Cairo I

 

El Cairo. Quien diga que los árabes están listos para una democracia debería montarse en un avión con 200 paisanos de la zona y ver el tremendo coñazo que dan para sentarse en el sitio que les corresponde. La gente se levanta apresurada cuando el avión está a punto de aterrizar como si se pudiera hacer algo de provecho tocándole los huevos a la mitad del pasaje y tripulación. Solo alguien con una fusta podría arreglar esto pero a todos los que tenían una se los han ido cargando poco a poco.

 

La línea aérea libanesa, famosa por cubrir en tiempo record trayectos que otras compañías realizan en el doble de tiempo, ha sobrevolado probablemente todos los barcos rusos que efectúan maniobras en el Mediterráneo, bordeado Gaza, hecho alguna pirueta sobre el Sinaí y atajado por todos los puntos calientes en los que el Estado Islámicos lleva a cabo prácticas de tiro. Los libaneses se ahorran la pantalla explicativa de los lugares que estamos atravesando, ya suficientes disgustos da la vida, y se dedican a anunciar clínicas de cirugía estética y playas con tanta mierda como para reventar cualquier índice de basura de Greenpeace. Las azafatas fenicias, embutidas en unas faldas tres tallas más pequeñas y con las tetas apretadas cual proyectil dentro de un bazoka, parecen ahora el colmo de la sofisticación y el cosmopolitismo entre esas mujeres envueltas en sus batas negras con olor a sudor. Calcetines gastados dentro de la chancla dorada, bat-girls pasadas de kilos, el islamismo radical solo invita a quitarse de en medio cuanto antes por no seguir aguantando a tanta peña fea de fotografiar junta.

 

Decir que todas las opciones son respetables es, en el fondo, no respetar ni valorar nada. Pero este no es mi mundo así que sonrío con la superioridad occidental de quien sabe hacer una cola sin padecer una úlcera por ello. El conductor del autobús detenido al pie del avión cierra las puertas justo cuando varios pasajeros están subiendo. La gente empieza a gritar, intentan separar las dos cuchillas liquidadoras que a punto han estado de rebanar los 120 kilos de grasa que portan varios gordos libaneses a modo de chaleco con explosivos. Una mujer beduina lloriquea por salir la primera en el control de aduanas mientras empuja su carro contra mis tobillos. Otro hombre, turbado por ese pelo estropajoso y descubierto Made in Aguas Fecales of Lebanon, la increpa con dureza. Hay que tratar con amabilidad a los pocos extranjeros que lejos de las aguas cálidas de Sharm el Sheik aún pretenden dejarse seducir por la podredumbre cairota.

 

El aeropuerto está cerrado a cal y canto por si alguno de los rostros agolpados frente a las cristaleras del exterior se da cuenta de que su miseria siempre será eterna y decide hacer algo al respecto. A mi amiga sí la dejan pasar. Es mujer, europea y si no fuera por trabajo, por amor al rabo egipcio (esto también es cultura), o por problemas con la visa tampoco estaría aquí.

 

El coche se dirige a las entrañas de la ciudad. Ya ha anochecido. No es la primera vez que estoy aquí y Cairo cada vez me parece un lugar más fascinante y aterrador que la anterior. Marrón, oscuro, miserable, conformista, contaminado, rendido, imposible de cambiar. Son tantos los que valen aquí menos que una bolsa de basura que resulta ridículo pensar que el destino espera de uno mucho más.

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