Nunca he fumado. Probablemente mi padre cubrió el cupo de lo que a mí me estaría permitido. Fumó por él y por mí. Como en el juego del escondite cuando niños. Sin embargo, hoy el tiempo se detiene en una calada. En una calada cuaresmal. Adolfo Suárez se ha muerto en cuaresma y en su cortejo se interpretaron las marchas Mektub y Mater mea. Cualquier cofrade firmaría mucho menos. Yo me conformaría con que alguien redoblara sus nudillos sobre la piedra. La chupada es como de gánster. El cigarro, como un escuálido botafumeiro ateo de nicotina. ¿Es el mismo personaje de aquel mayo? La cuaresma es un tiempo de caladas, incluso para los que no fumamos. Andan los cofrades –gente con bonhomía pese a las incomprensiones ya del clero ya de la crítica simplona ya de ellos, de nosotros, mismos– tratando de estirar los días. Aunque impacienta la cuarentena, a veces gustaría frenarla para llegar a tiempo. «La cuaresma me está resultando una gran penitencia porque estoy haciendo más horas que si fuese mío el negocio», me contaba un amigo leonés esta semana.