Cairo III

 

Sobre la mesa un delicioso café y unas galletas que me compré en el aeropuerto de Beirut atraída por el impredecible sabor de lo exótico. Pero lo exótico, al final, como pasa la mayoría de las veces , ha resultado ser una puta mierda. Galletas rellenas de lokum, esa especie de masa blandengue y gelatinosa que los turcos califican de dulce con la misma cara con la que te aseguran que avisaron al avión ruso antes de derribarlo a traición. Escupo el lokum al vacío ante la visión del instituto de arqueología ruso escondido en una recoleta calle de El Cairo. Uno no debe olvidar nunca de que libros viene ni hacia que libros regresa y los míos, indudablemente, reposan en el norte de Europa.

 

Hace tropecientas horas que ha amanecido y solo son las nueve. La señora de la limpieza de mi amiga anuncia que va a cerrar la puerta de la cocina para preparar la comida y para que, de paso, yo no vea como se toca los huevos un rato del mismo modo que la invitada se los toca en la soleada terraza. Los rusos no levantan la verja del garito ni que los maten, la embajada de Holanda, en la casa de al lado, protestó hace poco porque tenía el jardín lleno de ratones procedentes de un edificio abandonado propiedad de España. La idea de España invadiendo el mundo con sus roedores me resulta de repente muy sugerente.

 

Ayer fuimos de excursión a un mercado de camellos. La mejor descripción de la velada se corresponde con un vídeo de apenas 10 segundos en la que una estampida de camellos en dirección a la cámara hace gritar a una voz femenina “su puta madre”. Nuestro guía, un gallego que tanto te saca 10.000 litros de gas licuado del Mediterráneo como te lleva a cualquier arrabal cairota, recordaba mientras conducía cómo hace unos meses el ejército egipcio se cargó a un grupo de mexicanos confundiéndolos con un jeep del Estado Islámico que se habría parado a mear. La arena del desierto invadía la carretera entre miradas desconfiadas hacia el cielo. De repente se termina el asfalto pedregoso, un huerto. Un lugareño ataviado con una elegante sábana sale todo pachorrudo a indicar que por allí vamos mal.

 

Cuando finalmente se llega a la gran atracción turística de la jornada el mercado se halla en su pleno apogeo de clientes, animales y suciedad. No hay ningún extranjero y sí muchos nativos calculando la pasta que obtendrían por varias esclavas españolas para trinar en una jaula. Yo, por si acaso, camino cerca del poli que se pasea tranquilo por ahí con una mochila a la espalda en la que espero que, como poco, haya un pipa y cientos de balas de repuesto.

 

Mientras el resto del grupo disfruta de la velada haciendo fotos y toqueteando a los animales, servidora, que al zoo iba obligada de pequeña, observa los tejados cochambrosos de las cuadras temiendo que en cualquier momento algún tío encapuchado salga con una bandera del ISIS y grite ¡Allahu akbar! Se acabó. Luego a aprender el discurso de memoria con el Jihadi John o Pepe el Ceutí de turno y ya buscará el CNI la fosa común en la que te han enterrado.

 

Los camellos corren despavoridos y a la pata coja en cuanto logran librarse de las palizas propinadas por algunos de sus dueños. Trozos de cadáver de camello yacen desperdigados en una esquina polvorienta y achicharrada por el sol. Los rostros alrededor están quemados, sudorosos. La mayoría de ellos son muy jóvenes, muestran sonrientes una boca agujereada, quieren rozar un trozo de carne blanca, los más pequeños piden una propina. Sin un Starbucks en las cercanías esta gente no va a llegar lejos intentando recuperar la confianza perdida del intrépido turista que solo busca hacerse fotos y a ser posible que no lo maten.

 

Con los pies llenos de mierda volvemos al coche. Los camellos, como los humanos, no dejan de sonreír en las fotos.

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