía con firmeza a este mundo.

 

Al quedarse solo con su prima, la abrazó de repente, con fuerza.

 

—Todos se van —le dijo él, y se largó a llorar.

 

—Yo no me voy a ir —le confirmó ella.

 

Cuando el cielo se cubrió de nubes oscuras, se fueron a un bar, donde estuvieron largo rato en silencio mientras tomaban un café. Romina regresó a su ciudad esa misma tarde. “Va a ser lo mejor para todos”, festejó Julián para sus adentros.

 

 

 

*          *          *

 

 

 

Ella volvió de Victoria la semana siguiente, pero no lo hizo sola. Ensayó dos veces hasta que tocó el timbre del departamento de Julián, que al escuchar la voz de Romina sintió que algo le oprimía el pecho, como cuando uno frena el auto de repente en una esquina para evitar un accidente. Subieron al tercer piso por la escalera. Era domingo y oscurecía.

 

—Saludá a papá —le indicó Romina—. Dale, andá. ¡Es el de la foto!

 

“Qué lo parió. Lo trajo amaestrado”, pensó Julián, con una mano en el bolsillo del jean y la otra extendida hacia el chico de tres años, un pequeño de ojos negros, rulos desprolijos y remera manga larga color verde oliva.

 

Silencio.

 

—Hace mucho que quería verte… —dijo el dueño de casa.

 

—Fede —ayudó Romina.

 

—…Federico —completó Julián, agachándose.

 

Se produjo otro silencio. “Esto no funciona”, pensó Romina.

 

—Nos va a llevar de paseo si lo saludás —lo alentó y le soltó la mano.

 

Funcionó.

 

—Sos tan lindo, amor —le dijo a Julián y lo abrazó.

 

—Bueno, bueno, bueno —la apartó con suavidad—. ¿Quieren que los lleve a algún lado?

 

Lanzó la propuesta y se escurrió para buscar la billetera y las llaves del auto.

 

—¿Se instalan acá? —le preguntó en voz baja Mateo, su compañero de departamento, que estaba acostado en una de las dos camas de la habitación.

 

—No sé. No trajeron bolsos ni nada.

 

—Si necesitás espacio, loco, sabés que yo me puedo volver a lo de mis viejos

 

—No me hagas esto. De acá no te tenés que ir —Julián elevó un poco el tono de la voz y cerró la puerta con suavidad.

 

—¿Y vos que vas a hacer?

 

—Tengo ganas de irme bien a la mierda.

 

—¿Con Romina? —preguntó Mateo, conteniendo una carcajada.

 

—¡Qué buen amigo que sos!

 

—¿Y quién te mandó a acostarte con tu prima?

 

—Justo vos me vas a hablar de moral…

 

—¿Por qué no? Bueno, che. Sonreí un poco, Bustamante.

 

—Otro día. Igual ya me tengo que ir.

 

—Llevalos a pasear por Plaza Moreno y disfrutá un rato. No te cuesta tanto.

 

—Sí, así me tiro debajo del trencito. Capaz que tengo suerte.

 

—¡Saludos!

 

Protestó en voz baja y salió.

 

Le comentó a los recién llegados la idea de ir a la plaza central de la ciudad y aceptaron con gusto. La recorrieron lentamente en el tren “La Porteñita”. Sus luces rojas, amarillas y verdes languidecían frente al resplandor que iluminaba la Catedral.

 

 

 

*          *          *

 

 

 

Con el tiempo, y a fuerza de persuasión, Julián se convirtió en un padre de familia: “debo comportarme como tal”, repetía. La rutina que manejaba hasta el episodio de su tía había dado un giro inesperado: la academia lo estresaba cada vez más, se había mudado a una casa alquilada que costaba una fortuna, donde compartía el colchón con una prima que hasta hacía poco ni recordaba que existía y con quien tuvo un hijo sin haber sido su novio.

 

Un domingo bien temprano, cuando los árboles empezaban florecer, Julián se levantó de la cama tras tener una serie de pesadillas y se fue al baño. Después prendió la radio, pero la volvió a apagar enseguida. Puso a calentar un poco de agua en una taza algo sucia, bajó el frasco de café del estante, hizo girar la tapa y le pareció que estaba vacío. Desconfiado, sacó una cuchara y la metió hasta el fondo, y entonces sí: comprobó que de verdad estaba vacío.

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